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Opinión

25 de Octubre de 2018

Neruda, el profeta inconsciente

“Me parece que Pablo Neruda fue, en tiempos de su tempestuosa juventud, uno a quien le avisaron que pronto habría motivos para angustiarse”. Con esa intrigante afirmación, Gastón Soublette instala el enigma que se propone descifrar en La ciudad amarga. Relectura personal de Neruda (Ediciones UC), libro que acaba de publicar a sus 91 años. La angustia premonitoria que atribuye al poeta –cuya síntesis será el verso “Sucede que me canso de ser hombre”− se relaciona con el fenómeno histórico que ha preocupado a Soublette en casi toda su obra filosófica: el crepúsculo de la antigua cultura humana, arraigada en los ritmos de la naturaleza, y la irrupción depredadora del artificio, que sólo deja espacio al pensamiento utilitario y así nos sumerge, paulatinamente, en “la miseria psicológica del hombre masa”.

Daniel Hopenhayn
Daniel Hopenhayn
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Suele decirse que Marx restauró, a su pesar, la tradición de los profetas bíblicos, sólo que adaptada a los tiempos modernos: sus fuentes de iluminación ya no eran cósmicas ni divinas, sino estrictamente racionales. Su profecía, por lo mismo, no apuntaba tanto a recuperar el aliento originario de la creación como a organizar la construcción de un nuevo mundo, sometido a los designios de la razón humana.

Gastón Soublette, como Marx, se resiste a la sociedad egoísta y alienada que surgió de la Revolución Industrial. Pero a la hora de imaginar mundos mejores, milita en el bando de los antiguos. Todas sus indagaciones en la cosmovisión cristiana, mapuche o china se han inscrito en la valoración de una sabiduría primigenia, respetuosa del “orden dado” o natural, y en la crítica a la desmesura del “orden construido”, centrado en la dominación y el cálculo, que disocia al ser humano de su entorno, de sus semejantes y, finalmente, de sí mismo. El “don profético” que ahora redescubre en Neruda también apunta en esa dirección. La tesis de La ciudad amarga es que el poeta habría sabido escuchar, como quien presiente un terremoto, “los primeros crujimientos de la ruina a que estaba destinado el mundo que lo vio nacer”.

Para descifrar esas intuiciones, Soublette debe recurrir directamente a los poemas. Porque de sus largas conversaciones con Neruda, sostenidas entre 1965 y 1969, sólo pudo concluir que él era incapaz de poner en perspectiva filosófica lo que había escrito. “Jamás pude llevarlo a una conversación sobre su poesía que trascendiera lo puramente anecdótico. […] Incluso llegué a imaginar que su inspiración poética, en relación con el hombre amistoso y dialogante de fácil entrega que yo veía en él, era el producto de una especie de esquizofrenia”.

La explicación sería esta: lo que Neruda intuyó, guiado por el pensamiento poético, fue la crisis del propio pensamiento poético. Crisis que a su vez explicaría, en palabras de Soublette, que hoy “nadie o casi nadie lee poesía […] La atención a una obra lírica supone en el hombre una cierta actitud que el modelo de civilización vigente, puramente económico y tecnológico, va excluyendo gradualmente hasta su desaparición. Así, nuestros patrones de pensamiento van siendo determinados inconscientemente por una mecánica que agrede y atrofia la matriz de pensamiento intuitivo que genera la visión poética del mundo. Contra esa parte de nuestra psique arremete hoy, y desde hace ya mucho tiempo, la lógica unidimensional del intelecto utilitario que se impone generando en la sociedad una mentalidad promedio”.

Desde luego, esa mentalidad promedio no refleja una saludable abolición de las jerarquías entre personas: lo que en realidad ha abolido son las jerarquías entre valores. Y de ese modo, remarca Soublette, “hemos quedado aturdidos y cretinizados, carentes de principios, discutiendo acaloradamente sobre puras cuestiones de procedimiento”. En respuesta a semejante panorama es que ha decidido releer a Neruda y escribir sobre él. En parte, dice, porque volver a esa poesía “equivale a mirarse en un espejo reminiscente y nostálgico que nos muestra la cara que teníamos antes de la catástrofe”. Y en parte, también, “como un modo de oponerme a que esta sea una sociedad de poetas muertos”.

LA VORÁGINE

Para mí todo era nuevo. Y caía

de puro envejecido este planeta.

