Secciones

Más en The Clinic

The Clinic Newsletters
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Mundo

10 de Abril de 2018

Reportaje: Ella dejó Harvard, a él se le permitió quedarse

¿Acaso el manejo de la universidad ante una denuncia de acoso sexual, evitó que otras mujeres presenten denuncias durante décadas?

Por

Terry Karl perdió la cuenta de las veces que él trató de besarla. En la oficina de él, en la de ella, en un hotel durante una conferencia. Recuerda la noche cuando, sentados en el auto de Terry, él le confió que lo nombrarían director de su departamento, y tendría a su cargo la evaluación del libro que ella estaba escribiendo. Era lamentable, le dijo, que él tuviera que decidir la suerte de personas que le agradaban. Puso su mano sobre el muslo de Terry, debajo de su falda, y se inclinó para besarla.

Esto ocurría el 5 de noviembre de 1981. Terry había llegado a la Universidad de Harvard menos de un año atrás. Ella era asistente de la cátedra de estudios sobre gobierno, en tanto Jorge Domínguez era su colega de rango superior. Él era profesor titular; ella no. Domínguez estaba a punto de ser nombrado director de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA); ella estudiaba esa región. Él pertenecía a juntas editoriales en prestigiosas publicaciones como American Political Science Review y Social Science Quarterly. Él ya se había forjado una reputación en su campo, mientras que ella todavía estaba en proceso de establecerse. Él podía serle útil — o no.

Durante dos años, según Terry, Domínguez hizo numerosas insinuaciones de carácter sexual, haciendo caso omiso de sus invocaciones tanto verbales como escritas para que la deje en paz. Eventualmente, la situación la llevó a presentar una denuncia, y la universidad halló a Domínguez culpable de una “falta grave”. Domínguez fue relevado de sus funciones administrativas durante un plazo de tres años, y se le indicó que cualquier infracción futura acarrearía su destitución. Terry consideró que el castigo impuesto a Domínguez equivalía a un simple regaño. Por su parte, ella decidió que no podía permanecer en la misma universidad que Domínguez considerando lo que éste había hecho, y lo que ella temía que podría hacer aún.

Ella se fue. Él se quedó.

Aunque no se hicieron públicos muchos detalles del caso, la amonestación a Domínguez fue dada a conocer por The Harvard Crimson y The Boston Globe. El propio Domínguez se rehusó durante mucho tiempo a comentar el asunto, citando un acuerdo firmado con Terry (aunque en una entrevista reciente con The Chronicle, dijo haber “tratado de observar una conducta honorable en todas mis relaciones”). Debido a que los detalles iniciales del asunto resultaban vagos, tanto en la universidad como fuera de ella se difundieron comentarios de que se había tratado de un romance que se había estropeado, o quizá de un malentendido. En realidad, la historia de la conducta de Domínguez, tal como queda documentada en las numerosas cartas, memorandos legales y anotaciones que Terry guardó en una caja en un rincón de su garaje durante años, resulta más inquietante que esos rumores. Estos documentos también arrojan luz sobre el manejo de este caso por parte de la administración de Harvard University, revelan el mensaje que ello significó para otras mujeres en la universidad, y muestran la percepción entonces vigente sobre el todavía nuevo concepto de acoso sexual, casi una década antes que Anita Hill lo convirtiese en tema de conversación a nivel nacional.

La salida de Terry de Harvard estuvo a punto de arruinar su prometedora carrera académica. Ella consideraba que ya había perdido valioso tiempo presentando denuncias en lugar de terminar de escribir su libro. Mientras buscaba trabajo en otras universidades, tuvo que lidiar con rumores sobre el escándalo. Finalmente, Terry aceptó una oferta de la Universidad de Stanford, obtuvo allí el puesto de profesora titular, y terminó de escribir su libro. Aunque en el transcurso de estos años Terry ha dado charlas sobre acoso sexual, hizo todo lo posible para dejar el desagradable episodio en Harvard en el pasado.

Fue entonces cuando recibió, en noviembre del año pasado, un correo electrónico de una mujer a quien no conocía. Nienke Grossman tenía su propia historia con Domínguez, al igual que otra mujer, Suzanna Challen. “Oh, Dios mío”, recuerda haber pensado Terry, “sabía que él iba a continuar haciéndolo”.

Nunca hubo muchas dudas de que Terry Karl se dedicaría a la vida académica. Tanto su padre como su madre eran profesores de medicina, y ella creció en un hogar lleno de libros y en una familia en la cual las universidades y la educación se tenían en alta estima. Para su bachillerato en la Universidad de Stanford a fines de la década de 1960, Terry escribió su tesis sobre el poeta Rainer Maria Rilke. De no ser por la Guerra de Vietnam y su oposición a ésta, Terry pudo haberse convertido en profesora de literatura; en lugar de ello, obtuvo su doctorado en ciencias políticas. La política le pareció más apremiante que la poesía.

Quienes la conocieron durante sus años de bachillerato se asombraban ante su energía, y la calificaban como una estrella. “Tenía un espíritu indomable”, dice Robert Keohane, profesor de asuntos internacionales en la Universidad de Princeton y miembro del comité que calificó su disertación en Stanford. De modo que sus mentores no se sorprendieron cuando derrotó a otros prometedores académicos y obtuvo un codiciado puesto en Harvard.

Cuando llegó a la universidad en la primavera boreal de 1981, se le asignó inmediatamente a trabajar con Jorge Domínguez, el académico principal sobre América Latina en el departamento de estudios sobre gobierno. Un decano le dijo que era muy afortunada de trabajar con él. Domínguez fue genuinamente servicial cuando Terry se instaló en una universidad donde no conocía a nadie. Encontró un departamento para ella. La llevaba a almorzar. Se presentaba de improviso en su oficina para ver qué necesitaba. Era amistoso y presto a ayudar.

La primera vez que Terry tuvo dudas sobre la conducta de Domínguez fue cuando éste la criticó por usar un traje de chaqueta y pantalón en la oficina. Ella debía usar faldas, le dijo Domínguez, para evitar que la gente piense que estaba asociada con el Centro para Estudios Europeos, que según él tenía tendencias izquierdistas. Era un comentario extraño, pero ella le restó importancia. Supuso que sus intenciones eran buenas.

El primer semestre de Terry en Harvard marchó bien. Ella recuerda que las evaluaciones de su curso fueron excelentes. Un día de ese verano boreal, Domínguez se presentó en su oficina, la envolvió en un abrazo y trató de besarla. Ella se apartó, aunque no le hizo un drama al respecto. No quería ofenderlo. Antes de salir de la oficina, Domínguez le ofreció una sugerencia: No dediques mucho tiempo a los estudiantes, le dijo, porque Harvard no premia la enseñanza.

Terry mencionó a algunos amigos el asunto del abrazo y el beso, pero no lo denunció a la administración de la universidad. Esperaba que se tratase de un desliz.

Ese otoño boreal, Harvard organizó una cena que incluía como invitado a Rafael Caldera, ex-Presidente de Venezuela. Terry había realizado investigaciones en Venezuela, y había llegado a conocer a Caldera. Cuando ella llegó a la cena, Domínguez la saludó y, volviéndose a Caldera, le dijo: “Conoce a Terry. Ella es mi esclava”.

