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Cultura

13 de Marzo de 2018

Entrevista de 1975 a Gabriel García Márquez: “Tengo tanta fama que no necesito para nada la vanidad”

Este 6 de febrero se cumplió otro aniversario de nacimiento de Gabriel García Márquez, el escritor más popular de las letras latinoamericanas en el siglo XX. ¿Hay algo de él que no conozcamos aún? En la siguiente entrevista, ofrecida en 1975 al periodista cubano Orlando Castellano para la emisora Radio Habana, el Nobel de Literatura de 1982 ofrece enjundiosas respuestas sobre sus novelas Cien años de soledad y El otoño del patriarca, y también sobre su rol como intelectual de fama, al tiempo que explica su adhesión y compromiso con la Revolución cubana.

Por

-Me interesa mucho hablar de Gabriel García Márquez periodista, de cómo y cuándo te iniciaste. 

-Bueno, si es con eso, arrancamos. Porque no hay más García Márquez que el periodista.

-Bueno, está el intelectual de Cien años de soledad, de El otoño del Patriarca…

-Hombre, todo eso es el periodismo. Yo diría que lo que cambia es la elaboración, el tratamiento del material. Pero, digamos, las formas de aproximación a la realidad son la esencia del periodista. En mi caso son las mismas: tanto para la literatura como para la política y para el periodismo. Entonces yo considero que mi primera y única vocación es el periodismo. Yo nunca empecé siendo periodista por casualidad —como muchas generaciones— o por necesidad, o por azar. Yo empecé siendo periodista, porque lo que quería era ser periodista. Ahora bien, cuando yo quería ser periodista no existían las escuelas de periodismo. Tenía necesidad de ser periodista y empecé a trabajar. Realmente, desde la universidad empecé a trabajar en periodismo. Yo estaba estudiando Derecho, porque era lo que estaba más cerca de mis afinidades, de mis aficiones. […] Entonces, empecé en un periódico de Cartagena que se llama El Universal, y empecé, precisamente, desde el primer número del periódico. […] Empecé escribiendo notitas, notas literarias y editoriales. Es decir, creo que hice el camino al derecho, o sea al revés de todo el mundo. Empecé escribiendo editoriales, orientando a la opinión, dando opiniones. Yo creo que la carrera de periodismo está considerada al revés. Los muchachos jóvenes que empiezan, a los cuales se les quiere enseñar los nombran reporteros, y después, a medida que van progresando, que van haciendo méritos, los ascienden a la sección de editoriales y los llevan hasta directores. Yo creo que la carrera es completamente al revés, porque la expresión máxima , el máximo nivel del periodismo es el reportaje. Es decir: el reportero que sale a la calle, toma directamente sus materiales informativos y los elabora. Entonces, como te digo, yo empecé al revés que todo el mundo, o sea empecé al derecho. Empecé orientando a la opinión pública, escribiendo notas, notas críticas, críticas de cine. Y cada vez que tenía oportunidad me iba a hacer un reportaje. Además, empecé por lo más difícil, que es la crónica roja, la crónica sentimental, los casos de policía. Y así hice mi carrera de reportero, y desde entonces lo que he querido ser siempre es reportero. Desde El Universal, cuando yo consideré que tenía algo con qué presentarme a un periódico más exigente, me fui a Bogotá y me presenté en El Espectador, que era uno de los periódicos de más circulación en Colombia. El periódico era en ese entonces muy liberal, además. Allí hice mi trabajo como reportero, como reportero raso, y no me dejaba ascender. Porque yo consideraba que cuando querían ascenderme de reportero lo que estaban tratando era ascenderme a editorialista. Allí hice muchos trabajos, pero creo que el más interesante que hice, y, además, probablemente el trabajo periodístico más interesante que he hecho en mi vida, está publicado allí. Se llama El relato de un náufrago.

-Ah, sí, lo leí.

