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Opinión

24 de Enero de 2019

Carlos Araya Díaz, escritor y cineasta: “En muchos sentidos Calama es como Twin Peaks”

Como buen calameño, el sueño de Carlos Araya Díaz era ser wing derecho en Cobreloa. Como no lo logró, se hizo kinesiólogo, cineasta y, finalmente, escritor. Además de algunas historias escabrosas que involucran la profanación de restos humanos, la kinesiología le dejó el rigor y un sentido particular sobre el movimiento y la visualidad que atraviesa su obra hasta hoy. Su último libro, Población flotante (Emecé, 2019), es un alucinante relato coral hecho a 62 voces con los pasajeros y la tripulación de un bus que se cruza con una tormenta en el desierto. Un libro que, sostiene, se presenta como un antídoto a la literatura del “yo”. “Hay que atreverse a ver la comunidad, a retratar el espacio alrededor”, dice. En su caso, un espacio visto a través de lentes mojados con cerveza y agua con arsénico.

Jonás Romero Sánchez
Jonás Romero Sánchez
Por


— ¿Vai a cagonear, Romero? Démosle otra—, desafío Carlos Araya desde el otro lado de la mesa.

Entre nosotros, una libreta, una grabadora que hace rato pasó la hora de grabación, dos vasos y tres botellas vacías de pilsener. Estamos en el Rincón de Arriba, uno de los bares favoritos del kinesiólogo, escritor y cineasta calameño, autor de los celebrados Ejercicios de Encuadre (Cuneta, 2014), Historial de Navegación (Alquimia, 2016) y de las películas El hijo pródigo (2013) y Propaganda (MAFI, 2014).

Hace años que nos seguíamos por redes sociales. Luego de un breve cuestionario que hicimos para una revista regional, quedamos enganchados en ese típico baile entre periodista y fuente: varios likes cruzados en Facebook, alguna consulta por novedades literarias u otra felicitación por equis proyecto.

Esta es la primera vez que nos vemos y, al momento en que lanza el desafío, puedo decir con seguridad que ambos estamos curados como zapato. Y aunque todos mis instintos me dicen que no es aconsejable hacerlo, acepto una última cerveza.

***

Como buen calameño nacido en la década de los ’80, de niño Carlos Araya soñó con convertirse en puntero derecho de Cobreloa.

Hijo de una secretaria y un empresario con shoperías y habitaciones para mineros, Araya creció arrendando películas en la población Polanco Ñuño y recolectando desechos junto a sus primos en la ribera del Loa.

Para mí, la adolescencia fue el cine y el fútbol—, resume

En 2002, recién salido del liceo, Araya llegó hasta Arica para estudiar kinesiología. En la pensión se encontró con Valderrama y Marquitos, dos universitarios con quienes sumó lecturas y realizó sus primeros experimentos de cortometrajes filmados con una Handy HI-8, los que hoy asume como malas imitaciones de David Lynch con el desierto de fondo. “En el fondo, sentíamos que Calama y Arica eran ciudades como Twin Peaks”, bromea Araya.

Por esos años, los tiempos de estudio se reducían a las horas en vilo que pasaba en el bus que lo llevaba de vuelta a Arica, luego de un fin de semana de hueveo en Calama. Poco a poco, los libros de anatomía descriptiva fueron derivando en literatura. De leer sobre las inserciones de un músculo, Araya se pasó a los versos de Gonzalo Millán en La ciudad. Libro que, recuerda, lo contagió de un estado “que no había sentido antes”. 

– ¿Cómo surgió la idea de escribir Población flotante?

– Cuando estaba escribiendo cuentos para Historial de Navegación, el año 2013, surgió la voz del auxiliar de bus. Pensé que ahí había un dispositivo que permitía después ser trabajado con mayor extensión. 

– ¿Por “dispositivo” te refieres a esta plantilla de bus, donde se anotan a los pasajeros? 

Claro, una lista de pasajeros. Cuando apareció esta voz, al tiro me imaginé “uno, pasillo; dos, ventana” y así. A mí me pasa eso con los libros: cuando aparece una forma, pienso que puede haber un libro. No me arriesgaría a escribir un libro sin tener una forma, donde sólo sea la historia por la historia. 

– Llama la atención esa forma de pensar, que está muy presente en casi todo lo que has producido: películas y libros. 

– Tiene que ver con las células y la carrera que estudié, kinesiología. Si no existe una membrana plasmática, la célula no existe, sería puro fluido. No habría un organismo ni cuerpo. Para que haya “algo”, primero tiene que haber una membrana.

***

Del tiempo que pasó en Arica, Araya recuerda cuando, junto a un compañero, se vieron en la misión de cocinar una pierna humana. 

—La tarea consistía en despellejar esa pierna para encontrar hueso por hueso, falange por falange, tibia y peroné, para presentarlo el día lunes en el ramo—, rememora.

Una práctica que, reconoce, “era más ilegal que la chucha”, pero que era mandatada por los propios profesores de la Universidad. “Incluso, eran ellos los que nos decían cómo hacer la movida con el hueón que vendía cuerpos en el cementerio de Arica”, explica.

De esa experiencia, Araya pide acotar: “el olor a cuerpo humano es brígido”.

– En tus libros hay personajes como los que conociste en Arica, con una fijación por registrar texturas, sonidos y huevadas.

– Tengo una atracción fatal por las texturas, por los ambientes sonoros. Quizás patológica. Si hay algo que une a la literatura con el cine es la búsqueda de la imagen, del plano. La imagen está por sobre todas las cosas, incluso por sobre las historias.

