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Cultura

21 de Noviembre de 2017

Orwell y una historia de borrachera que terminó en la cárcel

Este relato de George Orwell fue publicado en G.K.’s Weekly en 1932 (texto completo acá). “Esta aventura fue un fracaso teniendo en cuenta que mi objetivo era que me encarcelaran y al final no conseguí nada más que pasar 48 horas bajo custodia; de cualquier modo, la relato aquí porque los procedimientos judiciales, etcétera, resultaron […]

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Este relato de George Orwell fue publicado en G.K.’s Weekly en 1932 (texto completo acá).

“Esta aventura fue un fracaso teniendo en cuenta que mi objetivo era que me encarcelaran y al final no conseguí nada más que pasar 48 horas bajo custodia; de cualquier modo, la relato aquí porque los procedimientos judiciales, etcétera, resultaron bastante interesantes. Escribo esto ocho meses después, de modo que no estoy seguro de las fechas, pero todo ocurrió una semana o diez días antes de la Navidad de 1931.

Salí un sábado por la tarde con cuatro o cinco chelines (moneda equivalente al 20% de una libra) y me dirigí a Mile End Road, puesto que mi plan era emborracharme hasta perder el conocimiento y me imaginé que en el East End serían menos tolerantes con los borrachos. Compré algo de tabaco y un ejemplar de la revista Yank para mi futuro encierro. Enseguida, en cuanto abrieron los bares, me tomé cuatro o cinco pintas coronadas por un cuarto de botella de whisky, lo que me dejó con dos peniques en el bolsillo. Para cuando terminé con el whisky estaba pasablemente borracho, más de lo que pretendía en un principio, porque no había comido nada y el alcohol actuó rápidamente en mi estómago vacío. Apenas podía tenerme en pie, pero tenía bastante claras las ideas. En mi caso, cuando bebo suelo seguir pensando con claridad mucho después de que mis piernas y mi lengua me hayan abandonado. Tambaleándome, recorrí la acera un buen rato en dirección oeste sin toparme con ningún policía, a pesar de que las calles estaban repletas de gente y todo el mundo me señalaba y se reía de mí. Finalmente vi acercarse a dos agentes. Saqué la botella de whisky que llevaba en el bolsillo y, ante sus ojos, me bebí el resto, lo que me dejó prácticamente noqueado; me agarré a una farola y me deslicé hasta el suelo. Los dos policías corrieron hacia mí, me pusieron boca arriba y me quitaron la botella de las manos.

Ellos: ¡Alto ahí! ¿Qué ha estado usted bebiendo?

Por un momento debieron de pensar que intentaba suicidarme.

Yo: ¡Dejarme en paz! ¡Es… es mi whisky!

Ellos: ¡Caramba, cómo se ha puesto! Se lo ha bebido usted todo, ¿eh?

Yo: Me he div… divertido un boco, nada más. Esdamos en Navidad, ¿no es cierto?

Ellos: Todavía falta una semana; se ha confundido usted de fechas. Más vale que nos acompañe, no vaya a ser que le suceda algo.

Yo: ¿Y b… bor qué he de ir con ustedes?

Ellos: Lo cuidaremos hasta que se sienta mejor. No puede ir por ahí en este estado.

Yo: Muy bien, pero vayamos por odra copita.

Ellos: Ya bebió bastante por hoy, amigo. Mejor acompáñenos.

Yo: ¿Adónde me llevan?

Ellos: A donde pueda echarse una siesta con sábanas limpias y un par de mantas.

Yo: ¿Y habrá de b… beber?

Ellos: Desde luego, hay un bar en el mismo edificio.

Mientras hablábamos, me iban conduciendo amablemente por la calle. Me tenían tomado de tal modo (he olvidado cómo lo llaman) que podían romperme los brazos al menor movimiento, pero me trataban como si fuera un niño. Por dentro estaba bastante sobrio, y me divertía observar la manera tan ingeniosa en que intentaban persuadirme de que fuera con ellos sin revelarme que nos dirigíamos a la comisaría. Me imagino que ese es el procedimiento habitual con los borrachos.

Cuando llegamos a la comisaría (era la de Bethnal Green, pero no lo supe hasta el lunes) me dejaron caer en una silla y empezaron a vaciarme los bolsillos mientras el sargento me interrogaba. Por mi parte, fingí estar demasiado borracho para dar respuestas coherentes, y el sargento les ordenó muy enfadado que me llevaran a una celda, cosa que hicieron. La celda tenía casi el mismo tamaño que las de los albergues para indigentes (de tres por uno cincuenta, y de unos tres metros de alto), pero era mucho más limpia y tenía mejor aspecto. Estaba recubierta de mosaicos y tenía un inodoro, un grifo de agua caliente, una cama de tablones, una almohada de crin de caballo y dos mantas. Había un ventanuco con barrotes cerca del techo y una bombilla que se mantenía encendida toda la noche, protegida por una tulipa de vidrio grueso. La puerta era de acero, con la característica mirilla y la abertura por la que pasaban la comida. Al registrarme, los agentes me habían quitado el dinero, las cerillas, la maquinilla de afeitar y la bufanda; esto último, según supe más tarde, porque algunos presos se han ahorcado con ella.

No hay mucho que contar sobre el día y la noche siguientes, que fueron extraordinariamente aburridos. Me encontraba terriblemente mal, mucho más que en cualquier otra ocasión en que me hubiera tomado una copa de más, seguramente por haber tenido el estómago vacío. El domingo me dieron de comer dos veces pan, margarina y té (tan malo como el de los albergues), y una vez carne con papas; esto último, según creo, gracias a la amabilidad de la esposa del sargento, porque hasta donde sé a los presos sólo les dan pan y margarina. No me permitieron afeitarme, y para lavarme sólo dispuse de un poco de agua fría.

Cuando tuve que declarar para rellenar la hoja de cargos, eché mano de la historia que siempre cuento: que me llamo Edward Burton y que mis padres tienen una pastelería en Blythburg, que fui dependiente en una pañería de la que me despidieron a causa de la bebida y que mis padres, hartos de mis malos hábitos, me echaron de casa. Añadí que había estado trabajando como mozo de cuerda en Billingsgate y que, después de ganar “por sorpresa” seis chelines el sábado, me había ido de juerga. Los policías fueron bastante amables y me sermonearon sobre la embriaguez aludiendo a aquello de que “se daban cuenta de que aún había algo bueno en mí”, etcétera. Me ofrecieron dejarme ir bajo fianza si prometía pagarla después, pero no tenía dinero ni adónde ir, de modo que preferí seguir bajo custodia. Resultó bastante aburrido, pero tenía mi ejemplar de Yank y podía fumarme un cigarrillo cada tanto si le pedía el mechero al guardia. (A los presos, desde luego, no se les permite tener cerillas)”.

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