-Bueno, la historia de El relato de un náufrago, que está contada por mí mismo en el prólogo. Es decir, la historia de la historia está contada en el prólogo. Si quieres la contamos… Porque la historia de la historia es que durante la dictadura de Rojas Pinilla un destructor de la Armada colombiana que venía de Estados Unidos, donde había estado en reparaciones, donde había quedado reparado… De pronto se supo la noticia: que por mal tiempo en el Caribe había dado un bandazo y un número determinado de marinos, creo que eran seis, había caído al agua y se ahogaron. Esa fue la noticia. Catorce días después apareció uno de los náufragos en las costas de Colombia. Ese tipo había sobrevivido catorce días, en una balsa, sin alimento, sin agua. Inmediatamente que lo rescataron lo agarró la Marina como héroe nacional. Lo encerraron y se encargaron ellos mismos y los periodistas oficiales de hacerle la entrevista. Lo llevaban con la reina de belleza. Anunciaba el reloj. La marca de su reloj le pagaba para que hablara por la televisión sobre cómo había sobrevivido ese reloj, cómo había resistido las inclemencias del mar, de la intemperie, durante catorce días. Como los zapatos que llevaba, que eran unos zapatos de estos tenis. Hubo un momento en que se comió un pedazo y ya estaban tratando de vender zapatos como alimento. Y hablaron de este hombre, le consiguieron dinero por la publicidad, lo condecoraron, le hicieron toda una serie de cosas. Es decir: se lo gastaron como noticia. Llegó un momento en que ya nadie quería oír hablar de este hombre. Ya no valía periodísticamente. Sin embargo, un día se presentó él en la redacción del periódico y le dijo al director que por tres mil pesos colombianos —era una suma interesante, pero que no era nada desproporcionada— él contaba la historia completa. Entonces el jefe de redacción y el director me dijeron: “Mira, hay una cosa, yo no me meto en eso. Eso está muy contado. Además la noticia ha sido totalmente desperdiciada, porque la han contado a pedazos, nada coherente. Entonces, ya nadie quiere oír hablar de eso. Yo creo que no vale la pena gastar los tres mil pesos por esa información”. El marino se fue y cuando iba por la escalera el director corrió y lo alcanzó. El director, un muchacho muy joven: en ese momento no tenía 30 años todavía, lo alcanzó y lo trajo, y le dijo que sí hacía el negocio. Me lo entregó y me dijo: “Tú haz lo que puedas con él”. Entonces yo me hice una pregunta que era fundamental en esto: “Este hombre estuvo catorce días en el mar… ¡Algo tuvo que hacer en estos 14 días. No se puso a dormir ni a mirar el cielo. Algo tuvo que hacer para sobrevivir!”. Empecé a hacerle un interrogatorio muy minucioso tratando de ayudarle a recordar. Él empezó a recordar muy bien desde un día antes que se embarcaran. Y el trabajo era cómo se hace el verdadero trabajo de reportaje y cómo se trabaja el periodismo subdesarrollado, además. Yo tenía que hacer las entrevistas con él en la mañana, y por la tarde tenía que entregar el capítulo al linotipo. De manera que yo no sabía nunca cómo iba a seguir la historia que estaba escribiendo. El muchacho venía al día siguiente por la mañana, y teníamos el material del segundo capítulo, del tercer capítulo, del cuarto capítulo. Yo calculé unos seis capítulos. Cuando llevaba cuatro capítulos se me acercó el director del periódico. No el director, sino el padre del director. El viejo, que era una especie de patriarca, que era el fundador del periódico, me dijo: “Dígame una cosa, don Gabriel. ¿Eso que está usted escribiendo es verdad o es mentira?”