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Opinión

6 de Marzo de 2018

Catherine Millet y el “manifiesto de las francesas”: “Abrimos una pequeña brecha en el muro de concreto del discurso feminista”

Fue, junto a Catherine Deneuve, la autora más visible del artículo que en enero pasado hizo explotar las redes sociales a nivel planetario, al cuestionar los métodos de la campaña #MeToo y validar el “derecho a importunar” de los hombres. En las semanas posteriores, Millet fue más allá, concediendo una entrevista a El País que terminó de convertirla en persona non grata para un sector importante del feminismo. Le han dicho de todo y confiesa que los ataques no le resbalan, pero se resiste a maquillar sus razones para que suenen mejor: no acepta que sea un pecado expresarlas y cree estar menos sola de lo que parece. Millet, escritora y crítica de arte, conocida en su país por haber fundado la revista Artpress –que aún dirige– y en el mundo por haber escrito la autobiografía sexual más leída de este siglo, profundiza en esta entrevista sus afirmaciones más discutidas, polemiza con las feministas “treintañeras” y revisa la historia de la emancipación femenina desde el vínculo entre las libertades sexuales y las políticas, tema de su último libro.

Daniel Hopenhayn y Diego Milos
Daniel Hopenhayn y Diego Milos
Por

Por Diego Milos y Daniel Hopenhayn.

LA declaración que publicaron en enero tuvo respuestas muy duras, en especial contra Catherine Deneuve y contra ti. ¿Qué has pensado sobre la forma en que se leyó ese texto?
–No voy a hablar de los insultos con que nos empapelaron algunos usuarios de las redes sociales, que para mí no tienen el menor crédito. De las respuestas razonables que recibimos, lo que más me impactó fue que no soportaran la existencia de visiones alternativas. Como no estábamos alineadas con el discurso feminista dominante, necesariamente estábamos del lado del discurso patriarcal, lo que me recordó los años 70, cuando la izquierda dogmática te declaraba “cómplice del capitalismo” apenas te atrevías a cuestionar su ideología. En Francia, los movimientos #MeToo y #BalanceTonPorc [Denuncia a tu cerdo] siempre invocan el eslogan “las mujeres liberan su palabra”. Pero si algunas mujeres deciden expresar “otra palabra”, la reacción inmediata es tratar de impedir que hablen. Apenas se publicó nuestra declaración querían prohibirla, con un montón de pretextos, atribuyéndonos cosas que nunca dijimos. Lo que nosotras criticamos fueron los abusos en que estaba incurriendo la campaña “Denuncia a tu cerdo”, esto es, los ajusticiamientos exprés y la delación, que traen tristes recuerdos a los que tienen memoria de la Segunda Guerra Mundial. Y también queríamos “liberar una palabra”: señalar que no todas las mujeres se reconocen en la manera de actuar de ese movimiento.

Aunque la declaración comenzaba diciendo “La violación es un crimen”, muchos entendieron que ustedes llamaban a detener las denuncias y, de algún modo, volver al régimen de silencio respecto de los abusos. ¿Debieron precisar mejor ese punto?
–En efecto, nosotras nunca negamos la violencia contra las mujeres, sobre todo en el mundo popular, donde ciertamente tienen menos medios de defensa que en el mundo del cine, por ejemplo. Es decir, dada la experiencia social y cultural de cada una, entiendo con mayor facilidad que una cajera de supermercado pretenda haber sido ingenua a que lo haga una actriz de Hollywood. Ahora bien, nosotras no hicimos ningún llamado a callar los abusos. Pero las denuncias deben hacerse en las comisarías y en los tribunales, no en la plaza pública, porque ahí el denunciado no tiene ningún medio para defenderse. Mucho antes de esta publicación en Le Monde, lo que a mí me hizo reaccionar y escribir un editorial en Artpress fue una denuncia pública que afectaba a un hombre que conozco, y que fue víctima de un ajuste de cuentas que no tenía ninguna relación con temas sexuales. De hecho, las mujeres que lo acusaban retiraron oficialmente la denuncia, pero el daño ya estaba hecho y él perdió su trabajo. Me ha tocado escuchar a feministas decir que en una “revolución” siempre hay “daños colaterales”. El problema es que ya les escuché decir eso a los estalinistas… La vieja ley de las cantidades.

