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Cultura

31 de Enero de 2018

Norman Mailer: Nixon en Miami

El 31 de enero de 1923 nacía el gran escritor y periodista norteamericano Norman Mailer, autor de clásicos como Los desnudos y los muertos y Los ejércitos de la noche. El siguiente fragmento de su obra pertenece a una crónica que Mailer escribió para la revista Harper´s, luego de cubrir las Convenciones Demócrata y Republicana de 1968, año en que Richard Nixon saldría presidente.

Por

Cortaron la cinta, quitaron el tapón y en 1915 Miami Beach nació. Un pueblo modesto al que llamaron ciudad, con nueve décimas partes selváticas. Una isla. Se extendía sobre una costa frente a la bahía Biscayne, frente a la joven Miami: puede decirse que, cuando en 1868 Henry Lum, buscador de oro en California, la vio por vez primera desde un barco, la isla no era más que una jungla con cocoteros en las playas, marismas con mangles y matas de palmito a apenas tres metros del agua. Pero ya en 1915 la veta se explotaba. John S. Collins, dueño de un vivero de Nueva Jersey (en homenaje al cual lleva su nombre la avenida Collins), plantó allí judías y aguacates; un señor llamado Carl G. Fisher, nacido en Indiana —creador de Prestolite, millonario— le compró las tierras a Collins, trasladó un cargamento grande de maquinaria, trabajadores, e incluso dos elefantes, y limpió la jungla, se volvieron a llenar los pantanos, se levantaron islas como residencias con el barro del lecho de la bahía, dragado y trasladado a otro lugar, se ampliaron islas naturales cercanas a las de la costa, se asfaltaron calles y se construyeron aceras, además de otras comodidades, de tal forma que en 1968, cien años después de que Lum divisara la playa, grandes zonas de la costa original se encontraban totalmente cubiertas de macadán, edificios de blancos apartamentos, hoteles blancos de lujo y moteles de mala muerte de estuco blanco. Cubrieron cientos y posteriormente miles de hectáreas de jungla con aceras blancas, calles blancas y edificios blancos. ¿No es parecido a taparse el triste vello púbico con un esparadrapo durante cincuenta años? Los recuerdos del vegetal arrancado hundían Miami Beach en una fuente de miasmas. Fantasmas de flora extirpada, los sordos aullidos de la vegetación 18 aplastada bajo el asfalto nacían como una maldición tropical, un sudor húmedo y pesado, ecuatorial, que recorría el asfalto horneado y viciaba el aire caliente que se metía en los pulmones como una mano en un guante de goma.

La temperatura no estaba tan mal. Permanecía fija en los 30ºC día tras día, y de noche descendía a los 27ºC y regresaba a los 30ºC por la mañana —según la oficina de información de Miami Beach, en 1967 la temperatura había sobrepasado los 32ºC tan solo cuatro veces (algo bien lejos de la realidad de Nueva York)—. Aunque en Miami Beach no era necesario que la temperatura subiera demasiado, dado que la humedad llegaba al 87%, así que durante todos los días de la convención republicana de 1968, fue una de las ciudades más calurosas del mundo. El cronista no era experto en calores tropicales. Había tenido que enfrentarse, habría de admitir, al calor de la isla de Luzon durante la Segunda Guerra Mundial, se había entrenado en los bosques de Forth Bragg, Carolina del Norte, en agosto; había pasado una semana en Las Vegas en julio con temperaturas de 45ºC; había cruzado de día el desierto de Mojave, y estaba familiarizado con el metro de Nueva York en hora punta en los días más calurosos del año. Todos estos retos eran importantes inmersiones —uno no necesita irse al Congo para saber cómo debe de ser un invernadero en el infierno—, pero esos 32ºC permanentes día tras día competían contra otro tipo de encuentros sulfúricos. Cuando uno recorría las calles entre el tráfico a las cinco de la tarde, con camisa, corbata y chaqueta —uniforme formal y tácitamente exigido a los periodistas— tras haber tenido la fortuna de encontrar un taxi viejo sin aire acondicionado, la sensación al respirar, y por tanto al vivir, no difería mucho de la de verse forzado a hacer el amor con una mujer de ciento cincuenta kilos a quien le gusta ponerse arriba. ¿Me entienden? No se podía dominar nada. Aquella jungla extirpada parecía gritar desde abajo.

