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Cultura

8 de Mayo de 2018

Doscientos años reinventando a Marx

El hecho es que siempre hemos necesitado un Marx hecho a la medida de nuestras esperanzas y temores. No necesariamente el Marx que existió pero un Marx, alguno, cualquiera.

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A doscientos años de su nacimiento, si algo está claro es que si Marx no hubiera existido habría sido necesario inventarlo. La prueba está en que, aunque en verdad existió, llevamos ya casi un siglo y medio reinventándolo. Y matándolo. Se han publicado ya tantos obituarios de Marx, declarándolo muerto, otra forma de reinventarlo, que se nos olvida que la tradición comenzó en vida del mismo: The New York Times publicó un obituario erróneo en 1871, cuando aún le quedaban doce años en este mundo. Nunca nos ha bastado con el Marx normal, el ensayista, periodista y activista político de éxito dispar en cada una de estas actividades sino que hemos tenido que verlo como algo más. No había cumplido los cincuenta años cuando tuvo que instar a la naciente Internacional Comunista a que se abstuviera de crear a su alrededor una especie de “culto a la personalidad” (instrucción que fue póstumamente violada hasta la náusea). Si bien las primeras reseñas de El Capital a cargo de economistas victorianos eran comedidas y a veces hasta generosas, pocos años después, cuando el movimiento obrero había crecido notablemente, el lenguaje de sus críticos se endurece, pasando a la histeria y de ésta a la demonización.

En las luchas políticas del siglo XX y lo que va corrido del XXI tampoco ha sido suficiente con ver a Marx como un pensador influyente del calibre de, digamos, Adam Smith, o Jean-Jacques Rousseau. O se lanzan cruzadas contra el “error marxista” o se le coloca en el pináculo del pensamiento moderno, como la autoridad respecto a la cual todas las demás ideas tienen que medirse. Que todas estas proclamas tengan poco o nada qué ver con los escritos de Marx poco importa.

Poco importa, por ejemplo, que Marx se haya negado explícitamente a ofrecer recetas sobre cualquier tipo de régimen post-capitalista; los eventos de 1989 tenían que ser vistos como una “refutación” de sus ideas. Poco importa, por ejemplo, que de los cientos de volúmenes que forman sus obras completas, él solo haya publicado en vida una pequeña fracción, visiblemente asediado por dudas constantes sobre sus propias tesis; el marxismo tenía que ser visto como una doctrina inexpugnable e infalible. Poco importa, por ejemplo, el hecho de que Marx haya sido siempre un vehemente crítico del pensamiento utópico de su tiempo y que fuera un admirador del potencial transformador del capitalismo; Marx tenía que ser caricaturizado como un falso apóstol que clamaba a los cuatro vientos la llegada de un nuevo milenio. El hecho es que siempre hemos necesitado un Marx hecho a la medida de nuestras esperanzas y temores. No necesariamente el Marx que existió pero un Marx, alguno, cualquiera.

En la lucha política esta constante reinvención es a veces malsana pero comprensible. Más saludable, pero acaso menos comprensible, y sorprendente para los no iniciados, ha sido la constante reinvención de Marx en la academia. A veces este fenómeno llega a los medios de forma un tanto desconcertante. Así, el valioso estudio de Thomas Piketty, por el simple hecho de haber adoptado el título El Capital en el siglo XX ha sido anunciado como la resurrección de Marx cuando en realidad la distancia analítica entre Piketty y Marx es mayor que la que puede existir entre Hawking y Newton. Más perversamente, los nuevos círculos de ultraderecha neofascista creen haber detectado una conspiración a cargo de una entelequia llamada “marxismo cultural” de la cual nadie había oído hablar antes. Para estos personajes, el hecho de que en los presuntos cuarteles generales (facultades de estudios culturales y de género) solo se encuentren libros de autores post-modernos como Deleuze o Derrida, bastante alejados de Marx, resulta un pequeño detalle sin importancia.

Para sorpresa de más de un conservador, en la academia se sigue estudiando a Marx en formas que seguramente a él le hubieran sorprendido y hasta irritado. Es lectura obligada en las introducciones al pensamiento sociológico o político. Toda estudiante de filosofía tiene altísima probabilidad de tener que leer a Marx. En todo congreso de teoría literaria hay algún panel donde se leen novelas y clásicos desde una perspectiva marxista. Aunque la influencia de Marx en la ciencia económica está muy disminuida (por razones inherentes a la disciplina que poco y nada tienen que ver con los eventos de 1989), economistas de gran renombre siguen citando algunos de sus atisbos. Desde estudios sobre el islam y el medioevo, hasta modelos matemáticos del ciclo económico se han escrito en respuesta a los ímpetus intelectuales procedentes de Marx.