Terry no supo cómo responder. Parecía evidente que Domínguez trataba de socavar su respetabilidad ante una persona clave para su trabajo. (Según Terry, Caldera le aconsejó luego, en privado, que se alejase de Domínguez).

Esa noche, como lo hacía con frecuencia, Domínguez le pidió que le llevase a su casa. Ella había llegado a sentir aversión hacia ese tipo de pedidos, pero era difícil negarse a ellos. En el auto, Terry le increpó por su comentario ante el visitante. Domínguez le respondió que le sorprendía que ella se mostrarse ofendida. Fue allí cuando la besó y deslizó su mano por debajo de la falda, diciéndole que él sería el próximo director del departamento, decidiría sobre su ascenso, y criticaría su libro. Terry quedó pasmada. Nunca había escuchado el término “acoso sexual”, pero sabía lo que estaba ocurriendo. “Sentí como si alguien me pidiera favores sexuales a cambio de una buena calificación”, dice.

Cuando llegó a la universidad en la primavera boreal de 1981, se le asignó inmediatamente a trabajar con Jorge Domínguez, el académico principal sobre América Latina en el departamento de estudios sobre gobierno. Un decano le dijo que era muy afortunada de trabajar con él. Domínguez fue genuinamente servicial cuando Terry se instaló en una universidad donde no conocía a nadie. Encontró un departamento para ella. La llevaba a almorzar. Se presentaba de improviso en su oficina para ver qué necesitaba. Era amistoso y presto a ayudar.

La primera vez que Terry tuvo dudas sobre la conducta de Domínguez fue cuando éste la criticó por usar un traje de chaqueta y pantalón en la oficina. Ella debía usar faldas, le dijo Domínguez, para evitar que la gente piense que estaba asociada con el Centro para Estudios Europeos, que según él tenía tendencias izquierdistas. Era un comentario extraño, pero ella le restó importancia. Supuso que sus intenciones eran buenas.

El primer semestre de Terry en Harvard marchó bien. Ella recuerda que las evaluaciones de su curso fueron excelentes. Un día de ese verano boreal, Domínguez se presentó en su oficina, la envolvió en un abrazo y trató de besarla. Ella se apartó, aunque no le hizo un drama al respecto. No quería ofenderlo. Antes de salir de la oficina, Domínguez le ofreció una sugerencia: No dediques mucho tiempo a los estudiantes, le dijo, porque Harvard no premia la enseñanza.

Terry mencionó a algunos amigos el asunto del abrazo y el beso, pero no lo denunció a la administración de la universidad. Esperaba que se tratase de un desliz.

Ese otoño boreal, Harvard organizó una cena que incluía como invitado a Rafael Caldera, ex-Presidente de Venezuela. Terry había realizado investigaciones en Venezuela, y había llegado a conocer a Caldera. Cuando ella llegó a la cena, Domínguez la saludó y, volviéndose a Caldera, le dijo: “Conoce a Terry. Ella es mi esclava”.

Terry no supo cómo responder. Parecía evidente que Domínguez trataba de socavar su respetabilidad ante una persona clave para su trabajo. (Según Terry, Caldera le aconsejó luego, en privado, que se alejase de Domínguez).

Esa noche, como lo hacía con frecuencia, Domínguez le pidió que le llevase a su casa. Ella había llegado a sentir aversión hacia ese tipo de pedidos, pero era difícil negarse a ellos. En el auto, Terry le increpó por su comentario ante el visitante. Domínguez le respondió que le sorprendía que ella se mostrarse ofendida. Fue allí cuando la besó y deslizó su mano por debajo de la falda, diciéndole que él sería el próximo director del departamento, decidiría sobre su ascenso, y criticaría su libro. Terry quedó pasmada. Nunca había escuchado el término “acoso sexual”, pero sabía lo que estaba ocurriendo. “Sentí como si alguien me pidiera favores sexuales a cambio de una buena calificación”, dice.

Ella empujó la mano de Domínguez. Luego lo dejó en su casa.

La siguiente primavera boreal, Terry asistió a la reunión anual de la Asociación de Estudios Latinoamericanos en Washington, D.C. Domínguez acababa de ser nombrado presidente de la asociación, y le dijo que planeaba celebrar recepciones en la suite que tenía en el hotel. Le pidió que acudiera para conocer a estudiosos de temas de América Latina en otras universidades. Una oportunidad para conocer gente y relacionarse.

Terry fue una noche a la suite del hotel —era enorme, recuerda— pero no había ningún otro invitado. Él la invitó a sentarse a su lado. Ella declinó. Él le dijo que necesitaba un abrazo (“Él siempre necesitaba un abrazo”, dice Terry). Él trató de besarla y sugirió que se quedase a pasar la noche con él. Nuevamente, Terry quedó pasmada. Ella no reciprocó su beso. Terry insiste en que nunca reciprocó sus besos. Cuando se liberó del abrazo, se escabulló de la suite de una manera apresurada e incómoda.

Más tarde, se reprocharía por su ingenuidad, por no reconocer lo que, en retrospectiva, resultaba un obvio engaño. También se decía a sí misma que podía manejarlo. “Uno trata de minimizarlo”, dice. “Bueno, acaba de ocurrir esto en el hotel, entonces iré a almorzar con él y le diré: ‘Nunca más hagas eso’, y todo va a estar bien. Te lo repites una y otra vez: ‘Todo va a estar bien’”.

Terry sí tuvo ese almuerzo con Domínguez. Y trató de explicarle que, aunque lo apreciaba como colega, no quería mantener con él una relación sexual. Quizá esta vez, pensó Terry, lograría que él entendiese el mensaje.

A partir de ese momento, Terry hizo todo lo posible para evitarlo, pero pronto volvieron a encontrarse en un evento en Harvard. Domínguez le dijo que necesitaba hablarle sobre una alumna de posgrado. Terry no se sintió segura de estar en una habitación a solas con él, así que le sugirió que conversasen mientras caminaban al salir del evento. Esa tarde, mientras atravesaban una zona arbolada de la universidad, Domínguez le dirigió una expresión “hostil y peculiar”, según ella la describiría posteriormente en una carta al decano.

“Éste sería un buen lugar para una violación”, le dijo Domínguez.

“No hay tal cosa como un buen lugar para una violación”, le replicó Terry.

Teniendo en cuenta el comportamiento anterior de Domínguez, Terry consideró su comentario como una amenaza. “En ese momento, llegué a temer por mi integridad física respecto a él”, escribiría luego al describir el incidente en una denuncia presentada ante la Comisión para Igualdad de Oportunidades en el Empleo (EEOC, por sus siglas en inglés). Estaba decidida a no volver a estar jamás a solas con él.

Terry recuerda la expresión de conmoción en el rostro de Sidney Verba cuando le contó sobre el comportamiento de Domínguez durante la cena a la que asistió Caldera. El comentario sobre ella como su esclava, el manoseo en el auto. Terry acudió a Verba, decano asociado para estudiantes de bachillerato, luego que algunos de sus amigos le alentaron a involucrar en el asunto a la administración de Harvard. Ella esperaba que Verba sería un aliado. Éste había sido jefe del departamento de estudios sobre gobierno cuando ella fue contratada, y ella creía que él trataba de incorporar a más mujeres en el departamento. Verba le dijo que le creía, pero que temía que otros no lo hicieran. Domínguez tenía la reputación de ser un honorable hombre de familia y un buen profesor. Fue entonces cuando advirtió, como lo expresó después, estar “en verdaderas dificultades”.