Soublette se figura a Neruda como un hombre perseguido por una permanente noche enemiga. Su demorada sensualidad es el antídoto de una herida existencial que, pese a sus esfuerzos, nunca cerrará, y por eso “todo lo que este poeta toca, aun la felicidad y la plenitud misma, adquiere un acento lacerante”. De ahí esa retórica tremendista, abultada por adjetivos que “son siempre los mismos y su uso es impúdico, por decir lo menos”. La página 22 de este libro ofrece un hilarante compendio de ejemplos, la mayoría extraídos de Memorial de Isla Negra. Unos pocos: agua insepulta, arroz huracanado, pescados nupciales, naranjo enlutado, traje agonizante, miel sangrienta, honor iracundo, verano insepulto, hierro sangriento, umbral ferruginoso, oídos hambrientos, pelo sanguinario, verde insepulto, progenitura ensangrentada.

Hasta ahí el bullying al poeta. Porque “no todo lo tremendo”, aclara Soublette, es necesariamente “falso o afectado”. Lo fue quizás en su obra tardía, cuando ya era un tic, pero no en las “Alturas de Machu Picchu” y mucho menos en Residencia en la tierra (1933), obra que considera la más valiosa de Neruda; porque fue ahí que ese lenguaje descentrado, arbitrario, le permitió dar cuenta de “un proceso de decadencia y descomposición del entorno social y urbano” cuyos alcances históricos ni él mismo era capaz de dimensionar.

Soublette sigue entonces el itinerario poético y biográfico que llevó a Neruda a crear ese libro premonitorio. Todo comienza en la Estación Central, en marzo de 1921, cuando Neftalí Reyes llega a Santiago proveniente de Temuco. Así lo recordará en 1964, en el Memorial de Isla Negra:

Entró el Tren fragoroso / en Santiago de Chile, capital, / y ya perdí los árboles, / bajaban las valijas / rostros pálidos, y vi por vez primera / las manos del cinismo: / entré en la multitud que ganaba o perdía, / me acosté en una cama que no aprendió a esperarme, / fatigado dormí como la leña, / y cuando desperté / sentí un dolor de lluvia: algo me separaba de mi sangre.

El problema es que Soublette, nacido en 1927, recuerda que Santiago fue hasta los años 40 “una hermosa ciudad”, con jardines en todos los barrios y “sin bloques habitacionales amenazantes y de vulgar apariencia”. Nos cuenta que una casa, en aquella época, “siempre reflejaba en su estética la identidad personal de su dueño y la de los miembros del clan. Los espacios cívicos centrales reunían edificios de noble apariencia, en los que la estética no era sacrificada por la mera utilidad”.

¿Por qué Neruda, entonces, se obstina en ver una ciudad crepuscular? Porque su relación con el mundo –propone Soublette– ha sido modelada por el paisaje del sur, “viviendo al ritmo del orden natural”, lo cual le impone un rechazo del artificio y un doloroso apego al “paradigma de la cósmica perfección, cuya experiencia desde la infancia es como el mito fundante de toda su obra”. Por eso ya vislumbra, en ciertos gestos cotidianos, en ciertas casas cuyas puertas y ventanas no parecen hechas para mirar a la calle, los síntomas de “la tempestuosa vorágine que se avecina”, la crisis de un espíritu colectivo que se desvanece y empieza a ser expulsado del territorio por “la férrea ley de la eficiencia y el rendimiento”. En definitiva, un nuevo hábitat en el que conviven “seres que están juntos, pero que no son comunidad”.

Sé que ahora no hay nadie, / en la casa, en la calle, en la ciudad amarga. / Soy prisionero con la puerta abierta.

En la memoria de Soublette, aquella bruma espesa que Neruda percibió en el Santiago de los años 20 comenzó a invadir el ánimo general de la ciudad en el transcurso de los años 40. Su evocación de esa década comunica una misteriosa perplejidad: “Se sentía o presentía que, a pesar de la luminosidad del ambiente, una cierta cosa sombría e indefinible pesaba sobre todo. El Chile tradicional, con su natural agrado de vivir, parecía detenerse […] parecía que en el habla de los ciudadanos se agotaba toda la historia acaecida antes”.

Para entonces, Neruda ya ejercía de poeta consagrado (éxito que “suscitó una enconada envidia en tantos”, recuerda Soublette), pero también había sabido lo que es quemarse las alas y caer de golpe en tierra baldía.

LA MÍSTICA DEL CAÍDO

En 1935, Federico García Lorca definió a Neruda como “un poeta empapado de voces místicas que felizmente no puede revelar”. Soublette suscribe esa definición, siempre y cuando se entienda que esa mística no es la de quien eleva su espíritu y se emancipa de la materia, sino “la mística del ángel encadenado a la forma del mundo y sus límites duros, como los muros de una prisión”.