. Y le dije: “Es literalmente lo que me está contando ese hombre. Más aún, yo no he figurado como autor de esto”. La primera vez que se supo oficialmente que yo lo había escrito fue cuando se publicó en libro, porque yo hago el prólogo y explico las cosas. El relato está escrito en primera persona y firmado por él, así aparecía. Así aparecía, porque era tal como él me lo había contado. Es decir: yo eliminaba mis preguntas y tomaba solamente sus relatos en primera persona. Entonces, este viejo patriarca me preguntó: “¿Es verdad o es mentira?”. Y le dije: “Es literalmente lo que él me está contando”. Y me dijo: “¿Cuántos capítulos van a ser?”. Y le dije: “Pues van cuatro y faltan dos”. Y me dijo: “Pues, no señor. ¡Esto tiene que durar indefinidamente, porque la circulación del periódico está subiendo a tal velocidad que creo que se va a doblar!”. Lo que yo hice a partir de ese día no fue inflar, sino profundizar más en el interrogatorio. De manera que en lugar de tener bloques de una hora de lo que iba contando, lo reducía. Logré llevarlo a 14 artículos. Cuando se terminó la publicación de los artículos la circulación del periódico estaba doblada. La gente hacía colas —era un vespertino— en la puerta, cuando salía de las oficinas, antes de ir para la casa, para esperar que saliera el periódico. Además, ya el reportaje tenía una inesperada carga política por dentro. Porque en determinado momento, no sé por qué motivo, cuando le dije: “bueno, ¿cuándo fue que la tormenta ocurrió?”, el muchacho me dijo: “Es que no había tormenta”. Le pregunté entonces: ¿en qué consistió el accidente?”. Y él me respondió: “el accidente consistió en que todos traíamos neveras, televisores, radios”. Todos los marinos traían carga de contrabando en el destructor. Y, además, estaba mal estibada. Y lo que sucedió fue que con un bandazo cualquiera se desprendió una carga que estaba mal puesta y por eso cayeron al agua los seis marineros. Y eso lo dijo en los reportajes. Y armó un escándalo que el gobierno de Rojas Pinilla trató de parar la publicación, pero ya le resultaba muy difícil. Entonces hizo lo que se suele hacer en estos casos: decir que todo esto era mentira, que era falso, que, además, el marino no lo había dicho, sino que era una invención mía. El muchacho, además, tuvo el valor de no rectificar, de no hacerme quedar mal, que él lo había dicho y que era cierto.
Entonces se me ocurrió una cosa que creo que es una de las ideas de reportero mejores que he tenido en mi vida, y le pregunté: “si ustedes venían con refrigeradores, neveras, televisores y radios, debían traer cámaras fotográficas también. ¿Quiénes de ustedes tenían cámaras?”. Él me dio la lista. Fuimos a buscarlos, y les compramos sus fotos donde estaban los grupos fotografiados en alta mar, pero detrás de los grupos se veía apelotonadas las cargas de refrigeradores y televisores, con sus marcas y todo eso. El periódico tuvo la idea —como muchas personas se quedaron sin la colección completa— de hacer, el domingo, un suplemento extraordinario con el relato completo, y lo ilustramos con las fotos, ampliándolas, donde se veían todas las marcas de todas las cosas estas. Bueno, quince días después estaba yo en París. Así me fui a Ginebra, enviado de corresponsal del periódico, y estuve de corresponsal por unos meses, hasta que, finalmente, la dictadura de Rojas Pinilla lo cerró, lo clausuró. Entonces yo me quedé tres años en París viviendo como podía. Fueron tres años en que se interrumpió mi carrera como reportero. […]

