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Opinión

23 de Enero de 2018

Editorial: Murió Nicanor Parra

Ya se había encorvado y caminaba sostenido por un burrito, si estaba cansado preguntaba dónde estaba, pero la sola sonrisa de una “mujer imaginaria” –como llamaba a las hembras peligrosas que le gustaban- le devolvía el alma al cuerpo, y no era raro que acabara bailando cueca. Cierro los ojos y lo escucho. Lo escucho callar incluso, arrugar la boca y el entrecejo, pensar algo que no diga nada para confundir a los muertos que lo reciben con coronas de laureles.

Patricio Fernández
Patricio Fernández
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Llegué a pensar que no moriría nunca, que podía irse desvaneciendo, pero que siempre quedaría algo de él con quien seguir hablando. Nicanor era la historia de Chile que sobrevivía en un presente ajeno, pero que jamás dejó de interesarle. Escribió la historia de un país sintetizada en voces individuales. Se perdía en las ideas grandes y se encontraba en las anécdotas diminutas. Le gustaban los niños, y las niñas más todavía. Se aprendía de memoria lo que decían. Pensó en la muerte tantas veces, que a un cierto punto dejó de creer en ella. ¿Cómo creer en algo tan grande, tan profundo, tan definitivo? La muerte estaba bien para el Dante, para Fray Luis, para la Gabriela Mistral y hasta para Pezoa Véliz, pero no para él, un poeta de la claridad y de las mañanas. Y no obstante, siempre habló de ella. Fue una constante en su poesía, pero como Rimbaud hizo con la belleza, él la sentó en sus rodillas para insultarla. La solemnidad no ha conocido enemigo más enconado que él. Se burlaba del mito de la profundidad. No aceptaba que un filósofo fuera más “profundo” que una masajista. Me dijo una vez: “si nos vamos a caer a un precipicio, prefiero mil veces que sea al de la vulgaridad que al de la solemnidad”. Se me vienen a la cabeza mil versos suyos al respecto. Ya se había encorvado y caminaba sostenido por un burrito, si estaba cansado preguntaba dónde estaba, pero la sola sonrisa de una “mujer imaginaria” –como llamaba a las hembras peligrosas que le gustaban- le devolvía el alma al cuerpo, y no era raro que acabara bailando cueca. Cierro los ojos y lo escucho. Lo escucho callar incluso, arrugar la boca y el entrecejo, pensar algo que no diga nada para confundir a los muertos que lo reciben con coronas de laureles. “Es de noche, no piensa ser de noche/ Es de día, no piensa ser de día”. En momentos como este lo que ronca es su ausencia: sus gorros de lana, sus chalecos gruesos, sus bototos desabrochados, sus bastones de rama. Y de él, nada. Nunca pudo hablar verdaderamente en serio. Le daba un pudor insuperable. Lo suyo era la risa que esconde la muerte. Dejó múltiples instrucciones para su entierro sin la convicción de que debían ser obedecidas. Sólo en los últimos versos se sacó la máscara: “hagan lo que quieran/ eso sí que cuando choquen con una pizarra/ guarden un mínimo de compostura:/ en ese hueco negro vivo yo”. Títulos más, títulos menos, fue siempre un profesor. ¡El mejor profesor!

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