Y su primera prisión era él mismo. Por eso la aventura “de alto vuelo cósmico y pasional” que emprendió en sus libros previos a Residencia en la tierra (Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Tentativa del hombre infinito, El hondero entusiasta) no fue sino un intento desesperado de desdoblarse en alturas que, sin embargo, lo dejaban a la deriva, incapaz de hacer pie: “Es la mística del caído que no puede vencer el sino de sus estrellas y en vano pretende combatirlas desde su pequeñez y su furioso desvalimiento”. Por eso, también, el erotismo de esos poemas lo condena de antemano a la soledad del náufrago, volcado como está hacia una mujer que es más bien una creación suya, la protagonista del ritual que él oficia sobre ella (Soublette sospecha de una inconsciente inclinación al vampirismo), antes que un otro real al cual entregarse. La impotencia resultante queda registrada en numerosos fragmentos.

No es amor, es deseo que se agota y se extingue.

Es como una marea rompiéndose en sus ojos / y besando su boca, sus senos y sus manos. / Ternura de dolor, y dolor de imposible.

Soy el desesperado, la palabra sin ecos, / el que lo perdió todo, y el que todo lo tuvo.

Lo que Soublette quiere mostrar con esto es que Residencia en la tierra captura el momento en que Neruda, tras agotar sus fuerzas en esa elevación imposible, cae ferozmente a la realidad, obligado a lidiar con la evidencia de “un mundo marchito, envejecido, de gente alienada y embrutecida, aprisionado entre muros, objetos y desechos de una realidad que se desintegra”. Libro de extrema sensibilidad visual, en que las imágenes interactúan siguiendo “la dialéctica de la luz y la oscuridad, lo agudo y lo grave, lo suave y lo áspero”, Residencia… sigue siendo la tragedia de quien no puede salir de sí mismo, pero ya no perdido entre las estrellas sino atrapado en la náusea del sinsentido que se ha apoderado de la materia, en la forma de “una saturación angustiosa de percepciones y estímulos”.

La lectura biográfica de esos poemas suele atribuir el desasosiego a la pesadilla solitaria que Neruda vivió en el Lejano Oriente (1927-1932), mientras ejerció como cónsul chileno en Birmania, Ceylán, la isla de Java y Singapur. Pero a Soublette esa explicación no lo satisface. Las dos primeras Residencias contienen poemas escritos en Chile antes y después de ese periplo, lo cual refuerza su presunción de que el ostracismo diplomático sólo agravó una crisis existencial incubada durante sus primeros años en Santiago: la de estar siendo “cosificado” por la lógica productiva de la modernidad. Crisis de alcance mundial, por cierto, y que habría tenido una manifestación artística temprana en el cuadro El grito, de Edvard Munch (imagen de portada de este libro).

En el grito de Neruda también están los ecos de los poetas malditos franceses, si bien Soublette hace notar que, a diferencia de ellos, el poeta de Residencia en la tierra no resuelve su hastío por la vía del cinismo o del sacrilegio: “Acepta humildemente su derrota. Su fuerza no es orgullosa ni desafiante”. En “Galope muerto”, poema que abre el libro:

Por eso, en lo inmóvil, deteniéndose, percibir,

entonces, como aleteo inmenso, encima,

como abejas muertas o números,

ay, lo que mi corazón pálido no puede abarcar.

En esa resignación a no poder abarcar la realidad, precedida de la palabra “inmóvil”, Soublette encuentra sintetizada una intuición fundamental del siglo XX: la inutilidad del movimiento; la amarga suspicacia de que tras la aceleración moderna se esconde una matriz inmóvil, un principio de lo inmutable que vuelve estériles las tentativas. Lo había anunciado Nietzsche, advierte Soublette: es “la hiperactividad insensata” que sobrevendría como resultado de la muerte de Dios, y que Neruda padece en poemas como “Débil del alba”, donde la invasión del espacio natural por parte del “caos mecanizado” le impone a la vida “un esquema de funcionamiento que absorbe su vigor, su sangre, su gloria”.

Yo lloro en medio de lo invadido, entre lo confuso,

entre el sabor creciente, poniendo el oído

en la pura circulación, en el aumento

[…]

el tejido del día, su lienzo débil,

sirve para una venda de enfermos, sirve para hacer señas

en una despedida, detrás de la ausencia:

es el color que sólo quiere reemplazar,

cubrir, tragar, vencer, hacer distancias.

De Nietzsche, que anunció el problema en el siglo XIX, Soublette salta al filósofo Han Byung-Chul, que describió en La sociedad del cansancio sus consecuencias en el XXI: la extenuante libertad de vivir para rendir, acusada por Neruda en poemas como “Desespediente”.