Terry considera que el estrés causado por el acoso de Domínguez estaba minando su ya frágil salud. En diciembre de 1982, presentaba hernias discales en su espalda baja, y tenía que ser operada. Unos cinco días antes de la operación, estaba tan adolorida que ya no podía sentarse para escribir a máquina, y debía reclinarse en su silla en la oficina. Estaba tendida en esa silla, dictando cartas de recomendación a su secretaria, cuando Domínguez entró a la oficina. Cuando su secretaria los dejó a solas, cuenta Terry, Domínguez tocó sus muslos y trató de besarla. Terry le dijo que se fuera.

Cuando su secretaria regresó, encontró a Terry temblando. Un incidente casi idéntico tuvo lugar después de la cirugía. Mientras Terry se recuperaba en su casa, Domínguez se presentó con un ramo de flores. Cuando la amiga que la acompañaba salió de la habitación, Terry dice que Domínguez trató de tomarla de la mano y besarla. También le recordó que él era el candidato favorito para convertirse en el nuevo director de su departamento.

Terry buscó consejo fuera de Harvard. Eventualmente, contactó a Mary Rowe, quien ocupaba el cargo de Defensora (Ombudsperson) en el Massachusetts Institute of Technology. El MIT se encontraba a la vanguardia de otras instituciones académicas en la lucha contra el acoso sexual, y era una de las primeras instituciones en utilizar el término. En enero de 1983, Terry dirigió una carta a Domínguez, la cual compartió con la administración de Harvard. En la carta, Terry detallaba el comportamiento de Domínguez y explicaba cómo ella lo interpretaba: “Usted se refirió a mi ascenso, mi libro y mi carrera al mismo tiempo que trataba de besarme y abrazarme, situación que sólo me hizo sentir amenazada y ansiosa”, escribió. “Dado que usted es mi colega de mayor rango, así como mi supervisor directo en muchos sentidos, la inclusión de un carácter sexual en nuestra relación resultaba intimidante”.

Días después, Domínguez le respondió con otra carta: “Estoy profundamente consternado por haberle podido causar sufrimiento o ansiedad en algún momento, especialmente ahora”. Domínguez insinuó que su recuerdo de los eventos difería del de Terry, señalando que él tenía “mi propia versión del mismo recorrido”. Sin embargo, no negó haber tratado de besarla o abrazarla, ni referirse a ella como su esclava. Para Terry, una frase de la carta de Domínguez parecía ser una admisión de culpa: “A partir de este momento”, escribió Domínguez, “la saludaré con un simple apretón de manos”.

Según Terry, Domínguez no cumplió esa promesa. En abril de ese año, ella aceptó llevarlo en su auto a casa al término de una conferencia en Harvard, y se vio una vez más en la necesidad de defenderse del contacto físico no deseado — Terry cuenta que, en esta ocasión, Domínguez le puso la mano en la rodilla. Terry se esforzó por evitarlo en la universidad. En una carta enviada por Domínguez a Terry en abril, de las muchas que le escribió, decía: “He llamado un par de veces para conversar pero parece que no te encuentro”. Ella se alejó de la oficina, y no respondía a sus cartas.

A inicios de la década de 1980, el acoso sexual era todavía un concepto relativamente nuevo. Un tribunal federal reconoció por primera vez esta figura como una forma de discriminación en la educación en un caso presentado en 1977, y en 1980, el año anterior a la llegada de Terry a Harvard, la Comisión para la Igualdad de Oportunidades en el Empleo estableció criterios para definirlo. Al momento en que Terry presentó su denuncia, Harvard parecía haber amonestado sólo a otros dos profesores por acoso sexual — el poeta Derek Walcott en 1982, y otro profesor del departamento de estudios sobre gobierno, Martin L. Kilson, en 1979. Una estudiante de bachillerato había acusado a Walcott de darle una calificación baja (C) en su clase luego que ella rechazó sus insinuaciones, mientras que la administración de Harvard hizo que Kilson escriba una carta pidiendo disculpas a una estudiante de bachillerato quien afirmaba que aquél había tratado de besarla. (En 1985, otro profesor del departamento de estudios sobre gobierno, Douglas Hibbs, presentó su renuncia a Harvard luego que una estudiante de MIT matriculada en un seminario conjunto formulase una denuncia por acoso sexual. En esa oportunidad, el diario The New York Times dijo que se trataba de “la primera vez en los 348 años de historia de la universidad que un profesor había dejado la cátedra luego de plantearse acusaciones de infracciones de carácter sexual”).

Sin duda motivado en parte por esos episodios, Henry Rosovsky, decano de la facultad de artes y ciencias en Harvard, dirigió una carta a los profesores en abril de 1983, explicando algunas discusiones sobre acoso sexual sostenidas por el consejo de la facultad. Rosovsky les advertía no enviar mensajes involuntariamente denigrantes hacia las mujeres en sus clases, por ejemplo, al proyectar imágenes de mujeres desnudas “como broma o travesura”, o recurriendo deliberadamente a las mujeres en la clase para que respondan a preguntas sobre el matrimonio o la familia. Rosovsky abordaba también en su misiva las relaciones entre catedráticos y estudiantes, y explicaba las opciones a disposición de estos últimos para presentar denuncias por acoso sexual: “Las relaciones románticas que podrían ser apropiadas en otras circunstancias, son siempre indebidas cuando se dan entre un profesor o funcionario de la universidad y algún estudiante ante quien el primero tiene una responsabilidad profesional”, decía la nota.

La carta no abordaba el acoso de miembros de la facultad hacia sus pares. Y aunque sí se refería a “procedimientos formales” para que los estudiantes denuncien el acoso, no había mención a opciones disponibles para un miembro de la facultad. Terry suponía haber presentado una denuncia al informar repetidamente a sus superiores. “Pensé que todo el tiempo había estado informando a la universidad”, dice.

Fue entonces que Terry dio un paso importante. Contrató a un abogado y presentó una denuncia ante la EEOC. También escribió una carta al decano Rosovsky, describiendo el comportamiento de Domínguez como “errático” y como “una expresión de profunda hostilidad”. Pidió a la universidad crear una política y procedimientos que ofrecieran a las mujeres más protección cuando éstas presentasen sus denuncias. En julio de ese año, Terry escribió otra carta a Rosovsky donde indicaba su preocupación por la “ausencia de procedimientos claros y de comprobada eficacia”. Dice que nunca se le informó sobre cuáles eran sus derechos, ni le aseguraron que estaría protegida contra represalias.

La razón para el interés de Terry acerca de esos procedimientos residía en que ella sabía que no era la única persona que había presentado quejas contra Domínguez. Sylvia Maxfield, estudiante de postgrado en su mismo departamento, había presentado una denuncia alegando que Domínguez había hecho comentarios sobre su apariencia que la hicieron sentir incómoda (tras realizar una investigación, la universidad descubrió que Domínguez se había “comportado indebidamente” hacia Maxfield). Adicionalmente, una estudiante de bachillerato le había contado a Terry que Domínguez la había abordado físicamente durante una reunión en su oficina. (Esa ex-estudiante confirmó este relato en una entrevista reciente, pero pidió permanecer anónima).