Por supuesto que podía uno utilizar el aire acondicionado: clima natural transformado por tecnología climática. Dicen que en Miami Beach se lleva a tal punto el aire acondicionado que las mujeres pueden usar abrigos de piel encima de sus diamantes pese a estar en el trópico. A lo largo de dieciséis kilómetros, desde 19 el Diplomat hasta el Di Lido, por encima de Hallandale Beach Boulevar hasta el Lincoln Mall, se podían ver refrigeradores blancos unos encima de otros en edificios de seis, ocho o doce plantas, de veinte, como terrones de azúcar en cubiteras, como mezquitas y palacios diseñados como equipaje blanco a juego y radios portátiles, altavoces, discos de plástico y anillos de plástico, castillos moros con forma de molde para hacer gofres, de placa deflectora de radiadores eléctricos de plástico blanco, cilindros similares a licuadoras Waring, edificios que asemejan enormes pinturas op art y pop art, y pesados pasteles de boda, algodones kitsch y cantidades de yeso de algodón sucio, sí, todo en dieciséis kilómetros, los hoteles de los delegados estaban junto a la plata de la avenida Collins: el Eden Roc y el Fontainebleau (cuartel general de la prensa), el Di Lido y el De Lano, el Ivanhoe, el Deauville, el Sherry Frontenac y el Monte Carlo, el Cadillac, el Caribbean y el Balmoral, el Lucerne, el Hilton Plaza, el Doral Beach, el Sorrento, el Marco Polo, el Casablanca y el Atlantis, el Hilyard Mannor, el Sans Souci, el Algiers, el Carillon, el Seville, el Gaylord, el Shore Club, el Nautilus, el Montmartre y el Promenade, el Bal Harbour en North Bay Causeway y el Twelve Caesars, el Regency y el Americana, el Diplomat, el Versailles, el Coronado, el Sovereign, el Waldman, el Beau Rivage, el Crown Hotel e incluso el Holiday Inn, todos como oasis para el hombre tecnológico. Aire acondicionado a máximo rendimiento que descendía la temperatura a los 20ºC, palacios de hielo para enfriar las mentes febriles, cuando el aire acondicionado funcionaba. Y los muebles eran de un materialismo monumental. No todos: los más baratos del centro, como el Di Lido y el Nautilus, eran cutres y míseros, con fundas de vinilo en los sofás y el plástico brillante en las alfombras, mesas y azulejos, hoteles baratos de colores marrón claro y crema o gris pálido, aunque en los más prestigiosos como el Fontainebleau y el Eden Roc, el Doral Beach, el Hilton Plaza (cuartel general de Nixon), el Deauville (cuartel general de Reagan) o el Americana —terreno propio de Rockefeller y la delegación del estado de Nueva York— abundaban los entrecruzamientos, curvas, bóvedas y muebles enmarañados como serpientes en las raíces de un árbol en un manglar. Los ríos del peor 20 gusto iban a parar al delta de los vestíbulos de todos los hoteles de Miami Beach, y eran pocas las habitaciones principales que no parecían de palacios de película, imitación de las imitaciones de tardorrenacentistas de estatuas griegas y romanas, imitaciones del barroco, el rococó, el burdel victoriano, el modernismo y la Bauhaus con uvas doradas y cornucopias soldadas a modernos tubos de bronce del sillón, molduras doradas que pasaban de una habitación a otra, complejos candelabros como la armadura de una dinamo y escalones curvilíneos en forma de amebas y de paletas para pintar, barras de bar rosa oscuro y decorados de yeso de tubos de algodón de azúcar retrepados en la bóveda. Allí estaban todos los colores iridiscentes en un arcoíris de vulgaridad, aureolas de gusto exquisito, fumaderos de opio de una clase media codiciosa y materialista como la carne, el sudor y los cigarros. Dicen que los más materialistas son los nacidos bajo los signos de Tauro y Capricornio. Fijémonos en una muestra de los habitantes que aparecen en el censo de Miami Beach. ¿Están los Tauro por encima de la media que les corresponde de uno de cada doce? Seguro que es así, o si no la astrología no tiene nada que decir, pues los republicanos, miembros del gran viejo partido que más que un programa atesora una filosofía, habían escogido para su convención la que podía considerarse la capital materialista del mundo. Las Vegas estaría a la par, pero Las Vegas era materialista al servicio de la electricidad: se podían perder fortunas jugando a los dados. Miami era materialismo tostándose al sol para regresar posteriormente a las cavernas de aire acondicionado donde el hielo podía recostarse entre pieles. Ésta era la primera de un centenar de curiosidades: la de que en un año en el que la república se tambaleaba al borde de la revolución y el nihilismo, con policías apostados siguiendo la línea del horizonte y amenazas de próximos Vietnam en nuestras ciudades, el partido del conservadurismo y los principios, del éxito empresarial y la austeridad personal, el partido de la limpieza, la higiene y el presupuesto equilibrado, se daba a un estilo de sultán.