-Estoy hablando con Gabriel García Márquez y no le he preguntado nada sobre Cien años de soledad y sobre El otoño del patriarca. Vamos a tener que hablar de Cien años de soledad. Creo que no te vas a disgustar por eso.

-Lo que pasa es que yo no la he leído.

-Pero hiciste lo más grande, que fue escribirla.

Te digo, en serio, que no la he leído. Yo de Cien años de soledad he corregido las pruebas y cambié dos palabras. Desde entonces no me he atrevido a leerla más. Entre otras cosas porque me han hablado tanto de ella los lectores, que me parece que no es mi novela, sino una novela que han inventado los lectores. Y no sé exactamente qué pienso de ella, pero, en fin, podemos hablar de ella, por lo menos de lo que recuerdo de ella.

-La idea, sobre todo. A la gente le gusta saber cuándo empezaste a escribirla, qué te motivó, de dónde salen los personajes.

-Fíjate, Cien años de soledad fue la primera novela que yo empecé a escribir cuando tenía… al principio, cuando estaba trabajando en el periódico ese de que estábamos hablando antes. Debía tener 18 años o algo así. Ya había publicado cuentos. Recuerdo que la decisión que tomé era escribir una novela en la cual sucediera todo. Y me senté y tenía una noción bastante clara de cómo debía ser la novela. Y rápidamente me di cuenta, y ahora me alegro porque fue una decisión que revelaba una gran modestia, que no estaba preparado para escribirla, que me faltaba mucha experiencia vital, mucha experiencia literaria, mucho aprendizaje. Y, digamos, mucha cultura literaria y cultura en general. Para escribir a los 18 años una novela en la cual sucediera todo. Entonces me hice proyectos más modestos que fui desarrollando. Escribí una novela: La hojarasca. Escribí El coronel no tiene quien le escriba. Escribí un libro de cuentos que se llama Los funerales de la Mamá Grande. […] Y seguía siempre pendiente de esa novela que yo quería escribir  y que era la novela en que sucediera todo. Lo intenté otra ve recién llegado a México, en 1961. Y me parecía que ya salía mejor, pero no era todavía la concepción que yo tenía del libro. Y entonces me di cuenta, no de lo que me di cuenta la primera vez: que no estaba preparado culturalmente, profesionalmente, sino que la estaba abordando por un lado que no era. A fines de 1964 iba yo hacia Acapulco —con Mercedes y mis dos hijos— y, entonces, como una revelación, encontré exactamente el tono que necesitaba. Y el tono era contarlo como contaba las cosas mi abuela. Porque yo recuerdo que mi abuela contaba las cosas más fantásticas, y lo contaba en un tono tan natural, tan sencillo, que era completamente convincente. Y entonces no llegué a Acapulco. Regresé y me senté a escribir Cien años de soledad. Desde el primer momento me di cuenta que había vencido el gran obstáculo, que era el tono. El tono era exactamente eso: contarlo como lo contaba mi abuela, sin asombrarme yo mismo de las cosas que sucedían. Ver con absoluta naturalidad las cosas más extraordinarias, que es como es la realidad, la realidad en el Caribe. Porque en este continente de la América Latina hay un país que no es de tierra, sino de agua, que es el Caribe. En Colombia tú te encuentras que un hombre de Barranquilla o de Cartagena se parece más a un hombre de Puerto Rico o de Venezuela que a un hombre del interior, de Bogotá. En Venezuela sucede lo mismo: los venezolanos de la costa se parecen más a los cubanos que a los venezolanos del interior. Me di cuenta de que esa realidad del Caribe era la realidad que a mí me había interesado siempre, porque era la realidad. Yo quería escribir una novela donde todo sucediera y ese mundo donde todo sucede es el Caribe. […] No hay un solo episodio de Cien años de soledad, por fantástico, extravagante y raro e inverosímil que parezca que no tenga un origen en la realidad de algo que yo vi, de algo que me sucedió, de algo que me contaron. Y lo que hice fue empezar a sacar de los recuerdos de ese baúl de cosas viejas que es la infancia de un hombre en el Caribe, todas las leyendas, supersticiones. Además, empecé a darme cuenta que la realidad, pues, no es solamente la historia importante ni son los acontecimientos que lo afectan a uno realmente, sino es también la subjetividad, son también las supersticiones, son los miedos, son las creencias, las alegrías, todas esas cosas. Y el libro fue saliendo con absoluta naturalidad que no me costó absolutamente ningún trabajo escribirlo.