Otra profesora recién llegada al departamento, Ethel Klein, también tuvo un encuentro perturbador con Domínguez. Ethel contó que, con la excusa de consolarla, Domínguez la había abrazado y había presionado su entrepierna contra el cuerpo de ella. “Vino a anunciarme que no había sido ascendida y, mientras me abrazaba, sentí su erección”, explica Ethel, quien dejó Harvard y fue a la Universidad de Columbia, y ahora trabaja como estratega de campañas. Ethel llamó a Terry inmediatamente después de su encuentro con Domínguez. “Ella estaba terriblemente asqueada y conmocionada”, recuerda Terry. Ethel se quejó ante un funcionario de administración en Harvard, y le contó sobre el abrazo y la erección. Éste le dijo, según Ethel, que Domínguez “se emociona cuando tiene que comunicar malas noticias a alguien a quien aprecia”.

En una entrevista reciente, Domínguez dijo que nunca había escuchado el relato de Ethel. “Seguramente la abracé, porque estaba tratando de consolarla”, dijo, pero añadió que estaría “horrorizado si hubiera ocurrido algo como lo descrito”.

A fines de julio de 1983, Terry y Domínguez firmaron un acuerdo, el cual ella esperaba le brindaría cierto grado de protección. Domínguez prometía “conducirse en el futuro y en todo momento de manera respetuosa” hacia Terry. En agosto, Rosovsky escribió una carta a Terry indicando que las “repetidas insinuaciones sexuales y otras acciones denigrantes” por parte de Domínguez constituían un “grave abuso de autoridad — por el cual él es plenamente responsable”. Junto con relevarlo temporalmente de sus funciones administrativas, también se prohibió a Domínguez criticar el trabajo de Terry o tomar parte en discusiones sobre su ascenso. En cuanto a ella, recibió tres semestres de licencia remunerada, y el cálculo del plazo para ser nombrada profesora titular quedó suspendido durante dos años. Adicionalmente, Rosovsky dijo que los funcionarios de administración de la universidad hablarían más sobre procedimientos a seguir en casos de acoso sexual, y que el consejo de facultad abordaría el tema.

En lo que respectaba a Harvard, el tema quedaba zanjado. “Ansío cerrar este desafortunado episodio”, escribió Rosovsky a Terry, “y sé que usted también”.

Pero el caso aún no estaba cerrado. Terry seguía escuchando inquietantes rumores sobre su reputación. En octubre de ese año, Domínguez se reunió con varios estudiantes de postgrado, incluyendo a Philip Oxhorn, quien ahora es profesor de ciencias políticas en la Universidad McGill. Oxhorn recuerda que Domínguez dijo a los estudiantes que lo ocurrido había sido “un romance que se estropeó, y que él era una víctima tanto como Terry, o quizá más”. Otra estudiante de postgrado presente en la reunión, Cynthia Sanborn, quien ahora es vice-rectora de investigaciones en la Universidad del Pacífico, en el Perú, describió luego en una carta dirigida a Rosovsky: “[Domínguez] claramente insinuó que en este caso de asedio contra la nueva profesora, se trataba en realidad de un ‘malentendido’, y que si se le permitiese contar su versión de la historia, veríamos el asunto de otra manera”.

Ese mismo mes, Domínguez escribió una carta a los mismos estudiantes de postgrado, expresando su esperanza de que continuarían trabajando con él, a pesar de las noticias sobre el incidente de acoso. “Aunque quisiera, no puedo borrar parte del pasado”, escribió Domínguez.

Por su parte, Terry no quería tener trato alguno con Domínguez, pero parecía no poder alejarse de él. Aún asistían a reuniones en el mismo departamento en Harvard. Ella todavía lo veía todo el tiempo en la universidad. “Él era omnipresente”, dice Terry. En diciembre, el abogado de Terry escribió una carta a Rosovsky indicando que su cliente no estaba realmente aislada de Domínguez. Rosovsky respondió a la carta, diciendo que no consideraba justificadas sanciones adicionales contra Domínguez. “No teníamos la intención específica de recluir a Domínguez”, escribió Rosovsky.

Terry llevó su caso ante Derek Bok, Presidente de la universidad, reuniéndose con él durante una hora. En enero de 1984, Bok dirigió una carta a los padres de Terry, quienes lo habían contactado, preocupados por la manera en que su hija había sido tratada. “Resulta profundamente vergonzoso para mí en lo personal que este tipo de hechos se hayan producido en Harvard, y que un miembro titular de nuestra facultad se haya comportado de esta manera”, escribió Bok. Respondiendo a un reciente pedido de comentar sobre el asunto, Bok indicó que aunque el entendimiento del acoso sexual ha evolucionado significativamente desde entonces, sería incorrecto aseverar que Harvard era absolutamente insensible al tema en la década de 1980.

Bok puede haberse disculpado, pero los intentos de Harvard para lidiar con el problema resultaron inadecuados, incluso risibles, según Terry. Dos profesores varones fueron nombrados “consejeros sobre conducta profesional” en el departamento de estudios sobre gobierno, a cargo de atender futuras denuncias de acoso sexual. El jefe del departamento, John Montgomery, escribió en una carta que hubiera preferido designar a mujeres para cumplir estas funciones pero todas las catedráticas estaban “de licencia o tenían demasiados compromisos”. Un profesor colega de Terry en el departamento de estudios sobre gobierno sugirió que, si se sentía incómoda asistiendo a reuniones con Domínguez, podían asignársele guardias para escoltarla dentro de la universidad — idea que Terry descartó por considerarla ridícula.

El caso tuvo resonancia a través del medio académico, y algunos colegas se sumaron a la defensa de Terry: en febrero de 1984, una docena de investigadores en temas latinoamericanos de diversas universidades dirigieron cartas a Bok y Rosovsky sobre el caso, afirmando que no recomendarían que ninguno de sus estudiantes asistan a Harvard hasta que no exista una “absoluta seguridad de que no estarán expuestos a un indebido riesgo de acoso”. En respuesta a la misiva de los académicos, Rosovsky escribió que su carta “muestra un grado de arrogancia moral que resulta inusual, incluso dentro de los lamentables estándares de la profesión académica. Se pretende tener un conocimiento detallado y objetivo, que ciertamente no poseen, acerca de lo que aquí ocurrió”. Contactado recientemente, Rosovsky declinó discutir casos individuales de acoso sexual, aunque dijo que “hoy el asunto podría ser tratado mejor”.

Al mismo tiempo, los estudiantes en Harvard venían presionando para establecer mejores procedimientos respecto a casos de acoso sexual. Una encuesta publicada en 1984 sobre el tema entre mujeres de la universidad, mostraba cuán difundido era el fenómeno: 49 por ciento de las profesoras no titulares, 41 por ciento de las estudiantes de postgrado, y 34 por ciento de las estudiantes de bachillerato, declaraban haber sufrido acoso. Ese año, el consejo de facultad consideró la creación de una oficina central para atender las denuncias de acoso sexual, pero la propuesta se abandonó en mayo de 1984, según una nota publicada en The Harvard Crimson. En lugar de ello, la universidad organizó sesiones de capacitación para que más funcionarios pudieran atender denuncias, y se creó un comité para educar a la comunidad universitaria sobre acoso sexual.

