Opinión
21 de Enero de 2018Columna de Constanza Michelson “Mujeres al barro: quién es más feminista”
"Estos días los bandos se dividen entre las que apoyan la campaña yankee de denuncias de acoso sexual #metoo y el manifiesto de las francesas sobre “la libertad de importunar, indispensable para la libertad sexual”. Estas últimas acusan a las americanas de retornar al puritanismo sexual y promover una cacería de brujas hacia los hombres. Mientras que las francesas han sido acusadas de consentir los abusos sexuales".
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Diego se llamaba el mayor de la pandilla. Bonito el pendejo. Un día se le ocurrió que el club era sólo para hombres. ¡Soy un hombre! grité desde la puerta. “Qué asco” me respondió con absoluto desdén. Así a los once años empezaba un nuevo encierro, uno que poco después vino a confirmar la llegada de la regla: el destino llamado ser mujer. Lejos de tratarse de algo auspicioso a esa edad, todo hablaba de cuidarse. De no mostrarle los calzones al lobo feroz. De pronto el cuerpo era una amenaza y había que entrarse temprano.
No mucho más allá en la vida, vino otra advertencia, justo cuando capté que ese cuerpo peligroso era poderoso y se podía gozar. “Te vas a mosquear” me decía mi madre, como si usarlo mucho pudiera convertirme en un pedazo de mierda. Crecí resentida, pero compasiva también con mis compañeros, para ellos tampoco era fácil. Lo entendí después del botellazo que le reventó la cabeza a mi hermano por cantar la canción de fútbol equivocada (en realidad su pecado era que nunca le gustó el fútbol). Para los hombres también existe un Diego, al que le tienen que mostrar la hazaña para no quedar humillados del otro lado de la puerta. Por eso el feminismo no sólo libera a las mujeres.
El género cae como un traje cuyas costuras trituran al cuerpo en ciertos puntos. De ahí la sospecha de que nadie es tan hombre ni mujer, cuestión que puede vivirse como algo liberador o como algo angustioso. Y de eso están hechas las batallas políticas y culturales sobre la carne humana.
Algunos dicen que el año 2017 fue el año del feminismo. Fue el término más buscado en E.E.U.U. del diccionario Merriam – Webster. Todo dice que estamos en tiempos de cambio de paradigma, ya no se trata de la lucha por algunas reivindicaciones puntuales sino que de reconvertir la relación entre los sexos, lo que se llama un cambio cultural. Se cuestiona todo, desde el pago de impuesto por los productos para la menstruación hasta los límites de la seducción. Que nada sea obvio, que toda práctica se pueda deconstruir e interrogar. Y aunque, como en todo entusiasmo revolucionario, se caiga a ratos en el exceso, otros, en el ridículo, sin duda se están moviendo los estándares. Y seguramente varios cuestionarán sus conductas para no caer en lo abusivo, si esperan ser respetados en su vida pública.
Pero hay otra batalla paralela, la que se encarna una vez más en la propia división de las compañeras de fila. La lucha se llama quién es verdaderamente feminista y quién es una felona. Como si no pudiéramos tener diferencias de opinión, la divergencia se acusa con ferocidad.
Estos días los bandos se dividen entre las que apoyan la campaña yankee de denuncias de acoso sexual #metoo y el manifiesto de las francesas sobre “la libertad de importunar, indispensable para la libertad sexual”. Estas últimas acusan a las americanas de retornar al puritanismo sexual y promover una cacería de brujas hacia los hombres. Mientras que las francesas han sido acusadas de consentir los abusos sexuales.
Lo cierto es que hay una lectura de mala fe de ambos lados. Aunque seguramente hay puritanas y perversas inmiscuidas (tipo Andrea Dworkin y su llamado a que el macho prescinda de su pene, o una Catherine Millet que lamentó no haber sido violada para demostrar que es algo superable) lo más seguro es que la mayoría estemos de acuerdo en que no queremos ser acosadas ni abusadas, y que al mismo tiempo no pretendemos renunciar al campo del deseo y de la seducción. Ni las entusiastas del #metoo han planteado el fin del sexo, por el contrario, son bastante libertarias, ni sus oponentes han defendido los abusos. ¿Por qué entonces no reconocemos nuestros acuerdos?
SOCIEDAD DE CONTROL
Cierto es que a las mujeres nos cuesta, como a todos, las diferencias de opinión, pero también estar de acuerdo. Seguramente porque aprendimos que debíamos ser especiales y únicas, de ahí que nos cueste la fraternidad (no por nada se introduce esa palabra forzosa, sorodidad, para recordárnoslo). Pero más allá de esa dificultad, todo indica que este debate entre las mujeres representa uno más amplio y que está presente hoy en todos los frentes de las batallas culturales: cuánto de la conducta humana se puede regular.
Cuando las francesas se refieren a la libertad de importunar, entiendo que se refieren precisamente a esta cuestión, no todo lo que me incomoda del otro es un delito ni debe ser regulado. Vivir con otros es un infierno inevitable, pero aniquilar toda alteridad crea un infierno mayor. En palabras de Judith Butler, los juegos de seducción implican estrategias, maniobras para desestabilizar a la persona deseada, es decir pueden importunar. ¿Se puede protocolizar todo eso? Hay lugares donde los juegos de poder son más evidentes, como en el espacio laboral, y es posible regular. Pero la vida cotidiana, donde también existen juegos de poder, ¿qué hacer?
El asunto es que habitamos en lo que Foucault llamaba la sociedad de control. Ordenamiento que implica, no una represión directa desde un poder central, sino que funciona a partir discursos que administran lo humano por la vía de protocolos para evitar, precisamente eso, lo humano. Ir al médico estos días es un ejemplo claro. Se puede ir por un resfrío, pero debemos pasar por un ritual de exámenes porque el facultativo no está dispuesto a correr ningún riesgo. La idea es evitar todo acontecimiento, desde hacer una dieta aunque no se esté enfermo hasta omitir una palabra que pueda marcar alguna diferencia inoportuna.
La famosa corrección política es hija de esta ética, que en realidad no es ética alguna, porque resguardarse en el discurso seguro, en un protocolo o técnica, borra el momento ético: el de la elección. Por eso la contraparte de la corrección política no es esa libertad de expresión cínica que se ha adjudicado el conservadorismo más vulgar, ese derecho a decir lo que sea, cosa que también se ahorra la ética. El derecho a importunar no es ese. Es más bien el resguardo a que exista en lo humano el espacio de lo no definido, de la contingencia donde las cosas pueden pasar y donde nos vemos interpelados a tomar posición.
Estas posiciones frente a lo humano son las que hoy se disputan con distintos contenidos y lleva a confusiones. La discusión entre americanas y francesas no es una sobre puritanismo o libertad sexual aunque lo parezca, eso está pasado de moda, estamos en un mundo donde el sexo es una hipérbole. La tensión es acerca del lugar de lo humano: concebido como algo transparente y controlable a voluntad, como es la apuesta de la corrección política. O la resistencia, que defiende la opacidad del deseo y del intercambio humano.
Seguir pensando que nos estamos disputando el sexo y el deseo, como si se tratara de un dato, es un error. Cito otra vez a Butler, se trata de la ética de la sexualidad de lo que estamos hablando, que no es sino una negociación entre nuestro lugar social, nuestro inconsciente, nuestro querer voluntario, en esa encrucijada está lo propiamente humano.
Así, el “quién es más feminista” está al servicio de tomar una identidad correcta para ahorrarse los riesgos del pensamiento. El feminismo, puede tener todas las contradicciones del mundo, y repensarse mil veces, pero no puede no estar del lado del humanismo.