¿A qué se debe esta constante necesidad colectiva de inventar y reinventar a Marx una y otra vez? Me atreveré a ofrecer una hipótesis.

Las circunstancias biográficas y geográficas pusieron a Marx en la confluencia de varios procesos históricos que siguen influyendo sobre nosotros, procesos complejos y hasta contradictorios. Su obra, con todos sus aciertos, errores, dificultades y paradojas, recoge como pocas las tensiones resultantes de dicha confluencia. A riesgo de simplificar, podemos referirnos a estos procesos como los efectos de dos revoluciones: la Revolución francesa y la Revolución industrial.

La vida y la obra de Marx están atravesadas por ambas revoluciones. Nació, solo tres años después de la caída de Napoleón, en Trier, una de las ciudades alemanas que el gobierno revolucionario francés ocupó en 1794. Su vida adulta transcurrió en la Inglaterra de la revolución industrial y aunque al parecer nunca visitó una fábrica, sí le pedía a su amigo Engels datos sobre la fábrica de su familia y leía ávidamente los reportes de los inspectores laborales.

Se trata, sin duda, de dos revoluciones muy distintas: la primera una revolución política, llena de eventos dramáticos, gestas, héroes y muertes, la segunda una revolución tecnológica, silenciosa. Sus ritmos también diferían. Marx creció en la Europa post-Waterloo cuando parecía que ya la Revolución francesa había quedado en el pasado, las conquistas de Napoleón revertidas, la monarquía en Francia restaurada, con la facción borbónica más reaccionaria a la cabeza. Los hechos posteriores demostraron que no era así, que la Revolución iba a ser como un río subterráneo que reemergería una y otra vez. En cambio la revolución industrial seguía un curso lineal, sin retrocesos, expandiéndose por el sur de Inglaterra, cruzando el Canal de la Mancha, primero a la pequeña Bélgica y después a Holanda, Francia y Alemania, y más allá, cubriendo el continente de ferrocarriles y chimeneas.

Tratándose de eventos tan complejos, de tantas ramificaciones, era normal que en la sociedad europea surgieran todo tipo de posiciones al respecto. Para algunos conservadores impenitentes, muchos de ellos congregados en torno a la Iglesia católica, ambas revoluciones eran auténticas calamidades. Mientras la una amenazaba con arrasar tronos y títulos nobiliarios, dejando el poder en manos de advenedizos burgueses o, peor aún, masas incultas, la otra, acaso más insidiosa y difícil de detener, amenazaba con destruir los gremios de artesanos y con llevar al campesinado a unas ciudades que no eran otra cosa que focos de infección física y moral.

También era posible, como lo hacían muchos políticos burgueses de la época, tratar de contener el impulso de la Revolución francesa mientras se alentaba el de la industrial. Para liberales como Benjamin Constant o Alexis de Tocqueville, al proceso iniciado en la toma de la Bastilla se le podían encontrar aspectos positivos siempre y cuando se le diera ya por terminado. De ese modo, la liberté encarnada en un gobierno constitucional, garante de los derechos individuales, especialmente los concernientes a la actividad económica, armonizaba perfectamente con el desarrollo del capitalismo fabril, comercial y financiero que se expandía cada vez más por Europa.

Algunas facciones más heterogéneas, por el contrario, veían con buenos ojos el remezón político que desde Francia anunciaba el final de las viejas jerarquías, pero al mismo tiempo veían con horror la modernización capitalista. De un modo u otro, elementos de esta reacción se encuentran en algunos de los primeros socialistas y comunistas, muchos de ellos, como Charles Fourier, dedicados a soñar arcadias pre-industriales e incluso, como Robert Owen, a ponerlas en práctica. Similares ambivalencias podían encontrarse en otros sectores del espectro político. El mismo Hegel, a quien aún hoy resulta difícil definir, defendía muchos de los principios políticos emanados de la Revolución francesa (con la que tuvo una relación compleja) a la vez que veía al liberalismo inglés como incapaz de gestionar la miseria humana y social que su industrialización estaba generando. De esta misma época viene la sensibilidad estética del romanticismo que lamentaba cómo la sociedad industrial y mercantil estaba destruyendo de manera inexorable los viejos valores, mitos, y, anticipando nuestros temores, paisajes.