(Harvard cuenta ahora con una oficina central, establecida en 2013, del Título IX para atender denuncias provenientes de toda la universidad, y mantiene coordinadores del Título IX en las facultades individuales. La universidad también tiene una Oficina de Agresión Sexual y Prevención, enfocada en acciones de incidencia en favor de las víctimas).

Terry empezó a sentir que, pese a reconocer que su denuncia era justificada, Harvard realmente no estaba asumiendo con seriedad el tema del acoso sexual. También creía que Domínguez aún representaba una amenaza para ella, y las muestras de preocupación que recibía de manera privada no servían para remediar la situación. En enero de 1984, sin saber aún que en dos años iniciaría una larga carrera en Stanford, Terry se sentó ante su máquina de escribir para empezar a escribir su diario. “No soporto más esta situación”, escribió. “Está arruinando todo lo que implica ser una catedrática, una estudiosa de América Latina, y es evidente que tengo que irme de Harvard”.

Una tarde de viernes, durante el otoño boreal de 1998, Nienke Grossman, estudiante de último año en Harvard, acudió a la oficina de Jorge Domínguez para sostener una reunión con él. Nienke había faltado a una clase debido a un feriado del calendario judío, de modo que Domínguez le pidió ir a su oficina para discutir las lecturas de esa clase. Nienke era estudiante de la especialidad de estudios sobre gobierno y anteriormente había asistido a las clases de Domínguez sobre Cuba. Estuvo encantada con las clases y le preguntó si podía inscribirse en el seminario que dictaba ese otoño boreal para estudiantes de postgrado, pues estaba considerando seguir el doctorado. Domínguez había accedido a su pedido.

Nienke recuerda haber llegado a la oficina de Domínguez y haberse sentado en una mesa luego que la secretaria salió de la oficina. Nienke cuenta que Domínguez cerró la puerta y se sentó a su lado. Le hizo preguntas interesantes y desafiantes sobre la lectura. Cada vez que ella respondía correctamente, él la tocaba: primero en el brazo, luego en la espalda, y después le agarró el muslo.

Al día siguiente, Nienke escribió en su diario que “empezaron a resonar en su cabeza campanas de alarma”. Trató de ignorar los tocamientos, mientras se “encogía tratando de eludir” las manos de Domínguez, pero realmente no procesó el incidente hasta después del hecho, cuando le contó lo ocurrido a su amiga Cheryl Gray, quien recuerda haber sostenido tal conversación con Nienke en esa época. Nienke escribió que también lo discutió con la consejera asignada a su residencia para estudiantes de primer año, quien le dijo que a los profesores se les advierte que no deben tocar a los estudiantes, y la alentó a hablar con una consejera para casos de asedio sexual; Nienke siguió este último consejo, sin referirse específicamente a Domínguez.

Pero el caso de Nienke jamás fue más allá. Nienke afirma que durante la reunión con la consejera, ella le dijo que podría escribir una carta, en la cual se consignaría su nombre, y que ésta iría al expediente de Domínguez. Nienke tenía una vaga idea de la participación de Domínguez en un incidente de acoso sexual durante la década de 1980. Hasta donde ella sabía, él no había sido sancionado. ¿Por qué haría la universidad algo respecto a su denuncia, que ella consideraba relativamente menor, si Domínguez había permanecido en su cargo después del incidente anterior?

Adicionalmente, la consejera le dijo que si Nienke revelaba el nombre del departamento, ella podría adivinar el nombre del profesor a quien se refería. “Recuerdo que quedé conmocionada”, dijo Nienke. Pensó: “Caray, esta universidad tiene mucha información sobre este tipo de conducta”.

Una tarde de viernes, durante el otoño boreal de 1998, Nienke Grossman, estudiante de último año en Harvard, acudió a la oficina de Jorge Domínguez para sostener una reunión con él. Nienke había faltado a una clase debido a un feriado del calendario judío, de modo que Domínguez le pidió ir a su oficina para discutir las lecturas de esa clase. Nienke era estudiante de la especialidad de estudios sobre gobierno y anteriormente había asistido a las clases de Domínguez sobre Cuba. Estuvo encantada con las clases y le preguntó si podía inscribirse en el seminario que dictaba ese otoño boreal para estudiantes de postgrado, pues estaba considerando seguir el doctorado. Domínguez había accedido a su pedido.

Nienke recuerda haber llegado a la oficina de Domínguez y haberse sentado en una mesa luego que la secretaria salió de la oficina. Nienke cuenta que Domínguez cerró la puerta y se sentó a su lado. Le hizo preguntas interesantes y desafiantes sobre la lectura. Cada vez que ella respondía correctamente, él la tocaba: primero en el brazo, luego en la espalda, y después le agarró el muslo.

Al día siguiente, Nienke escribió en su diario que “empezaron a resonar en su cabeza campanas de alarma”. Trató de ignorar los tocamientos, mientras se “encogía tratando de eludir” las manos de Domínguez, pero realmente no procesó el incidente hasta después del hecho, cuando le contó lo ocurrido a su amiga Cheryl Gray, quien recuerda haber sostenido tal conversación con Nienke en esa época. Nienke escribió que también lo discutió con la consejera asignada a su residencia para estudiantes de primer año, quien le dijo que a los profesores se les advierte que no deben tocar a los estudiantes, y la alentó a hablar con una consejera para casos de asedio sexual; Nienke siguió este último consejo, sin referirse específicamente a Domínguez.

Pero el caso de Nienke jamás fue más allá. Nienke afirma que durante la reunión con la consejera, ella le dijo que podría escribir una carta, en la cual se consignaría su nombre, y que ésta iría al expediente de Domínguez. Nienke tenía una vaga idea de la participación de Domínguez en un incidente de acoso sexual durante la década de 1980. Hasta donde ella sabía, él no había sido sancionado. ¿Por qué haría la universidad algo respecto a su denuncia, que ella consideraba relativamente menor, si Domínguez había permanecido en su cargo después del incidente anterior?

Adicionalmente, la consejera le dijo que si Nienke revelaba el nombre del departamento, ella podría adivinar el nombre del profesor a quien se refería. “Recuerdo que quedé conmocionada”, dijo Nienke. Pensó: “Caray, esta universidad tiene mucha información sobre este tipo de conducta”.

Nienke decidió no enviar la carta. En lugar de ello, se retiró del curso. No estudió el doctorado en la especialidad de estudios sobre gobierno, sino que fue a la Facultad de Leyes de Harvard y ahora es profesora de derecho en la Universidad de Baltimore. Durante las últimas dos décadas, Cheryl Gray y Nienke Grossman han seguido frecuentándose, y ocasionalmente hablan del incidente. Cheryl dice que su amiga se preguntaba si lo que le ocurrió a ella podía estarle ocurriendo también a otras estudiantes, y le preocupaba pensar que debió haberlo denunciado.

