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Opinión

25 de Octubre de 2018

Columna de Lucía Dammert | Bolsonaro: síntoma de un problema político profundo

Las noticias son dramáticas. Mientras un exjuez supremo peruano, destituido por el Congreso acusado de presuntamente encabezar una organización criminal, se fugaba a Madrid; miles caminaban desde Centro América hacía los Estados Unidos buscando escapar de la violencia y la pobreza. Dejando atrás gobiernos marcados por la corrupción, el uso excesivo de la fuerza y […]

Lucía Dammert
Lucía Dammert
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Las noticias son dramáticas. Mientras un exjuez supremo peruano, destituido por el Congreso acusado de presuntamente encabezar una organización criminal, se fugaba a Madrid; miles caminaban desde Centro América hacía los Estados Unidos buscando escapar de la violencia y la pobreza. Dejando atrás gobiernos marcados por la corrupción, el uso excesivo de la fuerza y la indolencia de la élite gobernante. En Brasil, las encuestas marcan una preferencia significativa por Bolsonaro, candidato que auspicia la mano dura y la tolerancia cero a partir de una retórica de fuerte corte conservadora e incluso militarista.

En los países gobernados por la centro izquierda las cosas no están mejor. Nicaragua enfrenta serias denuncias de uso excesivo de la fuerza y censura por parte del régimen; Venezuela está en el vértice de una crisis humanitaria que incluye migración masiva y crisis económica permanente, en Ecuador el ex Presidente Correa pelea públicamente con su otrora delfín por investigaciones de corrupción. Mientras tanto Morales en Bolivia busca su reelección, a pesar de los resultados negativos en la consulta ciudadana.

Para muchos el debate se centra en si la izquierda es la responsable de Bolsonaro. El problema es mucho más serio y requiere de mayor análisis, pero planteo tres dimensiones relevantes. Primero, el liderazgo político latinoamericano sigue siendo cortesano, vinculado a formas de organización social que requieren un líder iluminado, un mesías, un cacique, cuya presencia resuelve todo, cuya ausencia genera inestabilidad. De izquierda y derecha hemos sido testigos en la última década de este tipo de liderazgos que alargaron sus periodos presidenciales, que hipercentralizaron la toma de decisiones; en eso Uribe y Chávez tienen bastante en común.

Segundo, el liderazgo político es territorial. Como señores feudales se mueven muchos líderes creyendo que son dueños del voto popular, que “su” gente confía y promueve su accionar. Sienten que han construido un espacio privilegiado de presencia y apoyo muchas veces clientelar. Sin embargo viven en su castillo, en general alejado del reclamo callejero, y divorciado de las realidades que marcan la cotidianeidad. Así las políticas públicas se nutren del discurso tecnocrático, se alegran de acuerdos intramuros, entregan cifras agregadas o promedio que poco o nada responden a la realidad de las mayorías. A lo lejos, desde el palco miran a los ciudadanos creyendo que los aplauden, cuando en realidad lo que no escuchan es el coro de reclamos y recriminaciones.

Tercero, el dinero ilegal inunda incluso las mejores intenciones. Compra de leyes, lobbies mafiosos de empresas, presiones a todo nivel, intervenciones, pago de coimas, participación del crimen organizado, organizaciones mafiosas dentro del ejecutivo, el legislativo y el judicial no son elementos de una película sino de una triste realidad que no se ha podido cambiar. La multiplicación de las redes sociales ha traído más transparencia a prácticas antiguas que han traspasado todo tipo de barreras, entre ellas las ideológicas.

En este contexto no es de extrañar que la gente pida “que se vayan todos”, que voten por payasos, artistas, comediantes con propuestas antisistémicas o por ex militares que apoyan los pasados dictatoriales. O directamente que no voten. Lo políticamente correcto, además, ha dejado de ser la norma, grupos cada día más conservadores emergen pidiendo que se acabe con la ideología de género, que los migrantes negros y poco educados no lleguen con tanta facilidad, que los criminales mueran en la calle.

Es hora que cambiemos la forma de hacer política. Se acabó el feudalismo, nadie es dueño del voto de nadie, volver al territorio, establecer un discurso y una práctica política que refleje las necesidades ciudadanas es imperativo. Lo es también limpiar la práctica política, la reelección debe ser algo extraordinario y no la norma. La puerta giratoria entre política y negocios debe estar reguladas. El financiamiento de la política requiere nuevos estándares. Seguir haciendo lo mismo no tendrá otro resultado más que los Trump, Duterte o Bolsonaro que hemos visto en los últimos años.

Quejarse de Bolsonaro es sencillo; lo verdaderamente necesario es mirar con detenimiento los motivos de su creciente apoyo popular. Los propios señores feudales tendrán que terminar con sus castillos, para evitar caravanas cada día más grandes de cientos de miles de latinoamericanos pobres, inseguros y cansados de una política. Lamentablemente, en la mayoría de países prácticamente nadie quiere mirar el problema en su totalidad.

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