Se dijo que ustedes eran mujeres privilegiadas (blancas, ricas y famosas) que defendían su derecho a ser halagadas, totalmente insensibles a la realidad que viven las mujeres acosadas en el metro o en sus trabajos. ¿Qué piensas de eso y qué podrías contar sobre el conjunto de las firmantes?
–Una de las primeras líneas de nuestro texto defiende “la legítima toma de conciencia de las violencias sexuales ejercidas en contra de las mujeres, principalmente en el contexto profesional, donde varios hombres abusan de su poder”. Luego, con la excepción por cierto de Catherine Deneuve, muchas de las firmantes se sentirían ofendidas por tu pregunta. No son ricas, ni están cerca de llegar a serlo, tampoco son famosas. Muchas son artistas e intelectuales que viven la vida precaria de los artistas e intelectuales, precisamente porque han elegido esa precariedad antes que rendirles cuentas a círculos universitarios o políticos. En cuanto al color de piel, la verdad es que solicitamos su apoyo y sus firmas, pero no sus fotos. Sí es cierto que las que escribimos el texto somos todas blancas. A propósito, ¿vieron que entre los “cerdos” denunciados, principalmente en Estados Unidos, son muy pocos los negros?

¿Te han acosado alguna vez en el metro o en el trabajo? Y si te ha pasado, ¿cuál ha sido tu reacción?
–Por supuesto, cuando era joven tuve que lidiar con tipos que me frotaron en el metro. Y reaccioné como la mayoría de las mujeres por generaciones: les pedía en voz alta que pararan. Un método simple y radical. Y como la mayoría de las mujeres, olvidaba el incidente a los pocos minutos. En el trabajo nunca fui acosada, salvo por algunos artistas que querían mostrarme sus obras a como dé lugar [ríe]. Los frotadores del metro existen desde su invención, en el año 1900. De hecho hay un texto muy divertido de Louis Aragon fechado en esos años. Cuenta que entonces eran sobre todo las frotadoras quienes se aprovechaban de los túneles mal iluminados para tocarles la bragueta a los caballeros. ¡La Belle Époque!

La frase más polémica de la declaración fue aquella que defendía el “derecho a importunar”. Quienes las critican argumentan que el coqueteo y el acoso son perfectamente diferenciables, y que en realidad las denuncias sólo han atacado lo segundo.
–En francés, “importunar” significa “incomodar”, “molestar” o, en el peor de los casos, “romper las pelotas”. Y tú no denuncias a alguien porque te incomoda, ni aunque te rompa las pelotas. Con respecto a la diferencia entre un galanteo y una insistencia pesada, yo creo que sí es muy sutil, porque varía mucho según los individuos. El umbral desde el cual una se siente o no se siente acosada es tan personal que, salvo en los casos inequívocos, no veo cómo podría codificarse la frontera.

Ya que los tribunales de justicia parecen no ser el lugar más práctico para tratar estos problemas, ¿ves alguna manera de evitar un régimen de vigilancia mutua, y de protocolizar las relaciones para evitar estos malentendidos?
–¿Quién dice que los tribunales de justicia no hacen su trabajo cuando reciben denuncias? ¿Quién tiene la autoridad para decir cómo deben fallar los jueces, que en Francia, por lo demás, son en su mayoría mujeres? Lo que sí se puede decir con certeza es que los asuntos de violación son muy delicados y difíciles de juzgar. Muchas veces es “tu palabra contra la mía”, sin pruebas. Otras veces la víctima deja pasar demasiado tiempo, frecuentemente porque siente vergüenza, y entonces el delito prescribe. Sin duda la justicia es imperfecta, pero hay que trabajar para mejorarla y no, en un Estado de derecho al menos, remplazarla por el tribunal de las redes sociales. En cuanto a esos protocolos que ustedes sugieren, ¿quién los establece? ¿El Estado? ¿El Estado va a reglamentar las relaciones íntimas entre las personas? Ni las peores dictaduras han hecho eso.

