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Cultura

5 de Julio de 2018

La mano de la calle Bremen

En la calle Bremen vendían pitos malos, pero pitos al fin y al cabo. Además, en los albores de 2007, muy poca gente en Chile conocía la marihuana de calidad y yo, ciertamente, no era una de ellas. Por lo tanto en la calle Bremen vendían pitos malos… pero sí que eran pitos. Ahora bien, […]

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En la calle Bremen vendían pitos malos, pero pitos al fin y al cabo. Además, en los albores de 2007, muy poca gente en Chile conocía la marihuana de calidad y yo, ciertamente, no era una de ellas. Por lo tanto en la calle Bremen vendían pitos malos… pero sí que eran pitos.

Ahora bien, que vendieran pitos era un asunto, pero poder comprarlos era algo totalmente distinto. Había que conocer los códigos, saber qué significaban los sutiles gestos y símbolos del narcotráfico, entender las esquinas sombrías por donde cada noche se descolgaban los dealers con sus manos rápidas y bolsillos profundos. Pero, sobre todo, había que contestar «sí» cuando, por la calle Bremen, pasaba un viejo en bicicleta gritando «¿buena, mijo, ¿quiere pititos?».

Aroldo, el viejo de la bicicleta, no se llamaba Aroldo, pero es un buen nombre para ponerle a un viejo que andaba en una bicicleta igual de vieja. Aroldo, entonces, aparecía por una esquina de la mal iluminada calle Bremen y pedaleaba lento alrededor de los transeúntes, preguntando si querían pititos. Te pedía la plata (cinco lucas, generalmente), desaparecía por una esquina y, en pocos minutos, reaparecía por otra con una caleta de hoja de cuaderno.

Esa era mi técnica para engrupir minas: llevarlas a la calle Bremen y pretender que me sabía los códigos de la noche. ¿Por qué duele tanto el recuerdo? ¿Cuándo se destiñen las fotografías del remordimiento y la vergüenza?
He sido víctima del narcotráfico en innumerables ocasiones, pero nunca me han cagado tanto como me cagaba Aroldo con los pitos de la calle Bremen. Descubrirlo fue un proceso íntimo y desgarrador. Como descubrir a tu pareja encamada con su amante. Fue así, tal cual.

Un día llegué más tarde de lo normal, a eso de las once de la noche. Partí por Bremen con Montenegro, nada, Bremen con Emilia Téllez, nada, después ya ni leía los carteles de la calle; mis ojos estaban nublados con angustia y desesperanza. La PDI había matado a Aroldo.

Esa fue la primera conclusión que saqué. Pero tengo una habilidad insuperable para sacar, rápidamente, las conclusiones más estúpidas imaginables y perder el control antes de tiempo. Aroldo no estaba muerto, como quedará comprobado a continuación.

En un estado de profunda agonía y desconsuelo, deambulé por cinco minutos entre las calles aledañas a Bremen. Así, a la deriva como un náufrago barbón (pero sin barba), me dejé llevar por las sombras intercaladas con el alumbrado público. El escenario era excelente para desenmascarar al traidor.

De pronto, todo cambió. Giré con pesadumbre por una esquina; con la vista baja reconocí los zapatos desgastados por la alevosía y la indigencia (sobre todo por la indigencia); levanté la mirada y ahí estaba Aroldo, recibiendo una caleta de una vieja (doña Rosita) y separándola en dos.

Mi mente comenzó a girar en un vórtice lleno de ecuaciones.

Detengámonos un instante.

Ok.

Si yo le compraba caletas de cinco lucas y él las dividía en dos, multiplicado por todas las mujeres que había llevado a esa esquina de mierda para hacerme el interesante, entonces, ¿con cuánta plata me había cagado este viejo conchetumadre?

Los números se arremolinaron en una tormenta confusa y luego perdieron fuerza hasta disiparse, quedando solo la cara exangüe de Aroldo, que me miraba fijo y con la boca abierta. Lo había pillado y el hechizo estaba roto.

Como siempre, la repentina revelación de una gran verdad caló profundamente en mi espíritu debilitado. «Que no te vea llorar», me dije, «por lo que más quieras, que no te vea llorar», repetí, pero en vano. Aroldo sabía que había hecho un daño irreparable y que las cosas nunca volverían a ser lo que fueron. Esa fue la última vez que lo vi, cuando casi lo mata la PDI.

Pero el destino siempre favorece a los valientes y, cuando se habla de narcotráfico, la valentía es sinónimo de estupidez. Por lo tanto, yo era un monumento a la valentía. Y fue así, entre épica y mitología, que conocí a doña Rosita, la fuente de donde manaban los pitos malos de la calle Bremen.

Título: Historias en volá
Autor: Simón Espinosa
Sello: Plaza y Janés
N° de páginas: 150
PVP: $10.000

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