Lo que resultaba más difícil, y ésta es la posición de Marx, casi única en su momento, era saludar simultáneamente las dos revoluciones, con todas sus promesas radicales. Al igual que tantos otros en la primera mitad del siglo XIX, Marx veía a la Revolución de 1789 como un proyecto inacabado, abortado incluso, debido a la presión implacable de las potencias reaccionarias y de la consolidación como nueva base del poder político de una burguesía que estaba totalmente satisfecha con la liberté ganada pero no tenía ningún interés en ir más allá y mucho menos quería oír hablar de egalité o de fraternité. Pero para Marx la opción no era refugiarse en un pasado condenado a desaparecer o en pequeños experimentos en algún lugar perdido de la pradera norteamericana. Al contrario, para él, la verdadera plenitud del espíritu del 89 solo podía lograrse tras el desarrollo pleno del capitalismo. La revolución industrial terminaría por barrer con el viejo orden, un orden que a Marx no le suscitaba ninguna nostalgia, y de ese modo abriría el camino a una nueva sociedad.

Esta postura política requería, sin embargo, una nueva postura intelectual. Algunos de los aspectos más sugestivos (pero también contradictorios) de la obra de Marx como filósofo y economista tienen que ver precisamente con su intento de abordar el dualismo resultante. De una parte, la defensa de los principios del 89 en un mundo que se empeña en asfixiarlos requiere un llamado a la acción política decidida y consciente. Pero, por otra parte, la convicción de que el curso futuro del proceso depende del despliegue de fuerzas sociales y económicas profundas invita a relativizar el papel de dicha acción. Marx, más que muchos de sus predecesores, y de manera tan sistemática que aún hoy es considerado uno de los fundadores de las ciencias sociales modernas, buscó elaborar un marco conceptual en el que los individuos pudieran verse simultáneamente como protagonistas del proceso político de su tiempo y como productos de fuerzas que escapan a su control.

El resultado es, como resulta apenas natural, complejo y hasta paradójico. El Marx materialista insistió siempre en que nuestras representaciones del mundo son producto de condiciones históricas de modo que, por así decirlo, nunca podemos saltar sobre nuestra propia sombra. De ese modo inauguró toda una agenda de investigación acerca de la génesis de la cultura y las ideologías que, a pesar de muchas transformaciones, sigue aún hoy vigente. Pero, en su otra dimensión, aquella que llevaba a Gramsci a referirse a él como “el filósofo de la praxis,” Marx se negaba a ver a los seres humanos como simples portadores de representaciones, enfatizando más bien su potencial transformador, revolucionario.

Marx nunca logró una formulación de este dualismo que fuera plenamente satisfactoria pero esto difícilmente es culpa de él. Antes bien, él fue de los primeros en acometer una tarea intelectual que aún hoy entendemos como simultáneamente imposible e imprescindible. Posiblemente de aquí venga la persistente vigencia de su pensamiento. El mundo en que vivimos no ha superado esta contradicción y ahora tenemos más dudas que las que tenía Marx sobre la posibilidad de superarla.

Tratándose de una característica tan arraigada de nuestra condición contemporánea, es obvio que Marx no haya sido el único en verla. El eminente sociólogo Max Weber (uno de los primeros académicos no marxistas que, sin embargo, le tendió la mano al creciente número de discípulos del ensayista exiliado) ofreció un diagnóstico similar de la sociedad moderna, viendo al hombre encerrado, en sus palabras, en la “jaula de hierro” de una racionalidad crecientemente impersonal como lo demostraban las cada vez más grandes e impenetrables burocracias de los estados modernos. No es casual que uno de los grandes escritores del siglo XX, Franz Kafka, haya sido precisamente un burócrata que supo expresar como pocos el pavor cósmico del hombre impotente ante una realidad que, a pesar de ser racional, le es totalmente ajena. Hoy, en la era de los algoritmos, en la que nuestras biografías flotan, se funden con otras en nubes de datos y luego se reparten troceadas en patrones con alto valor de mercado, en la era en la que el empleo y el techo pueden desaparecer de la noche a la mañana como resultado de apuestas financieras que nadie comprende hechas en un casino a miles de kilómetros de distancia, tenemos claro, más incluso que en los tiempos de Marx, que vivimos en sociedades altamente complejas, donde estamos a merced de mecanismos impersonales, inescrutables que sin embargo ejercen tanto poder sobre nosotros como el que atribuían a los dioses y a las fuerzas sobrenaturales los seres humanos de sociedades pre-ilustradas.

Pero los principios del 89 no han muerto. Siguen siendo una aspiración muy arraigada. Siguen resonando como una invitación a que nos hagamos cargo de la realidad que nos rodea, a construir una sociedad donde el ser humano pueda sentirse en contacto transparente consigo mismo y sus semejantes. Mientras esa aspiración no muera, el pensamiento de Marx seguirá interpelándonos.

