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Cultura

24 de Abril de 2018

The Wire: la Guerra Civil comenzó en Baltimore

David Simon, creador de la mítica serie y antiguo reportero, se encuentra inmerso en la preproducción de una miniserie, 'A Dry Run', que tendrá a las Brigadas Internacionales como protagonistas

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Una cámara de vigilancia gira sobre sí misma: graba a los chavales que trapichean con drogas en un descampado. Convertida en imagen subjetiva, al otro lado de la pantalla, el espectador observa: él es esa cámara. Uno de los chavales lanza una piedra y rompe en pedazos la lente de la cámara. Nuestra mirada.

Como el ojo cortado por la cuchilla buñueliana que inaugura el tiempo del cine, esta declaración de intenciones es el comienzo de la mejor serie televisiva de todos los tiempos. Hablamos, por supuesto, de The Wire.

Creada por David Simon junto a Ed Burns y George Pelecanos en 2002 bajo una consigna ya famosa: “Fuck the average reader!” (“¡Que se joda el espectador medio!”) Traducido al español sería “joder a la señora de Cuenca” –en sentido figurado, siempre–; el viejo y húmedo sueño de cualquier guionista del mundo. No solo entretenimiento, sino algo más. La excepción ganó a base de determinación, suerte y talento, aprovechando la vía abierta por la aparición de los canales por cable, con The Soprano y su pistoletazo –nunca mejor dicho– de salida, hasta el triunfo de la madurez de la ficción televisiva. Aunque el buque insignia de la calidad y el riesgo de los que tanto alardea HBO siempre estuviera a punto de ser cancelada. Simon lo ha contado mil veces, orgulloso de haber vencido al monstruo: “Nadie estaba dispuesto a convertirse en el tipo que canceló The Wire”.

El ex periodista de The Baltimore Sun ya había trabajado junto al veterano de la guerra de Vietnam y policía de homicidios Ed Burns (The Corner, HBO, 2011) y el escritor y productor Pelecanos. Reforzados, además, por Richard Price, autor de Clockers –adaptada por Spike Lee– y el novelista Dennis Lehane, del que Martin Scorsese y Clint Eastwood adaptaron historias, cuando hubo que escribir la temporada de las elecciones a la alcaldía, el periodista Simon fichó a su ex compañero Bill Zorzi, cronista político de The Baltimore Sun.

¿Periodistas escaldados metidos a escritores? Un clásico del cine. Mucho rigor y talento, pero ninguna mujer, esto es así. Aunque los personajes femeninos están escritos con el mismo mimo que los masculinos, The Wire retrata un mundo de violencia donde el exceso de testosterona –y sus malas consecuencias– campa a sus anchas. (Pero a sus autores hay que reconocerles la paternidad del personaje de Kima Greggs, icono de reconocimiento lesbiano y racial sin parangón alguno en la ficción).

Después de The Wire vinieron Tremé, Show me a Hero, The Deuce… Los fans declaran unánimes que éstas no alcanzan la gloria de la gran crónica baltimoriana. Es muy difícil volver a tocar el cielo.

“No es una serie policíaca”, ha declarado siempre su creador. Entonces, ¿qué es The Wire? “Es una novela, como Moby Dick”. Ríe Simon de su vanidad, al compararse a Melville. Pero sí, quizá esa “gran novela americana” que buscan los editores como si fuera el Santo Grial esté ya escrita, pero en imágenes y no en papel. The Wire es literatura y cine de calidad, ¿solo para minorías? HBO intentó relanzarla en 2015 buscando al público de Breaking Bad. Fracasó. Quizá porque en ella no hay identificación ni reconocimiento: en The Wire estamos solos. “¿Dónde están las victorias?”, parece que preguntó un ejecutivo al ver la primera temporada.

“Contar sobre una comunidad requiere más trabajo y te vuelve más vulnerable, porque mucha gente no se va a enganchar. Pero, ¿por qué contar la historia de la Nueva Orleans post-Katrina o del Baltimore post-industrial? Porque es importante”, ha dicho en alguna ocasión David Simon.

Simon afirma que su modelo, a diferencia de la mayoría de ficciones modernas, no es Shakespeare –no manda el gran personaje–, sino la viejísima tragedia griega de Esquilo, Sófocles, Eurípides. En The Wire mandan los dioses olímpicos, crueles e indiferentes –las instituciones, el Sistema– y el Destino. El juego está amañado y quien intente enfrentarlo a fuerza de hybris, terminará aplastado. Ningún oráculo tendrá respuestas para ti si eres pobre, negro o adicto en Baltimore.