Las discrepancias entre mujeres sobre estos temas han sido leídas como una disputa generacional entre las feministas de los años 60 y las de ahora. ¿Crees que la diferencia pasa por ahí?
–Las edades de quienes escribimos la declaración son 36, 40, 41, 69 y 87 años, y hasta donde sé la edad de las firmantes es igual de variada. Para mí, la divergencia fundamental se produce entre las mujeres que piensan su lugar en el mundo a partir de su experiencia personal y las que lo piensan en función de una ideología. Me llama mucho la atención volver a escuchar frases como “toda conducta es política” o “esta revolución transformará a los hombres desde la raíz”. O “no hay humo sin fuego”, respuesta que hace poco le dio una feminista a alguien que le hacía notar que un hombre denunciado puede ser un hombre inocente. Fue con ese tipo de razonamiento que se llenaron los gulags. Entonces, si es que esto tiene un trasfondo generacional, para mí lo curioso es que las treintañeras sean hoy las más receptivas a los viejos razonamientos que usábamos nosotros hasta que llegó el llamado “fin de las ideologías”. Ellas están buscando nuevas formas de entender y actuar en el mundo, pero recurren a esos eslóganes antiguos como si no tuvieran buenas herramientas para ponerlos en perspectiva. Mi generación se sintió atraída por el marxismo, pero simultáneamente se vio beneficiada por las herramientas de análisis que encontramos en Foucault, Barthes, Deleuze, Lacan y muchos otros. La influencia del psicoanálisis, por ejemplo, permitió devolverle al individuo el espacio que la ideología le había disputado. ¡Es increíble que el psicoanálisis esté casi ausente en los debates sobre sexualidad!

Pero Foucault sí es un referente, tanto que muchos críticos del feminismo le atribuyen haber creado el enfoque que ve asimetrías de poder en cualquier interacción.
–Es cierto. Pero me estaba refiriendo a lo que uno puede leer entre los partidarios de #MeToo, y ahí no veo muchas referencias a Foucault. Los que intervienen ahí, por lo menos en el debate francés, son casi todos sociólogos, que llegan con unas estadísticas impresionantes que dicen que una de cada tres mujeres sufrió violencia sexual y uno de cada tres hombres es un violador potencial. Después hay un par de psicoanalistas y la historiadora Michelle Perrot, que sí es una intelectual de peso. Lo demás, todos sociólogos.

Otra cosa que has dicho sobre las nuevas generaciones, es que en el plano sexual las ves más libres en las palabras que en los actos, con poca libertad para improvisar.
–Es difícil dar un juicio sobre los comportamientos sexuales íntimos, así que mi respuesta es muy general y difícil de fundamentar. Pero lo que veo entre los hijos de mis amigos y los treintañeros que trabajan conmigo, es que son mucho más ordenados y mucho mejor portados en sus prácticas sexuales que nosotros a su edad. Hay muchas explicaciones para eso, se dice que entretanto llegaron el sida y las crisis económicas, y que mi generación no vivió eso y por ende tenía una disponibilidad de cuerpo y espíritu más grande. Pero es una constatación muy general. Las mujeres más jóvenes con quienes redacté el texto seguramente tienen una vida sexual libre.

SER MÁS QUE TU CUERPO

Para muchas te convertiste en símbolo de la poca solidaridad de género después de tu entrevista en El País, donde reafirmaste tu idea de que a las mujeres les convendría enfrentar las violaciones olvidando más que denunciando.
–Pero, ¿por qué solidaridad “de género”? Yo no siento que deba ser más solidaria con las mujeres que con los hombres. Si una persona sufre y puedo ayudarla, lo haré sin importar cuál sea su género. Ahora, en cuanto a las violaciones, yo no digo que haya que preferir el olvido a la denuncia. Lo que digo es que no hay una sola manera de enfrentar el trauma, y que la resiliencia, para algunas, es preferible al estatuto de víctima en el cual los procesos por violación, a menudo muy largos, encierran a aquellas que han sido violadas. ¿Han notado que la palabra “resiliencia”, pese a estar tan de moda, no aparece cuando se habla de la mujer víctima? Hace quince años, la filósofa feminista Élisabeth Badinter publicó un libro notable, Fausse route (“Camino equivocado: reflexiones sobre 30 años de feminismo”), en el que denunciaba el encarnizamiento de las feministas en querer que las mujeres sean necesariamente víctimas indefensas de la violencia de los hombres. Y lo que yo he planteado es que, en algunos casos, las mujeres pueden superar más rápido el trauma de una agresión sexual si se permiten hacer aquello que, supuestamente, sólo pueden hacer los hombres: disociar su cuerpo de sus sentimientos. O sea, considerar que tú no estás enteramente en ese acto.