El otoño boreal pasado, cuando los relatos sobre Harvey Weinstein y los difundidos casos de acoso sexual en Hollywood y otros espacios provocaron el surgimiento del movimiento #MeToo [Yo También], Nienke hizo una búsqueda en Google con el nombre “Jorge Domínguez” y “acoso sexual”. La búsqueda arrojó como resultado artículos referidos al incidente ocurrido en la década de 1980, pero también encontró una nota publicada en Facebook por Suzanna Challen, sobre un incidente que tuvo lugar en 2006. Nienke decidió contactar a Suzanna.

Suzanna era una estudiante de postgrado en el departamento de estudios sobre gobierno en Harvard, preparándose para rendir sus exámenes generales, cuando acudió a una reunión en la oficina de Domínguez. Éste presidía el comité que aprobaría su examen general, y también era quien Suzanna había elegido para encabezar eventualmente el comité para su disertación. Al término de la reunión, cuenta Suzanna, Domínguez le pidió que le diera un abrazo. Ella pensó que era un pedido insólito, pero aceptó. Cuando estaban abrazados, él deslizó su mano por la espalda de Suzanna y se detuvo en sus nalgas. Ella se alteró. Pero faltaban apenas unas pocas semanas para sus exámenes generales, así que no quería cambiar la composición del comité que la calificaría ni confrontar a quien decidiría si ella progresaría en el programa. Acudió a varios compañeros de su grupo en la clase para consultar qué hacer. También mencionó el incidente en un correo electrónico dirigido a un profesor con quien había trabajado muy de cerca en la Universidad de Nueva York, donde obtuvo su bachillerato. Cuatro de sus ex compañeros de clase recuerdan haber hablado con ella del asunto en esa época.

Después de sus exámenes generales, Suzanna hizo de cuenta que nada había ocurrido. Cuando Domínguez fue nombrado vice-preboste de asuntos internacionales, Suzanna le envió un correo electrónico de felicitación, pero cuando él le pidió pactar una nueva reunión para discutir posibles tópicos de disertación, ella lo postergó. Suzanna regresó a su casa en Texas para pasar allí el verano boreal, y reflexionó sobre lo ocurrido.

Eventualmente, Suzanna llegó a la conclusión de que jamás podría volver a trabajar con Domínguez. Al igual que Nienke Grossman, Suzanna había escuchado sobre la participación de Domínguez en un caso de acoso sexual en la década de 1980. En ese momento, el rumor consistía en que la mujer que lo había acusado llevaba camuflada una cámara para registrar el incidente — algo que Suzanna descubrió mucho después que era falso. Suzanna recuerda haber pensado si estaría dispuesta a llevar una cámara escondida, pero decidió que no deseaba verse nuevamente en una situación donde eso pudiera ocurrir. Y nunca se dio el caso. Suzanna decidió no denunciar el incidente, y más bien eludió encontrarse con Domínguez. Otro profesor, a quien inicialmente no conocía tan bien, encabezó el comité para calificar su disertación, y en 2011 Suzanna obtuvo su doctorado.

Suzanna dijo haber conversado con otros estudiantes cuyos comités de disertación habían sido presididos por Domínguez, incluyendo algunas mujeres, y éstos le dijeron que no habían tenido problemas con él. Según algunos de sus ex colegas y estudiantes, Domínguez ostentaba la reputación de ser servicial con estudiantes y miembros más jóvenes de la facultad. Según Yoshiko M. Herrera, quien ocupó una cátedra en el departamento de estudios sobre gobierno en Harvard entre 1999 y 2007, Domínguez era el tipo de profesor que leía una tesis doctoral y ofrecía una crítica detallada, o que presentaba a un profesor de menor antigüedad con un editor importante. “Él ha sido una influencia positiva para muchas personas”, dice Yoshiko, quien ahora es profesora de ciencias políticas en la Universidad de Wisconsin en Madison. “También es cierto, al menos en mi caso, que el consejo que me dio no fue apropiado”.

Yoshiko contó que cuando ella era asistente de cátedra en Harvard, pasó por una evaluación durante su tercer año allí y recibió aliento para publicar más trabajos. Varios de sus colegas se ofrecieron a asesorarla, incluyendo a Domínguez, quien durante una reunión en un restaurante bar en Cambridge, le dio sugerencias sobre revistas a las cuales podría enviar sus trabajos.

Pero al final de la reunión, dijo Yoshiko, Domínguez colocó su mano sobre la de ella y le dijo que, en ese momento, lo que ella realmente necesitaba era un amante. Sorprendida, Yoshiko respondió que se le hacía tarde y salió del bar. No le contó el asunto a nadie excepto a su novio, pero tomó la decisión de evitar reunirse en privado con Domínguez. “No creo que esté necesariamente mal que alguien se insinúe a otra persona, pero hacerlo socava la percepción de su idoneidad profesional en ese contexto”, dice Yoshiko. “Por eso es peor que si se tratase únicamente de una inocente proposición indeseada”.

Yoshiko no compartió el incidente con ningún funcionario de administración en Harvard. Al igual que Nienke, ella se pregunta si debió haber hecho algo más al respecto.

Nienke decidió no enviar la carta. En lugar de ello, se retiró del curso. No estudió el doctorado en la especialidad de estudios sobre gobierno, sino que fue a la Facultad de Leyes de Harvard y ahora es profesora de derecho en la Universidad de Baltimore. Durante las últimas dos décadas, Cheryl Gray y Nienke Grossman han seguido frecuentándose, y ocasionalmente hablan del incidente. Cheryl dice que su amiga se preguntaba si lo que le ocurrió a ella podía estarle ocurriendo también a otras estudiantes, y le preocupaba pensar que debió haberlo denunciado.

El otoño boreal pasado, cuando los relatos sobre Harvey Weinstein y los difundidos casos de acoso sexual en Hollywood y otros espacios provocaron el surgimiento del movimiento #MeToo [Yo También], Nienke hizo una búsqueda en Google con el nombre “Jorge Domínguez” y “acoso sexual”. La búsqueda arrojó como resultado artículos referidos al incidente ocurrido en la década de 1980, pero también encontró una nota publicada en Facebook por Suzanna Challen, sobre un incidente que tuvo lugar en 2006. Nienke decidió contactar a Suzanna.

Suzanna era una estudiante de postgrado en el departamento de estudios sobre gobierno en Harvard, preparándose para rendir sus exámenes generales, cuando acudió a una reunión en la oficina de Domínguez. Éste presidía el comité que aprobaría su examen general, y también era quien Suzanna había elegido para encabezar eventualmente el comité para su disertación. Al término de la reunión, cuenta Suzanna, Domínguez le pidió que le diera un abrazo. Ella pensó que era un pedido insólito, pero aceptó. Cuando estaban abrazados, él deslizó su mano por la espalda de Suzanna y se detuvo en sus nalgas. Ella se alteró. Pero faltaban apenas unas pocas semanas para sus exámenes generales, así que no quería cambiar la composición del comité que la calificaría ni confrontar a quien decidiría si ella progresaría en el programa. Acudió a varios compañeros de su grupo en la clase para consultar qué hacer. También mencionó el incidente en un correo electrónico dirigido a un profesor con quien había trabajado muy de cerca en la Universidad de Nueva York, donde obtuvo su bachillerato. Cuatro de sus ex compañeros de clase recuerdan haber hablado con ella del asunto en esa época.