“Vivo en una ciudad con población mayoritariamente negra, y si voy a escribir novela criminal urbana estoy obligado a reflejar esa realidad. Durante años he ejercido trabajos de obrero en la ciudad, así que no supone un gran esfuerzo. Pero tienes que salir ahí fuera, escuchar a la gente y mostrar respeto”. (George Pelecanos)

Los mitos clásicos destrozan otros mitos: el del libre mercado y el éxito como paradigma, el del trabajador que, si cumple las normas, siempre obtiene recompensa. The Wire avisa: el destino del siglo XXI es convertirnos a todos en el deshecho de una era postindustrial. Pero ¿no éramos ciudadanos? ¿Con derechos y garantías? Esos callejones sucios y abandonados de Baltimore podrían estar en Nápoles, Soweto o Río de Janeiro. La Ciudad, la urbe sobre la que se construye la sociedad occidental, refleja el planeta entero y su mal llamada “guerra contra la droga” alcanza calles, puertos, alcaldías, colegios o la redacción de un periódico; lugares estrangulados por el dinero sucio que sostiene un entramado gigantesco: el capitalismo. Obra de tesis demostrada con pura narración: la única solución al problema pasa por la legalización de las drogas. Porque The Wire es, por encima de todo, un drama político –de la polis griega- que cuestiona la verdad oficial (‘posverdad’).

El reportero que abandonó el oficio harto de la deriva del periodismo contemporáneo nunca esconde sus filias políticas, menos aún las fobias. Trump ha encontrado en Twitter un pitbull que le muerde sin cesar y no suelta la presa; Simon nunca se achanta en las redes. Tampoco tras el anuncio de la preproducción de una miniserie (A Dry Run) ambientada en la Guerra Civil española de fondo y las Brigadas Internacionales como protagonistas.

“La lucha española contra el fascismo y el mal uso del capitalismo como baluarte del totalitarismo representa la narrativa política preeminente del siglo XX y de nuestro tiempo. Cuando la República española se vio amenazada, el capitalismo eligió la tiranía. Así que los mejores hombres que no pudieron hacer esa elección vinieron a España a luchar. Hoy, esa misma elección nos enfrenta nuevamente” (David Simon)

Proyecto que contaría con el apoyo de la productora española Mediapro, acusada de simpatías independentistas. Enzarzado con quienes le acusan de “parcialidad” –como si un narrador tuviera que ser imparcial–, Simon ha soltado algunas perlas a furibundos españolistas, a los enemigos de la libertad de expresión y a los vigilantes de las esencias histórico-patrióticas:

“Para la mitad de la población de Madrid y Barcelona que está recreando la lucha de 1937 a 1939 en mi ‘timeline’: no jodan aquí, en 2018, cuando este proyecto versa sobre unos hechos históricos específicos, concretos, en torno a un puñado de americanos y lo que les sucedió. Hasta que no esté asegurada la inversión, os sugiero que os disperséis” Y también: “Por favor, haga que los nacionalistas españoles financien parte del presupuesto. Su influencia en la actual narrativa será tan relevante o irrelevante como cualquier otra fuente de financiación. Si no, deje de lloriquear por adelantado sobre una producción que todavía no ha visto”.

A quien le avisa de que se documente con cuidado, responde ya con choteo: “No habrá historiadores. Ni material fuente. Ni lecturas. Solo vamos a hacer esta mierda hasta que nos guste la historia. Y también habrá dragones. Y un halcón milenario”.

Esa osadía ignorante –typically spanish– produce vergüenza ajena, porque Simon es un insobornable maestro del contar. Pocos saben tratar materiales tan inflamables como la violencia, el racismo, la desigualdad, la corrupción, la democracia devaluada y la degradación mediática, con humanidad pero sin sentimentalismo –el viejo plumilla y sus socios odian el sensacionalismo–; tomando partido, sí: en el respeto a los vencidos y a los olvidados, en un valeroso intento de remendar la Historia para devolverles la dignidad perdida a través de la ficción en una lucha enconada contra el caos. La estructura de The Wire ordena ese caos en una narrativa rigurosísima pero abrupta, donde no hay explicación obvia ni peripecias clásicas ni acción trepidante ni cliffhangers. Solo lugares y la gente que vive en ellos. Como Avon Barksdale: la calle, la esquina, el traficante; Bubbles, la fragilidad del yonki, la bondad abandonada; Frank Sovotka, el obrero vencido; Tommy Carcetti, la ambición política, o McNulty, policía rebelde sin objetivo ni rumbo. También Stringer Bell, un Michael Corleone –sin idealizar– empeñado en convertirse en empresario legal. Su historia es seguramente la más explícita en la crítica a la cultura del capitalismo, en la que el gánster es engañado y vencido por gánsteres mucho más poderosos: los políticos. Y, por supuesto, Omar Little: el enviado de Ares, dios de la guerra, sacrificado en su altar.

Historia de historias que no esconde, que no busca el efecto ni la resolución tranquilizadora, The Wire va calando en el espectador como una lluvia fina que envuelve, penetra y luego, convertida en pedrisco, machaca. Hasta la lágrima. Realismo lacerante de emoción, en un universo escrito con rabia, respeto y amor.

Diez años han pasado desde el último capítulo. Pero no quedamos huérfanos porque todo sigue ahí, y su creador, también. La historia continúa.

Texto de Pilar Ruiz publicado primero en Ctxt.es

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