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Cultura

23 de Febrero de 2018

Recuerdo de un veterano de tres guerras

En estos tiempos de pusilánimes cabrones al cateo de la laucha, vale la pena destacar la figura señera de don José Miguel Varela Valencia, un hombre de valía suprema curtido en los magnos acontecimientos de la historia patria

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En estos tiempos aciagos, tan funestos para la República, de catervas maliciosas enseñoreándose en la política y en los poderes públicos. En estos tiempos de ilícitos constitucionales por doquier, de prevaricadores, de filisteos mugrientos haciendo nata en la propia catedral. En estos tiempos de pusilánimes cabrones al cateo de la laucha, de burdeles camuflados en la farándula de la tele. En estos tiempos de invertidos a granel tratando de joder la cachimba en el mando de la nación, de jetones fuleros aprovechándose del pánico en la Bolsa de Comercio, de malandras sacando provecho de la tragedia de los detenidos desaparecidos. En estos tiempos, digo, vale la pena destacar la figura señera de don José Miguel Varela Valencia. Un hombre de valía suprema, hombre de leyes, hombre de armas, de fructíferos empeños, hombre de familia, de letras, hombre curtido en los magnos acontecimientos de la historia patria: la Guerra del Pacífico, la Pacificación de la Araucanía, la Guerra del 91.

Supimos de él a través de un libro de memorias inéditas auspiciado por la Academia de Historia Militar y preparado por don Guillermo Parvex. Lo entrañablemente llamativo de “Un veterano de tres guerras”: la enorme capacidad de don José Miguel de ofrecernos con llaneza y ternura viril lo ocurrido en esos campos de batalla. En lo personal, en numerosos pasajes se me han llenado los ojos de lágrimas al conocer con tanta exactitud los hechos sublimes de la Guerra del Pacífico.

Nos cuenta de su partida al norte dejando atrás amoríos y familia. Tiene 22 años, lo inspira la patria, de veras el hombre es un hidalgo de viejo cuño. En vísperas de la primera batalla, ha rezado y confesado junto a sus compañeros de armas en la misma intemperie del desierto, se ha encomendado a la Virgen del Carmen, narra la angustia de su persona y de su amado corcel Carboncillo. Los batallones son bendecidos con el agua de Dios por los párrocos castrenses en el instante supremo de desenvainar el sable reluciente enfrentando al cholo enemigo. Don José Miguel con su pluma se afana en el detalle. La peripecia se borda con lujo escénico. Cómo no vibrar cuando nos habla de peones analfabetos que se acercan a su condición de letrado para confidenciarse en el recado, en el sentimiento al ser querido, y esos mismos hombres bregando por la patria son sacrificados en la penuria. Algunos, para no morir de sed en esos parajes desolados, beben su propia orina con sal; otros, por no precavidos, son envenenados vilmente en la fonda peruana; y aquellos desprovistos de municiones van cayendo desguarnecidos.

La anécdota de don José Miguel como encargado de inventariar los libros de la biblioteca de Lima incautados por Chile, y de su trato personal con Ricardo Palma, es finísima. El escritor y militar peruano trata de esconder los mejores libros para evitar su partida a Chile, y don José Miguel, durante la noche, allana los cajones. Ahí están los mejores, y nos indica que jamás reprendió al intelectual adversario por su legítima pillería. El escenario se relata de manera magnífica en sus alternativas más insignificantes: los sobresaltos de los soldados, la embriaguez del combate, el galope de los caballos, la camaradería, la sutil coquetería de ponerse camisa, calcetines y calzoncillos limpios antes de la refriega o de echarse esencia para caballeros en la barba.

Su actividad patriótica no se agota en la Guerra del Pacífico. En 1884, con 27 años, es enviado en comisión de servicio a la Frontera. En esa época de la Pacificación de la Araucanía, será testigo de las injusticias cometidas contra los mapuches, a quienes defiende con bravura al grado de ganarse la enemistad de las clases latifundistas, que exigen su destitución. Denuncia con nombres y apellidos a los patanes de la época (los Bunster, los Jarpa, los Subercaseaux), que se valen de mil argucias para adueñarse de la buena tierra arrinconando al indio. En esa defensa, el gobierno de José Manuel Balmaceda lo apoya. Y lógico, quisieron dárselo vuelta –asesinarlo de manera vil– en los caminos de Carahue a Temuco. Debió andar escoltado por seis jinetes. El terrateniente Manuel Bunster logra que don José Miguel no sea admitido en el Club Social de Angol. Los retrógrados de Chol Chol lo acusan de favorecer a un puñado de indios borrachos en perjuicio de agricultores pujantes y honrados.

Don José Miguel es hombre muy cercano al presidente Balmaceda, da gusto como lo describe y honra en sus memorias. Desde luego participa en la guerra civil, y muy concretamente en la batalla de Placilla, de donde sale airoso por milagro. La muerte del presidente lo acongoja. Se decepciona de la patria y sus galardones. Los lanza a un canal y exclama a viva voz: “Para qué quiero estas mierdas”. En 1893, cae en sus manos un periódico que anuncia una Ley de Amnistía. Ya no se siente un proscrito, y se encuentra sano con la dicha de haber defendido la Constitución que siempre consideró sagrada.

Podríamos seguir comentando las memorias de don José Miguel. Simplemente, recomendar al ciudadano actual que las lea y advierta que en Chile siempre ha habido gente verdaderamente decente, de genuina formación integral, dispuesta a servir a la patria en forma desinteresada. Es conmovedor saber que murió con la conciencia tranquila. Gratitud eterna a su condición de buen padre de familia.

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