-¿En qué lapso lo escribiste? 

-Lo escribí en dos años… en 18 meses. Sólo que tuve problemas en el camino porque yo no tenía dinero para escribirlo. Ese es un libro que la única manera de escribirlo es como lo escribí: me encerré en el cuarto y salí dos años después con el libro. Ahora, eso presentaba un problema logístico muy serio. En realidad, nosotros vivíamos de lo que yo trabajaba. No podíamos parar dos años. Yo nunca había recibido un centavo por mis libros. Los libros no se vendías. Se vendían 700 ejemplares, 500 ejemplares. Inclusive, yo sabía a quién. Conocía el nombre de los clientes: fulano, zutano, por orden alfabético. Entonces, nada, nos pusimos de acuerdo Mercedes y yo. Dije: “Hagamos una cosa, tú te haces cargo de la casa por dos años, y te prometo que yo me hago cargo por el resto de la vida”. Teníamos un automóvil y lo empeñé. Estuvo empeñado casi todo el tiempo. Además, eso generaba otro problema: era que cada cierto tiempo había que pagar los intereses el préstamos de automóvil. Pero, en fin, así nos íbamos defendiendo de muchas maneras. Y salió el libro. Ahora, lo que es extraño y lo que sí no he tenido nada que ver jamás es con el éxito del libro: tiene algo mágico. Y digo algo mágico no en términos metafísicos, sino en que hay algo todavía que no me puedo explicar racionalmente. Indudablemente, el libro lleva más de tres millones de ejemplares en castellano, está traducido a 21 idiomas. Solamente aquí, en Cuba, debieron de hacer 120 mil, una cosa así. Y si no se vende más, si no circula más, es porque no ha habido más papel para editar más. Pero por la gente que yo trato, por la gente que conozco, me doy cuenta de que se pudiera seguir vendiendo indefinidamente. Es un libro que ha tenido, además, una cosa extraordinaria que no le sucede a otros libros, y es que ha pasado de una generación a otra. Es un libro que le gustó a una generación y le gustó también a otra generación, y eso le asegura a un libro una larguísima vida. Pero lo que yo no entiendo, además, me doy cuenta objetivamente, es que es un libro que lo han vendido mis lectores. Es un libro que se ha vendido con muy poca publicidad. Lo que pasa es que el que lo lee quiere hablar de él y quiere que sus amigos lo lean para poder hablar del libro. O lo presta y el libro circula de mano en mano.

-¿Ocurre igual con El otoño del patriarca?

Con El otoño del patriarca no ocurre lo mismo, porque es otra clase de libro. Además, yo sabía que no sería así. El otoño del patriarca es una especie de lujo que me di yo. Tenía muchos deseos de escribir una novela que fuera un trabajo puramente poético. Entonces lo trabajé así, consciente de que no estaba haciendo un libro e gran venta, sino un libro para gente de cierto entrenamiento literario. Y el libro, por supuesto, ha ido muy bien, pero no con esta acogida de Cien años de soledad… Es un libro que requiere cierto esfuerzo: que exige del lector cierto esfuerzo, y hay algunos que están dispuestos a hacerlo, y otros que no están dispuestos a hacerlo. Ahora, yo creo que, de todas maneras, el libro será más fácil a medida que pase el tiempo. Ahora parece muy hermético y no lo es. Y es un problema del nivel cultural de las masas. Yo encuentro que aquí en Cuba ofrece menos dificultades que en el resto de América Latina. Aquí tienen más paciencia para leerlo o tienen otro sistema de aproximación. Probablemente tienen menos material de lectura a la mano, es decir: aquí, según datos que tengo yo, el 17 por ciento del tiempo libre lo emplean los cubanos en lecturas. Tú sabes que es una cifra espectacular en el mundo. Es decir, en América Latina no llega a la unidad: es 0.3, 0.5 de la ocupación del tiempo libre en lectura. […] Aquí están, realmente, invirtiendo mucho tiempo en lectura, y además, más gente: son ocho millones de personas que leen.