Claro, se supone que eso le sale más fácil al hombre.
–Yo creo que incluso es al revés. Ustedes saben mejor que yo que el acto sexual requiere una movilización física más activa del hombre, y por eso el hombre se identifica de una manera más inmediata con su cuerpo y sus órganos sexuales. Una mujer, si quiere, puede tener una relación sexual pasiva, sin iniciativa. Por eso está más capacitada para tomar distancia del acto que está realizando. El caso más evidente es de las prostitutas, que no se entregan enteramente al hombre, pueden mirar la pared y pensar en otra cosa. Colette, la novelista francesa, describía a una recién casada que, como a la pobre le había tocado lidiar con un marido torpe en la cama, se dedicaba a mirar las sombras en la pared. Las mujeres saben de lo que hablo. O sea, lo que me interesa poner sobre la mesa es que ningún ser humano es reducible a su cuerpo. Si someten tu cuerpo, no estás obligada a considerar que han sometido tu espíritu. ¿Y por qué importa esto? Porque la creencia de que esa separación es imposible es lo que lleva a muchas violadas a sentir vergüenza. Vergüenza que es, en muchos casos, la razón por la que se demoran en hablar y en denunciar ante la justicia. Nosotras respondemos: ¡no tengas vergüenza, eres mucho más que tu cuerpo!

La escritora Cécile Guilbert, otra cara visible de la declaración que publicaron en Le Monde, dijo que entre las firmantes había algunas que han sido víctimas de delitos sexuales.
–Más aún: varias de nosotras hemos recibido testimonios de mujeres que nos decían haber sufrido una violación y, no obstante, estaban de acuerdo con nuestra posición, porque consideraban que ayuda más a las víctimas a entender que la agresión que habían sufrido no era una vergüenza ni nada que hubiera herido su interioridad, su psiquis. Hay todo tipo de casos. Incluso me han escrito mujeres contándome que fueron violentadas por otras mujeres –a una la secuestraron entre tres–, y que haber enfrentado la agresión desde una actitud pasiva les permitió, según ellas, minimizar los daños. Ahora, quizás esas mujeres tienen una fuerza de carácter mayor que otras, y yo entiendo perfectamente que relativizar las cosas y verlas con distancia puede ser muy difícil para algunas. Lo que quiero defender es que esa posibilidad existe y que a las mujeres nos conviene saberlo.

En todo caso, es una idea que choca por todos lados con el feminismo actual, que tiende a rechazar cualquier relación que sitúe a la mujer en el rol de la pasividad, pues reproduciría el esquema que las deja en una condición vulnerable o de objeto susceptible de posesión.
–¿Incluso en el caso de las relaciones sexuales consentidas? ¡Pero si la relación sexual tiene siempre una parte de juego, de roles! A una persona en una posición social dominante le puede fascinar el papel de sumiso en su vida sexual. Es de hecho la situación clásica en las relaciones sadomasoquistas. Recuerdo que cuando salió “La vida sexual de Catherine M.” me preguntaron si no me incomodaba mostrarme como alguien pasivo sexualmente. Para mí, las relaciones sexuales no son una lucha de poder. Así como nunca he tenido problemas en imponerme socialmente, tampoco los he tenido en ponerme de rodillas ante un hombre para hacerle una felación.