Ven conmigo a la sombra de las administraciones,

al débil, delicado color pálido de los jefes,

a los túneles profundos como calendarios,

a la doliente rueda de mil páginas.

[…]

Lloremos la defunción de la tierra y el fuego.

Tanta sensación de pérdida despertó en Neruda anhelos de tierra natal y, más aún, de calor materno. Al menos eso sostiene Soublette. Lo detecta en un verso de “Walking around” (“sólo quiero un descanso de piedras o de lana”) y lo desarrolla en un bello análisis del “Tango del viudo”, poema que evoca su turbulento romance en Rangún con Josie Bliss. La lectura algo lineal de ese texto describe al poeta jactándose de ser acosado, cuchillo en mano, por una celópata que no lo deja respirar. Soublette, sin embargo, vislumbra que en esos versos, como muy pocas veces, Neruda se deja ver como “un niño grande que aún no se curaba del trauma de la ausencia de la madre […] y, evidentemente, necesitado de alguien que lo ame”. Por eso encuentra en la pantera birmana, no obstante su violencia, un fondo acogedor que lo retrotrae a “substancias extrañamente inseparables y perdidas” (último verso del poema), que son los fantasmas y refugios de la infancia, “todo lo cual esta mujer maligna y dulce, erótica y maternal, tierna y furiosa, ha despertado otra vez en él, justamente por su bondad oculta bajo el disfraz de una bruja asesina”.

***

Aunque La ciudad amarga es un ensayo sobrio, apegado al formato tradicional de la exégesis literaria, Gastón Soublette consigue en más de una ocasión lo que parecía improbable: darle nueva vida al carácter “telúrico” de la poesía de Neruda. Y quizás a toda su obra, al liberarla por un rato del juicio moral sobre la vida privada del poeta. Poco interesa a este autor determinar si Neruda fue un buen padre, como tampoco se preocupó de discernir, en sus textos sobre Violeta Parra, si la artista había sido una buena madre.

Entre las preguntas que plantea este libro, una difícil de responder es esta: ¿se produjo entre los años 20 y 50 del siglo pasado una mutación especialmente crítica del hábitat humano, cuyo saldo fue la pérdida de toda una manera de sentir el mundo? Si Soublette lo recuerda así es porque algo de eso hubo, pero también es cierto que ser testigos de esa pérdida es lo que han creído los habitantes de la modernidad en casi todas sus etapas. Cada generación ha extrañado la armonía del paisaje que conoció en su juventud, reemplazado siempre por uno más grande y frenético que desgarraba los tejidos originales de la buena vida.

Soublette, por ejemplo, constata que al merodear las viejas casas del centro “ya no se oye la tonada tradicional, o el apasionado tango de Gardel, ni la canción de amor chilena, púdica y sincera; se oye la violencia acústica de la guitarra eléctrica y el falso trueno del bajo de entorchado grueso”. Una o dos generaciones más abajo, sin embargo, la catástrofe sería fechada en el paso de las guitarras eléctricas a las bases de reggaetón. ¿Se puede perder tantas veces lo mismo? ¿O cada vez estamos perdiendo una versión más pálida de algo que ni siquiera podemos precisar?

En el caso de Neruda, como recuerda Soublette, fue la conciencia política –forjada entre la Guerra Civil española y su adscripción al comunismo− lo que “exorcizó su dolor egocéntrico” al volverlo más sensible al sufrimiento ajeno. “Así, el mundo real y sus habitantes, para este hombre doliente de sí mismo, entró también por la vía del dolor”. En otras palabras, fue la profecía de Marx, constructora de un nuevo orden artificial, lo que le abrió un camino de regreso a la pureza de lo elemental, transfigurada ahora en el pueblo. Pero el paraíso perdido no se recupera con industrias y Neruda, con el timing que siempre lo benefició, dejó este mundo a los pocos días de que la pasión del pueblo fuera derrotada y su cansancio de ser hombre reconquistara el aura profética: cuatro décadas después, el término de moda para definir el espíritu de la época sería “la sociedad del cansancio”.

Para arreglarnos mientras tanto, Soublette rescata del Memorial de Isla Negra estos versos menos utópicos, menos dramáticos:

Lo bello fue aprender a no saciarse

de la tristeza ni de la alegría,

esperar el tal vez de una última gota,

pedir más a la miel y las tinieblas.

 

La ciudad amarga. Relectura personal de Neruda

Gastón Soublette

Ediciones UC, 2018, 139 páginas

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