Tras su egreso, Araya viajó hasta Santiago para realizar su práctica. El mismo verano en que se estrenó el Transantiago, el calameño dividió sus días revisando músculos por la mañana y asistiendo a talleres literarios por la tarde. Por esos años, El Paseo Ahumada de Enrique Lihn, La insidia del sol sobre las cosas de Germán Carrasco y La Ciudad de Millán fueron fundamentales no sólo para moverse por Santiago, sino para aprender que los libros “también pueden filmar el espacio”.

El inquieto Araya se inscribió para estudiar cine en la capital. En 2013, tras varios años de cursos y talleres, estrenó El hijo pródigo en el Festival de cine de Valdivia. Como reseñó Antonella Estévez: “el filme se centra en la decadencia de un padre que, ante la huida de casa de su hijo menor, se entrega al síndrome de Diógenes y a la acumulación de todo tipo de cosas, hasta transformar su propia casa en un basural y abandonar su propio cuerpo a la suciedad que va formando alrededor de él”.

– En Hijo pródigo como en tus libros hay una fijación por los objetos, los materiales, como un cazador recolector.  

Es que es un poco como la literatura ¿no? El oficio del escritor, del cineasta, en parte, consiste en ir a recolectar objetos y organizarlos, porque puede que en algún momento cobren sentido. Es como un ejercicio de observación que nos hacía Pedro Chaskel: todos los lunes debíamos presentarle una plana de algo que nos hubiese interesado en la ciudad. Eso me abrió un montón de ventanas, formas de cómo abordar Santiago desde la escritura. En el bus de Población flotante hay personajes de mis otros libros, es un mismo imaginario, siento. ¿Cómo unir estos elementos que recolectas? Tiene que ver con las fotos, los objetos… no sé ¿Te sirvo más cerveza?

– En la contratapa del libro se habla de que Población flotante es una historia violenta. ¿Estás de acuerdo?

– En este libro hay violencia, pero en voz baja. Es una novela de los contrarios: del yo y los otros, del sueño y la vigilia, del metal y la carne, del interior y el exterior del bus. ¿Cachai? Por un lado están los conflictos del ser humano dentro de una restricción espacial y por otro, está la pugna entre el bus y la naturaleza, el clima, que es algo que no podemos dominar. Al final, es la violencia del ser humano atravesando un espacio que tiene sus propias reglas. Fuera de hueveo, pienso que es lo más luminoso que he escrito. 

– ¿Cómo fue trabajar una novela con 62 personajes? 

– Fue un trabajo muy arduo. De avance irreflexivo y retroceso metódico. Tengo un mapa enorme de este libro con un montón de colores, escaletas, descripciones, etcétera. Traté de superponer varias tramas: la de los objetos, los personajes, el espacio y cómo el clima iba oponiéndose al bus. Como la anatomía po: piel, grasa, hueso. 

***

Hace algunos años, en una entrevista para el suplemento regional KU, Araya señaló una ventaja evolutiva que, asegura, desarrollan hasta hoy quienes crecen a la orilla del Loa. “Para mí, nacer y vivir en Calama fue gran entrenamiento para la vida. Si vienes de un lugar tan rudo como Calama, hay menos cosas que te pueden quebrar”, afirma.

– ¿Has pensado en esa relación que existe entre la mina y los calameños?

– Es tremendo, hueón. Los mineros viven la mina a corazón abierto. Es una hueá increíble. No sé si los trabajadores de otra industria en Chile tengan ese cariño por la extracción que hacen. Arriesgan mucho la vida y se hacen cagar el cuerpo con arsénico, pero también se llevan beneficios que no tendrían en otra parte de Chile.

Actualmente, además del lanzamiento de Población flotante, Araya está ocupado en los últimos detalles de El viaje espacial, una película que registra planos fijos en paraderos de buses a lo largo de Chile. Al igual que los trabajos realizado para Mapa fílmico de un país (MAFI), la filmación de esos planos fueron una lucha constante entre el seguir filmando y el irse a la chucha.

—Hay una voz que te dice en la cabeza “tenís que cortar”, “esta hueá ya no da pa más”, “no va a pasar nada”. Pero tu tenís que persistir, porque algo va a pasar. Está la tensión, los personajes, ¡tenís que seguir! Como los Lumiere, cine primitivo. Un plano fijo y pico, el tren va a llegar

La cerveza en la mesa ya casi se acaba, y ambos entendemos que es hora de dejar el Rincón de arriba. Igual, como buenos porfiados, entrevistado y entrevistador caen en otro juego: encender la grabadora y registrar las últimas ideas coherentes posibles.

Aquí algunas: cuando Alexis Sánchez jugaba por Cobreloa, salía a carretear con Mentolathum en la cara. Luego de un taller, los cineastas Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda intentaron secuestrar a Araya en su auto. Aguante Pedro Chaskel. De niño, Araya rompió un ventanal luego de ver Karate Kid y siempre le gustó más Steve Hyuga que Oliver Atom. Tener una hija es un amor definitivo. En el fondo, la maldad siempre está en nosotros. Los aluviones de barro son hueás devastadoras, pero estéticamente deslumbrantes. Si un aluvión sepultara Chuquicamata, nos iríamos todos a la mierda.

Y lo último, antes de irnos, en voz de Araya. “Para mí, escribir novelas o hacer películas, es activar un antídoto contra la literatura del ‘yo’. Es atreverse a la ficción, a ver la comunidad y a retratar a los otros”.  

Es el dejar de mirarse, para poder mirar a los demás.

* Fotos por Leo Piagneri @viajero.dimensional

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