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Opinión

16 de Octubre de 2018

Memoria emotiva y ciudad

Recordé las garitas que nos robó el Transantiago: el único lugar que tenía desayunos a las seis de la mañana, una “liebre” sin neumáticos, transformada en cafetería –la musa de los food trucks- , con menú de paila de huevos y café instantáneo en tazones a precio módico, lugar ideal para terminar un día que nadie quería que terminara. Los vi sentados en esos pisos altos con respaldo rojos, soplando la taza con ojos trasnochados. Eran tan felices. Los vi, con la perspectiva que dan los años, con ternura y con ganas de gritarles, inútilmente, ¡sosiéguense!. Después aterrizaron los recuerdos ingratos y quiebres. Por algo se acabó.

Elena Pantoja
Elena Pantoja
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La memoria de la ciudad es colectiva y personal; podemos reconocer lugares comunes y personales entre estos edificios. Recuerdo el terremoto del 2010 cada vez que paso por el MAC, o la ex cárcel pública convertida en oficinas; La mudanza del Wonder Bar y el Olímpico, Hites en vez del 777. Ahora el bello edificio de la U. De Chile en Av. Vicuña Mackenna, en el suelo. La ciudad a veces nos transporta años atrás. Si no es el calendario que nos recuerdan un golpe de estado, el plebiscito, son pequeños y grandes detalles nuestros puestos en ella, un ADN común, cada día más demolido por constructoras que modernizan el adobe del que estamos hechos. Como Don Hugo, que desde que tengo uso de razón, vende flores junto al Santa Lucía, aunque le cambien el kiosco de esquina. Supongo que la memoria emotiva es así, volvemos a ella, como un caballo viejo que conoce su camino, o en una versión más moderna, google maps: marcas y te lleva a ese lugar. Así, llegamos al mismo recuerdo, sin saber porqué, y así nos reencontramos con fantasmas del pasado.

Andaba pensando en eso cuando vi un fantasma que no veía hace casi una década, sentado en un café. Después del segundo más largo de la vida, un raconto interminable, decidí guardar mi mano para saludar y seguí mi camino.

Mi reflejo en el vidrio tenía 17 años más desde que nos conocimos, al igual que el suyo.

Sin embargo, llegué a un pasado lejano: por un rato volví a ser una veinteañera hablando horas por el teléfono fijo de la casa de los papás, robándole horas a la noche, porque el día no nos alcanzaba, cantando canciones de la radio del auto; besos eternos, porque había tiempo para besos eternos. Recordé las carcajadas, silencios sin respuesta, conversaciones eternas, creyendo cambiar un mundo imposible con cháchara – por algo hay que empezar- y la ignorancia de saber en qué nos convertiríamos hoy.

Recordé las garitas que nos robó el Transantiago: el único lugar que tenía desayunos a las seis de la mañana, una “liebre” sin neumáticos, transformada en cafetería –la musa de los food trucks- , con menú de paila de huevos y café instantáneo en tazones a precio módico, lugar ideal para terminar un día que nadie quería que terminara. Los vi sentados en esos pisos altos con respaldo rojos, soplando la taza con ojos trasnochados. Eran tan felices.
Los vi, con la perspectiva que dan los años, con ternura y con ganas de gritarles, inútilmente, ¡sosiéguense!. Después aterrizaron los recuerdos ingratos y quiebres. Por algo se acabó.

Los recuerdos hicieron que me arrepintiera unos días después de haber seguido mi camino, pero ya era tarde: el pasado había regresado a su meridiano cuando cambié de opinión. Es mejor el lugar donde nos llevó el tiempo, supongo.

Ahora veo a ese par en muchos rincones de la ciudad; para llegar a mi trabajo cruzo un parque a diario. Incluso en días soleados los puedo ver caminando entre la niebla, conversando con las manos en los bolsillos para capear el frío, pero juntos.

Me despediré de ellos y los dejaré tranquilos, hasta que la ciudad y la memoria digan lo contrario.

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