-La otra cosa que seguramente a ti te llamó la atención es que, a partir de Cien años de soledad, no solamente el libro en sí se sigue vendiendo, como bien tú nos explicabas, sino que afloraron de nuevo una serie de cuentos que la gente no había leído o que había dejado pasar, simplemente, más toda una serie de trabajos periodísticos tuyos, etcétera, entonces ya se despertó toda esa inquietud, esa emoción.

-Tú sabes que yo creo que mi mejor libro es El Coronel no tiene quien le escriba. Y yo digo que es una especie de desdicha que yo tuviera que escribir Cien años de soledad para que la gente leyera El Coronel no tiene quien le escriba. Lo que sucede es que Cien años de soledad abrió una brecha y todos los libros anteriores, que ni siquiera se reimprimían, empezaron a ser solicitados. Generalmente, el lector de Cien años de soledad se interesa inmediatamente por los otros libros. El fenómeno no es completamente justo porque mi obra es una obra progresiva, es decir: mi aprendizaje se nota de un libro a otro. Todo el proceso en el cual yo aprendí a escribir está en mis libros. A media en que he ido escribiendo he aprendido. El orden en que los libros fueron escritos tiene una cierta importancia en el conocimiento de mi obra. Lo que pasa es que me han conocido al revés,  y no sé si se ilusionen o si se desilusionen o si se confirmen las esperanzas. Es como leer un libro de atrás para adelante. He tenido de que a mí me suceda en vida lo que a la generalidad de los escritores les sucede muertos. Eso tiene sus ventajas y sus desventajas. Su ventaja es la satisfacción que nos produce el poder conversar con la gente de esto, y la desventaja es lo que digo yo: que a la carne no la pesan sin hueso. Es muy bonito decir yo quiero sólo carne… no, no, te ponen el hueso también, y entonces eso trae sus problemas, porque llega un momento en que ya la fama se convierte en tu trabajo, es decir: ya tu empleo es el de ser famoso. Tú tienes que estar atendiendo esa imagen. Y, después, yo tengo una gran gratitud de mis lectores: soy gran amigo de los periodistas, nunca les digo que no. Se me va la vida en ver a gente que a veces no quiere nada, simplemente desea hablar. Entonces esto te quita mucho tiempo, se te convierte en un oficio. De todas maneras, primero: he aprendido a llevar bien esto. La gente tiene la impresión de que soy… en fin, de que hay cierta modestia y yo contesto de una forma natural, donde siempre hay algo de verdad. Digo que tengo tanta fama que no necesito para nada la vanidad. Puedo darme el gusto de ser totalmente natural. Pero tengo tanta fama que llegó un momento en que tuve que plantearme seriamente: bueno… qué hago yo con esta fama, en qué forma utilizarla… qué debo hacer para darle una función útil a esta cosa de que me conocen en la calle, de que las cosas que digo tienen cierta importancia, de que a la gente que yo conozco le gusta conversar conmigo. Y creo haber encontrado la solución correcta, es decir, poner esa fama al servicio de la revolución en América Latina. Es decir: que si lo que yo digo tiene cierta importancia, voy a decir cosas políticas. Voy a poner esa fama al servicio de la liberación de los países en América Latina. Y entonces eso es lo que estoy haciendo: estoy haciendo un trabajo político, y te digo con toda honestidad: creo que no tengo ni vocación ni formación, pero me he esforzado, porque creo que es el deber de todo latinoamericano, mucho más de un latinoamericano conocido, un latinoamericano con audiencia, como es mi caso. Es mi deber poner todo al servicio de lo que es la revolución en América Latina, y, concretamente, al servicio de la defensa de la Revolución cubana, que es en estos momentos uno de los deberes primordiales de todo revolucionario latinoamericano.

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