Después de sus exámenes generales, Suzanna hizo de cuenta que nada había ocurrido. Cuando Domínguez fue nombrado vice-preboste de asuntos internacionales, Suzanna le envió un correo electrónico de felicitación, pero cuando él le pidió pactar una nueva reunión para discutir posibles tópicos de disertación, ella lo postergó. Suzanna regresó a su casa en Texas para pasar allí el verano boreal, y reflexionó sobre lo ocurrido.

Eventualmente, Suzanna llegó a la conclusión de que jamás podría volver a trabajar con Domínguez. Al igual que Nienke Grossman, Suzanna había escuchado sobre la participación de Domínguez en un caso de acoso sexual en la década de 1980. En ese momento, el rumor consistía en que la mujer que lo había acusado llevaba camuflada una cámara para registrar el incidente — algo que Suzanna descubrió mucho después que era falso. Suzanna recuerda haber pensado si estaría dispuesta a llevar una cámara escondida, pero decidió que no deseaba verse nuevamente en una situación donde eso pudiera ocurrir. Y nunca se dio el caso. Suzanna decidió no denunciar el incidente, y más bien eludió encontrarse con Domínguez. Otro profesor, a quien inicialmente no conocía tan bien, encabezó el comité para calificar su disertación, y en 2011 Suzanna obtuvo su doctorado.

Suzanna dijo haber conversado con otros estudiantes cuyos comités de disertación habían sido presididos por Domínguez, incluyendo algunas mujeres, y éstos le dijeron que no habían tenido problemas con él. Según algunos de sus ex colegas y estudiantes, Domínguez ostentaba la reputación de ser servicial con estudiantes y miembros más jóvenes de la facultad. Según Yoshiko M. Herrera, quien ocupó una cátedra en el departamento de estudios sobre gobierno en Harvard entre 1999 y 2007, Domínguez era el tipo de profesor que leía una tesis doctoral y ofrecía una crítica detallada, o que presentaba a un profesor de menor antigüedad con un editor importante. “Él ha sido una influencia positiva para muchas personas”, dice Yoshiko, quien ahora es profesora de ciencias políticas en la Universidad de Wisconsin en Madison. “También es cierto, al menos en mi caso, que el consejo que me dio no fue apropiado”.

Yoshiko contó que cuando ella era asistente de cátedra en Harvard, pasó por una evaluación durante su tercer año allí y recibió aliento para publicar más trabajos. Varios de sus colegas se ofrecieron a asesorarla, incluyendo a Domínguez, quien durante una reunión en un restaurante bar en Cambridge, le dio sugerencias sobre revistas a las cuales podría enviar sus trabajos.

Pero al final de la reunión, dijo Yoshiko, Domínguez colocó su mano sobre la de ella y le dijo que, en ese momento, lo que ella realmente necesitaba era un amante. Sorprendida, Yoshiko respondió que se le hacía tarde y salió del bar. No le contó el asunto a nadie excepto a su novio, pero tomó la decisión de evitar reunirse en privado con Domínguez. “No creo que esté necesariamente mal que alguien se insinúe a otra persona, pero hacerlo socava la percepción de su idoneidad profesional en ese contexto”, dice Yoshiko. “Por eso es peor que si se tratase únicamente de una inocente proposición indeseada”.

Yoshiko no compartió el incidente con ningún funcionario de administración en Harvard. Al igual que Nienke, ella se pregunta si debió haber hecho algo más al respecto.

Ninguno de estos incidentes involucró el tipo de acoso persistente que Terry Karl soportó. Pero las repercusiones fueron aún significativas, creando ansiedad y perturbando carreras académicas. Otras dos mujeres conversaron con The Chronicle a condición de mantener su anonimato porque aún se encuentran al inicio de sus carreras. Ambas contaron, por separado, que Domínguez las había tocado —a una, en la rodilla; a la otra, en la espalda baja— cuando eran estudiantes de postgrado en la década de 2000. Ambas se enteraron (en un caso, antes del incidente; y en el otro, después) que Domínguez había sido sancionado muchos años atrás por incurrir en actos impropios. Ambas ex-estudiantes dijeron que en su momento decidieron abandonar proyectos de trabajo para evitar interactuar con él. Una de estas estudiantes recuerda cómo, en una reunión a puertas cerradas en la oficina de Domínguez, éste se sentó a su lado y le puso la mano en su rodilla. “Se me erizó el cabello”, dijo. “Fue endemoniadamente chocante”.

En total, The Chronicle dialogó con diez mujeres, incluyendo a Terry Karl, quienes dijeron que Domínguez las trató de maneras que les hicieron sentirse incómodas.

Al ser confrontado con denuncias de múltiples mujeres por su comportamiento, Domínguez dijo estar sorprendido y apesadumbrado. “Intento comunicarme de una manera a la vez respetuosa y eficaz. No voy por allí haciendo insinuaciones sexuales”, dijo. Es posible que haya abrazado a una estudiante ansiosa, añadió, pero nunca se propuso tocar a alguien de una manera que le cause desazón. “En el peor de los casos, se trató de un hecho inadvertido, ciertamente no intencional”, dijo. “En todo caso, lamentaría cualquier comportamiento de ese tipo”. En cuanto al relato de Yoshiko, Domínguez dijo no recordar esa conversación, pero recuerda haber discutido con ella sobre la publicación de trabajos académicos en general. “Es perfectamente posible que yo haya colocado mi mano sobre la suya, pero no recuerdo haberle hecho ese comentario”, dijo. “Pero, caray, no me proponía ofenderla, y si lo hice, eso es simplemente terrible”.

No negó específicamente los relatos de ninguna de las mujeres, diciendo que no creía que sería correcto hacerlo a través de una entrevista, y dijo no recordar las acciones descritas. “Puede haberse tratado de un terrible malentendido respecto a algo que yo haya hecho”, dijo. “No puedo imaginarme tratando de lastimar o perjudicar a alguien a quien podía haber ayudado”.

Tras enterarse que no era la única persona con una historia qué contar sobre Domínguez, en noviembre del año pasado Nienke Grossman contactó a la oficina del Título IX en Harvard. Alentada por ella, Suzanna Challen hizo lo propio. En un intento por descubrir si había más historias, Nienke publicó un mensaje en la página de Facebook de Harvard correspondiente al año 1999 y consiguió el nombre de una tercera mujer, quien dialogó con The Chronicle a condición de que su nombre no sería revelado. La tercera mujer, graduada en 1997, dijo haber escogido a Domínguez como su asesor de tesis de bachillerato.

Durante su último año en la universidad, ella se reunió periódicamente con Domínguez en su oficina y, después de cada reunión, él le pedía un abrazo. “Era un abrazo en el que intervenía todo el cuerpo”, dijo. “Un abrazo que me hacía sentir incómoda”. Ella habló del incidente con un consejero afiliado a su residencia de estudiantes, quien le indicó que si presentaba la denuncia podría verse obligada a escoger un asesor de tesis distinto — algo que ella decidió evitar.