Seguramente, si Marx viviera le molestaría que tratáramos su obra simplemente como un conjunto de ideas que flotan sobre nuestras cabezas, ajenas a su tiempo histórico. Usaría su reconocida sorna para criticar tributos asépticos, abstractos como el que he venido esbozando. Pediría, en última instancia, un análisis marxista del marxismo, un análisis donde nuestra apropiación de sus ideas sea ella misma entendida como producto de fuerzas profundas de las estructuras sociales y económicas que habitamos. Aunque los límites de espacio y de capacidades me impiden llevar a cabo esa tarea a cabalidad, hay que intentarlo.

Cualquier intento de hacer una historia marxista del marxismo se tropieza de entrada con una dificultad: mientras Marx creía estar ofreciendo la herramienta teórica para la emancipación del proletariado en las economías avanzadas de su tiempo, su obra ha sido objeto de muchas metástasis y mutaciones que él no hubiera podido imaginar. La primera de tales metástasis ocurrió en vida de él y le produjo cierto estímulo intelectual y satisfacciones editoriales: la recepción de su obra por los disidentes rusos que planteaban la pregunta de si una autocracia semifeudal podía pasar a la vanguardia del proceso histórico de superación del capitalismo.

Pero de allí en adelante la trayectoria se vuelve cada vez más confusa e impredecible. Líderes campesinos en América Latina, luchadores anticoloniales en Vietnam, curas rojos en España, alcaldes y maestros de escuela de la Toscana e incluso militares árabes y portugueses, solo por poner algunos ejemplos, han sentido en algún momento la atracción de la obra de Marx a pesar de no ser sus destinatarios originales. ¿Cómo explicar esa multiplicidad? Creo que se debe a que, por mucho que hoy en día los cuestionemos, los ideales racionalistas han sido y siguen siendo una presencia incandescente.

Nietzsche dijo alguna vez que el cristianismo era un platonismo para el pueblo. Me atrevería a decir que cuando se asiente el polvo de la historia, con todas sus tragedias y crímenes, el comunismo del siglo XX será visto como una Ilustración para el pueblo, como el movimiento que aspiraba a llevar los ideales de la modernidad y el progreso a gentes que hasta hacía muy poco habían estado bajo la influencia de las religiones y la superstición.

Acaso no sea una simple casualidad que en dos países en los que el movimiento comunista de los años treinta del siglo XX lanzó una “larga marcha campesina” (China y Brasil), se hayan producido en la segunda mitad del siglo XIX revueltas campesinas cristianas con aspiraciones teocráticas: la Rebelión Taiping en China y el movimiento de Antonio Conselheiro en Brasil. Tal vez tampoco sea coincidencia que el retroceso de los movimientos socialistas y comunistas del Tercer Mundo haya venido acompañado por el crecimiento de fundamentalismos religiosos bien sea musulmanes o cristianos.

Por supuesto, ese proceso tuvo desenlaces trágicos y hasta genocidas. Pero, sin necesidad de adentrarnos en el ocioso ejercicio de la “historia contrafáctica,” la expansión del capitalismo como fuerza global habría generado convulsiones históricas sin precedentes así Marx nunca hubiera asistido a la fundación de la Primera Internacional. Dadas la irrupción de la política de masas, la consolidación de imperios globales y la aplicación de la ciencia a la producción era prácticamente imposible que hubiera sido de otra manera.

No necesitamos demasiados esfuerzos de la imaginación para verlo. Hoy en día tenemos pequeños “laboratorios” que nos muestran lo que ocurre cuando sociedades rurales, periféricas, carentes de las instituciones propias de un Estado moderno, se ven súbitamente arrojadas al vórtice de los mercados globales. Los resultados pueden ser grotescos como lo muestra la estela de bandidismo, muerte y desolación que ha dejado el narcotráfico en sitios tan dispares como Colombia, México o Afghanistán.

Tal vez ningún otro texto de mediados del siglo XIX haya descrito en forma tan elocuente el proceso de globalización como el Manifiesto Comunista. Si en tiempos de Marx era una exageración retórica decir que con el capitalismo “todo lo sólido se desvanece en el aire”, ahora es un diagnóstico digno de ser tomado en serio. Marx creía que, aunque pareciera paradójico, precisamente a partir de esas condiciones se podía crear una sociedad verdaderamente humana, una “asociación en la que el libre desarrollo de cada uno sea la condición para el libre desarrollo de todos”. Dicha sociedad no está a la vuelta de la esquina. De llegar a existir, solo será posible tras grandes esfuerzos de millones de personas. Pero como el costo de desistir es tan alto, como las alternativas de oscurantismo y degradación son tan intolerables, seguramente seguiremos reinventando a Marx en el camino.

Autor: Luis Fernando Medina Sierra
Este texto fue publicado originalmente por Ctxt.es.

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