Era la primera de un centenar de curiosidades, pero había también misterios. El cronista se había paseado por la convención sigilosamente, lo más anónimamente que pudo, trasnochado, 21 deprimido, perturbado. Algo profundamente inclasificable estaba ocurriendo entre los republicanos y no sabía si se trataba de algo presumiblemente bueno o del ocultamiento de algo malo, ya que por primera vez un fenómeno social relevante como una convención lo dejaba tan aturdido. Había cubierto ya otras con anterioridad. La convención demócrata de 1960 en Los Ángeles que nominó a John F. Kennedy, y la republicana de San Francisco en 1964 que eligió a Barry Goldwater, le habían empujado a escribir algunas de sus mejores páginas. Se sentía dichoso por haber comprendido aquellas convenciones. Pero la asamblea republicana en Miami Beach de 1968 era otro asunto; uno no podía asegurar que estuvieran pasando cosas extraordinarias o, por el contrario, pocas salían a la superficie aunque, por debajo, todo estuviera transformándose. Por eso le deprimía conversar con otros periodistas, había consenso en la queja de estar ante la convención menos interesante de la que se tuviera recuerdo. Las quejas lo alejaban de la reflexión serena que deseaba realizar sobre los enigmas del conservadurismo y/o del republicanismo, y de la esperanza de encontrar una perspectiva clarificadora. El país atravesaba un momento dramático, una suerte de frenesí escatológico. Tras el asesinato de Robert F. Kennedy, John Updike había anotado que quizás Dios había retirado su bendición a Estados Unidos. Era un pensamiento inolvidable, pues permitía diseccionar las intenciones del diablo y de sus tentáculos políticos: los demonios de la izquierda, blancos y negros, se afanaban en in)amar el corazón conservador de América, en tanto los diablos de la derecha exacerbaban a los negros y conducían a la nueva izquierda y a la clase media liberal a una pose de orgullo sin esperanza. Y el país rugía como un toro herido, tosía como unos pulmones enfermos en una atmósfera insana, y se revolvía en la cama ante el ruido de las motocicletas, temblando por la necesidad de nuevas falanges del orden. ¿Dónde se encontraban las nuevas falanges del orden en las que poder confiar? El cronista había visto demasiados rostros de policías como para dormir mejor con el descanso que éstos prometían. Incluso el alcohol sabía mal en la fiebre y el frío de Miami.

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