Tanto Nienke Grossman como Suzanna Challen fueron informadas por una funcionaria de la oficina del Título IX sobre el mecanismo para presentar una denuncia formal, y se les dijo que se realizaría una indagación informal para dilucidar los hechos. Después de conversar con Nienke, la estudiante graduada en 1997 dijo que ella también había compartido su caso con la oficina del Título IX. En un correo electrónico enviado en enero, la funcionaria de la oficina del Título IX dijo a Nienke y a Suzanna que se había contactado a estudiantes de postgrado actuales, y que la jefa del departamento de estudios sobre gobierno, Jennifer Hochschild, había sido informada sobre la investigación “antes y después de las vacaciones del invierno boreal” y que “ella no había oído sobre incidentes aparte del caso ocurrido en la década de 1980, pero que preguntaría a personas de su red de contactos”.

Sin embargo, en una entrevista reciente con The Chronicle, Hochschild dijo no recordar haber sido informada que tres mujeres hubieran presentado nuevas denuncias, aunque se había comunicado con la oficina alrededor de la misma época respecto a un caso distinto que no involucraba acoso sexual. En cuanto al pedido de contactar a “personas en su red de contactos”, Hochschild declaró sencillamente: “Eso no ocurrió”.

Mediante una declaración, una vocera de Harvard dijo que la universidad toma “seriamente las inquietudes planteadas por ex-integrantes de nuestra comunidad sobre la conducta del Profesor Domínguez”. La vocera alentó asimismo a cualquier persona “que haya experimentado conductas inapropiadas para que presente denuncias”.

Hasta el momento, Nienke Grossman y Suzanna Challen no han presentado denuncias formales. A partir de sus interacciones con la oficina del Título IX, ambas tienen la impresión de que esta instancia venía conduciendo múltiples investigaciones que involucraban casos actuales de acoso — algo que no les resultó reconfortante. Nienke y Suzanna también contactaron a Terry en noviembre del año pasado, y escucharon el relato completo de su incidente. Al igual que Terry, ambas dicen que quieren cerciorarse de que aquello que les ocurrió, o algo peor, no se repita con otras personas. “Tengo una hija de 9 años”, dice Nienke. “Cuando ella vaya a la universidad, quiero que pueda ir a clases y sentirse cómoda y no preocuparse de que algún profesor le toque las piernas”.

Sobre una mesa en la oficina que tiene en el sótano, Terry Karl despliega los documentos que narran la historia del acoso sexual que sufrió. Examinarlos de nuevo, después de todos estos años, le resulta más sobrecogedor de lo que esperaba. Ella recuerda haber tratado de convencer a Domínguez que la deje en paz y, cuando ese intento fracasó, haber intentado persuadir a los funcionarios de Harvard que protejan no sólo a ella, sino a otras mujeres en la universidad. Todavía se siente agraviada por el tiempo que dedicó a librar esta lucha, en lugar de enfocarse en su investigación y sus estudiantes. Aún le altera pensar que fue su carrera la que se descarriló.

Terry Karl guardó recortes periodísticos, notas y otros documentos correspondientes a su caso de acoso sexual en la década de 1980. Cuenta ahora: “Te dices una y otra vez: ‘Todo saldrá bien’”.

Se esforzó mucho para evitar que lo que le ocurrió en Harvard determine lo que es como persona. Durante más de una década, Terry se desempeñó como directora del Centro de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Stanford. Su libro publicado en 1997, The Paradox of Plenty [La Paradoja de la Abundancia], acerca de cómo los recursos naturales de un país pueden impedir su desarrollo, sigue teniendo amplia influencia en el campo. Últimamente, Terry (quien oficialmente es profesora emérita) ha venido trabajando como testigo experta en juicios sobre masacres que se ventilan en El Salvador, España y Colombia. En las paredes de su oficina cuelgan sus diplomas y reconocimientos, junto con un doctorado honorario otorgado por la Universidad de San Francisco en reconocimiento de su trabajo en el área de derechos humanos, el cual ha incluido ayudar a cientos de refugiados a obtener asilo. Un pequeño letrero sobre su escritorio reza: “Tú haces del mundo un lugar mejor”.

Después de salir de Harvard, Terry continuó escribiendo y hablando sobre acoso sexual, aunque sin mencionar a Domínguez por su nombre ni ahondar en detalles. En un artículo que escribió en 1991 en apoyo a Anita Hill, Terry sostuvo que presentar una denuncia con frecuencia “enfrenta a una persona contra una institución que está predispuesta a defender al acusado”. Sobre su propio caso de acoso sexual, ella escribió que había sido “obligada a elegir entre complacer a este hombre o perder todo lo que me había esforzado por lograr”. Aunque siguen desempeñándose en la misma órbita profesional, durante todos estos años Terry ha evitado encontrarse con Domínguez. A veces, cuando sus colegas han trabajado en colaboración con Domínguez, le han enviado luego explicaciones de sus razones para ello, como si pidieran su absolución. Ella no responde a estas notas.

Mientras tanto, Domínguez ha escalado posiciones en Harvard de manera ininterrumpida. En 1995, fue elegido director del Centro Weatherhead para Asuntos Internacionales, un cargo anteriormente ocupado por académicos de la talla de Samuel Huntington y Robert Putnam. En 2006, fue nombrado vice-preboste para asuntos internacionales y, en 2014, Domínguez acompañó a la presidenta de Harvard, Drew Gilpin Faust, en una visita a Ciudad de México como parte de la campaña de extensión internacional de la universidad. En 2016, el centro de estudios latinoamericanos de la universidad estableció en su honor un premio para tesis de doctorado. Originalmente el premio, y los US$ 54,000 recaudados para la tesis ganadora, iban a ser otorgados a través de la Asociación de Estudios Latinoamericanos, pero cuando algunas personas (incluyendo a Philip Oxhorn) conocedoras de los antecedentes de Domínguez escucharon detalles del plan, hicieron naufragar la iniciativa actuando tras bambalinas. “Éste no es un hombre que merece ese tipo de reconocimiento”, dice Oxhorn.

Aparentemente, Harvard no tuvo esos escrúpulos.

Terry Karl cree que los funcionarios de administración de Harvard restaron importancia a sus numerosas denuncias, tratando de apaciguarla en lugar de abordar directamente una situación complicada. Harvard se rehusó, al igual que lo hacen aún algunas universidades, a nombrar públicamente a la persona responsable. Le permitieron quedarse en su puesto, y lo ascendieron, lo cual envió un mensaje que Terry considera desalentó a otras personas a presentar más denuncias. Si no lo hubieran hecho, “entonces esas mujeres que sufrieron acoso en las décadas de 1990 y 2000 no hubieran pasado por ello, o hubieran sabido que alguien sería sancionado si incurría en este acoso”, afirma Terry. “Allí está el gran propiciador. Por eso el silencio es tan terrible”.

Ella hubiera querido que los funcionarios de administración de Harvard prestasen oído a sus invocaciones a emprender acciones más contundentes y a establecer mejores procedimientos para atender denuncias pero, en retrospectiva, Terry cree haber hecho tanto como sensatamente pudo para dar la alarma. “No fui yo quien calló”, dice Terry. “Fue Harvard”.

Este artículo de Tom Bartlett y Nell Gluckman fue publicado originalmente en inglés en The Chronicle of Higher Education. La traducción es de Luis Enrique Bossio para El Confidencial.

Tom Bartlett es redactor principal. Sígalo en Twitter @tebartl. Nell Gluckman es reportera de noticias

Notas relacionadas