Hace dos semanas publicaste un artículo aclarando algunas de estas posiciones, y nos contabas que salió primero en España porque Le Monde no se animó a publicarlo. En general, ¿cómo crees que se ha manejado la prensa ante la irrupción de las denuncias y de los debates que han provocado?
–Honestamente, tengo la impresión de que a ciertos periódicos y canales de televisión les complace explorar la sexualidad de algunas celebridades. Y por otro lado, hay comités editoriales que están tomados por asalto por ciertas feministas que los editores y directores de medios, asustados y culposos, no se atreven a enfrentar. Se habla mucho de la violencia de los hombres y muy poco de la intimidación que ejercen esas feministas, que también puede llegar a ser violenta.

¿Le Monde te dio una explicación por el rechazo de tu artículo?
–Sí. El hombre encargado de eso me dejó un mensaje de voz diciendo que yo ya había dado mi opinión sobre el tema en una entrevista que di al Nouvel Observateur, y por tanto sería una repetición. Lo único en común entre ambos textos era una referencia a San Agustín. Y yo di esa entrevista diez días después de mandar el artículo a Le Monde. Con un amigo recién comentábamos que el ambiente que se ha creado –hablo de Francia, quizás no sea igual en otras partes– nos recuerda al de Mayo 68, que fue formidable porque removió las cosas, pero también había dogmáticos extremos que te decían “prohibido prohibir” y “liberemos la palabra” –porque ese eslogan viene del 68–, pero no soportaban que tú pudieras aportar una contradicción: inmediatamente eras de derecha. Aun así, creo que nuestra declaración logró un efecto positivo. Abrimos una pequeña brecha en el muro de concreto del discurso feminista. Desde entonces, los artículos en los periódicos y los debates televisivos están abordando el tema con más matices, y con algo más de cuidado. La ministra de Igualdad de Género, que era casi una ultrona de las campañas #MeToo, desde hace un tiempo anda mucho más moderada. Bueno, también tiene a sus colegas cuestionados y tiene que ser solidaria…

¿Qué colegas?
–Acá hubo ministros que fueron acusados por cosas casi completamente inexistentes, y eso ayudó un poco a poner las cosas en perspectiva. Ahí la gente empezó a ver que esto también podía prestarse para atacar gratuitamente a cualquier hombre famoso, ya sea por algún ajuste de cuentas o porque alguien está buscando su propia fama.

Cuando publicaste “La vida sexual de Catherine M.” también fuiste muy criticada. ¿Te dolieron más esas críticas o las que has recibido ahora?
–¡No son situaciones comparables! En el primer caso fui atacada, pero por un puñado de intelectuales, y además mi libro tuvo un gran éxito popular. Tuve innumerables encuentros con el público y jamás fui agredida, y muchas lectoras venían a agradecerme y decirme que hacía progresar la causa de las mujeres. Ahora, en cambio, cuando publico algo en algún diario no puedo leer los comentarios que ponen abajo. Verdaderamente no se empachan en arrastrarte en el barro. Pero bueno, también he recibido muchísimos testimonios de mujeres que se sintieron interpretadas, por lo tanto sé que hay gente que comparte lo que pienso. Eso me protege.

Se ha hecho difícil estimar cuán representativo es el debate de las redes de lo que está pensando la sociedad.
–Bueno, en Francia, hace algún tiempo, surgió un clamor social contra la pedofilia y aparecieron unas agrupaciones católicas de derecha, muy combativas, muy conservadoras, que se tomaron la voz y desataron una especie de histeria. Pero representaban muy poco al conjunto de la población francesa. No sé si ahora estamos ante un caso similar, pero sí sé que hay más voces de las que se escuchan.

