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15 de Diciembre de 2018“Halmonis”: Las esclavas sexuales del ejército japonés que todavía exigen una disculpa
Se cree que unas 200.000 mujeres, adolescentes y coreanas en su mayoría, fueron prostituidas a la fuerza por las tropas imperiales niponas desde los años 30 hasta el final de la II Guerra Mundial, en 1945.
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Aún reclaman una disculpa sincera por el calvario sufrido como esclavas sexuales del Ejército japonés hace seis décadas: Son las “halmonis”, seis ancianas surcoreanas que viven en una casa de retiro donde se honra su coraje y dignidad.
Lee Ok-sun tenía solo 15 años cuando un hombre coreano y otro japonés la secuestraron en el verano de 1942 en Ulsan (costa suroriental). Hacía dos que había dejado su ciudad natal, la vecina Busan, para trabajar en una posada, algo tristemente común en aquellos tiempos de penuria en Corea, que entonces no estaba dividida en dos y que desde 1910 se hallaba bajo un férreo dominio colonial japonés.
“Me llevaron a Yanbian (provincia china de Jilin) y ahí sufrí como esclava sexual durante tres años”, detalla a Efe Lee, que hoy tiene 91 años, en su habitación de “La casa del compartir”, residencia donde vive junto a otras “halmonis” (“abuelas” en coreano) que también fueron esclavizadas por las tropas japonesas.
Está más cansada de lo habitual: son días tristes y ajetreados en esta casa de retiro situada 30 kilómetros al sureste de Seúl ya que hoy mismo han concluido las exequias por la muerte de otra “halmoni”, Kim Sun-ok, fallecida la semana pasada a los 97 años.
Esto deja solo seis “halmonis” en “La casa del compartir” y en total quedan con vida solo 25 de las 240 antiguas esclavas sexuales registradas por el Gobierno surcoreano.
Se cree que unas 200.000 mujeres, adolescentes y coreanas en su mayoría, fueron prostituidas a la fuerza por las tropas imperiales niponas desde los años 30 hasta el final de la II Guerra Mundial, en 1945.
“Japón ha minimizado sus crímenes de guerra”, explica la historiadora surcoreana Kang Jeong-seok, quien admite a su vez el peligro de contar exclusivamente con el testimonio de las víctimas como prueba.
El principal problema, subraya, es que Tokio no ha mostrado voluntad de publicar gran cantidad de material documental que permitiría establecer “científicamente el alcance real del daño”.
Tras un breve descanso, la abuela Lee dice: “Todo el tiempo que pase en este mundo lo dedicaré a luchar por una disculpa del Gobierno japonés. Yo solo quiero que me pidan perdón y ellos solo están esperando a que me muera”.
De hecho, el Gobierno nipón pidió perdón en 1994 en la llamada “declaración Murayama” y constituyó un fondo público-privado de compensación de 5 millones de dólares. Decenas de antiguas esclavas sexuales aceptaron el dinero, pero no las “halmoni”, que consideraron que la disculpa no era sincera y que la indemnización no procedía enteramente de fondos de la Administración.
En 2015, el anterior Gobierno conservador surcoreano y el japonés firmaron un acuerdo para zanjar el tema a condición de que Tokio pidiera disculpas nuevamente y compensara a víctimas con otros 8 millones.
Otras 34 esclavas sexuales (y los familiares de otras 58 fallecidas) aceptaron el pago, pero de nuevo las “halmoni” se negaron a recibir un dinero que, según ellas, Japón calificó de “ayuda humanitaria” y no de “compensación legal”.
El nuevo Gobierno liberal estimó a su vez que el acuerdo se había pactado a espaldas de las víctimas y lo desechó con el 45 % de los fondos nipones ya repartidos, por lo que ahora queda pendiente saber si devolverá o no a Tokio la totalidad o parte del monto.
En cualquier caso, a la abuela Lee le parece que el acuerdo de 2015 no ha hecho si no complicar aún más las cosas y ralentizar una resolución definitiva del asunto.
Antes que cualquier dinero, dice, lo que necesita es “una disculpa de corazón” por las cicatrices físicas y psicológicas que acarrea.
En la primera categoría destaca el hecho de que nunca pudo tener hijos por los tratamientos con arsfenamina y vapor de mercurio (el Ejército nipón los usaba en sus prostíbulos para evitar la propagación de sifilis) a los que fue sometida durante su calvario en Yanbian.
Ella y otras nueve mujeres, la mayoría adolescentes, debían atender a unos 40-50 soldados al día y cuando finalmente terminó la guerra y los japoneses huyeron, comenzó un segundo suplicio, el de tener que ocultar su drama durante décadas por el fuerte estigma en las sociedades confucianas sobre el sexo premarital.
Esta es una carga que todas las “halmonis” han padecido en silencio y que muchas han exteriorizado en una serie de durísimas pinturas que se exhiben en un museo aledaño a “La casa del compartir” y que, por su crudeza, se prohíbe filmar o fotografiar.
Detrás del museo, un pequeño cementerio con las tumbas de las “halmonis” fallecidas que han pasado por la casa recuerda que para ellas esta es una batalla contrarreloj: que se les pida perdón a cuenta de la dignidad que les fue pisoteada cuando eran poco más que unas niñas