MUJERES EMANCIPADAS

En 2017 publicaste un libro sobre D. H. Lawrence [cuya traducción al castellano está en curso] y dices que él como nadie supo entender a las mujeres. ¿Qué es lo que entendió Lawrence?
–Lawrence vivió rodeado de mujeres fuertes y muy libres sexualmente, partiendo por la que fue su esposa. Sus amigas eran independientes económicamente, y no es que todas fueran ricas, muchas trabajaban. También frecuentó a las activistas que lucharon por el derecho a voto femenino. Supo ver muy de cerca a todas estas mujeres, se apasionó observándolas, y constató su ausencia total de inhibición y su habilidad para conquistar hombres. Sus libros sacan a la luz, de manera muy nítida, que esas mujeres de los años 20 se emanciparon no solamente por su autonomía social, sino también por satisfacer de manera más libre sus deseos, y que con ello le dieron un impulso de libertad general a la sociedad. La revolución sexual de fines de los 60 no habría ocurrido si antes las mujeres no hubiesen tomado en sus manos la realización de su propio placer. Y el punto de vista de Lawrence es muy entretenido porque admira a estas mujeres emancipadas pero también se ríe un poco de ellas, las mira con un ojo crítico, no está siempre fascinado.

En el libro citas más de una vez esta frase suya: “Si Jesús le hubiera prestado más atención a Magdalena y menos a los apóstoles, las cosas andarían mucho mejor”.
–Él consideraba que, en ese momento, eran las mujeres las que estaban a la cabeza del progreso. Y yo creo lo mismo. Las mujeres de esa generación tenían una audacia que sus hombres contemporáneos no tenían. Llevadas por el impulso de su propia emancipación personal, arrastraban ideas de emancipación social. Nancy Cunard, escritora y activista muy importante en esa época, no sólo fue muy libre sexualmente, también combatió las barreras sociales y sobre todo raciales. Pero si no se hubiera enamorado de un hombre negro, no habría luchado contra el racismo y las barreras sociales. Vivir plenamente su sexualidad e ir hasta el fondo de su deseo la llevó a ser protagonista de la lucha antirracista. Es muy interesante, y hay varios casos así: mujeres que fueron impulsadas por lo más hondo de la libido –y la supieron expresar– y así llegaron a adoptar posiciones políticas muy audaces.

Se supone que toda nueva libertad engendra algún tipo de nueva frustración. ¿Cuáles podrían ser las frustraciones que ha traído consigo la liberación sexual de las mujeres?
-Una de las consecuencias que Lawrence identificó inmediatamente es que las mujeres se volvieron más exigentes en el placer. Quieren gozar y lo hacen saber. Pero a la vez, su emancipación social provocó una fuerte culpabilización en los hombres, que se vieron obligados a hacer su autocrítica y a renunciar a ciertas prerrogativas. El resultado de eso fue que las mujeres comenzaron exigir satisfacciones físicas a los hombres al mismo tiempo que ellos debían renunciar a una parte de su virilidad simbólica. Y vemos bien que los sementales castrados no son fáciles de encontrar…

Les das una importancia crucial a las dos guerras mundiales en el derrumbe del viejo orgullo masculino, del hombre fuerte y viril. Hablas de “hombres derrotados en países vencedores”. ¿Qué pasó ahí?
Hablo sobre todo de la Primera Guerra, la única que le tocó a Lawrence, pues murió en 1930. Fue una guerra atroz. Los que no murieron regresaron heridos, quebrados física y moralmente. El símbolo de eso, en la novela de Lawrence, es el marido de Lady Chatterley, que volvió de la guerra paralítico e impotente. ¿Y con qué se encontraron los hombres a su regreso? Con mujeres que habían hecho andar la máquina por su cuenta, con el pelo y la falda más cortos, y que probablemente habían tenido amantes. Y en ese estado deplorable, para colmo, esos hombres tuvieron que echar a andar las economías de países devastados. Por eso no es raro que el período de entreguerras haya visto nacer una resistencia tan tenaz a ciertas instituciones del feminismo. Creo que ahí comenzó, al menos en Europa, la caída en desgracia de esa figura masculina.

Y los conflictos que se han planteado ahora, ¿cómo crees que van a evolucionar? ¿Sacaremos algo en limpio o las posiciones se alejarán cada vez más?
Lawrence no era un optimista en cuanto a la evolución de las relaciones entre hombres y mujeres. Se le atribuye la idea de que la homosexualidad marcaría el futuro de las sociedades, y de que hombres y mujeres se desarrollarían cada vez más como dos comunidades separadas. Al observar a mis contemporáneos, puede que haya tenido razón.


Foto: La escritora y activista Nancy Cunard

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