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Opinión

6 de Marzo de 2019

Columna de Sergio Caniuqueo Huircapan: En busca de la felicidad mapuche, historias secretas.

La visión romántica de la Historia Mapuche, las malas interpretaciones, así como la historia de las hazañas de los grandes hombres –muy parecida a la historia oficial de los Estados– ha invisibilizado la de los niños, niñas y mujeres hasta el día de hoy. De estas historias secretas, destaca el fenómeno de los niños y […]

Sergio Caniuqueo Huircapan
Sergio Caniuqueo Huircapan
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La visión romántica de la Historia Mapuche, las malas interpretaciones, así como la historia de las hazañas de los grandes hombres –muy parecida a la historia oficial de los Estados– ha invisibilizado la de los niños, niñas y mujeres hasta el día de hoy. De estas historias secretas, destaca el fenómeno de los niños y niñas arrendados, aunque es de muy larga data en las comunidades mapuche. Muchos adultos que hoy superan los cincuenta años lo vivieron, eran los famosos “mocitos”. La mayoría de estos niños eran de familias empobrecidas o de menor rango social en las comunidades, porque hay que recordar que existía una segmentación social al interior del mundo mapuche, incluso antes de la llegada del Inca y del hispano. Los conceptos de Tuwun (lugar de origen) como Kvpan (linaje) nos dan las coordenadas sociales de los sujetos e indican si sus familias eran de prestigio, subordinadas o proscritas.

Estos niños arrendados simbolizaban pactos entre los padres o familiares más cercanos con algún familiar o persona en mejores condiciones económicas, y en este sentido, no solo era un pacto económico, sino también social, ya sea de subordinación o de alianza. Los niños podían ser arrendados aproximadamente desde los seis años en adelante, y por lo general el acuerdo involucraba dinero o animales entregados a la vuelta del año. El niño o niña era utilizado para trabajos menores, como ayudar en las tareas de la casa o cuidar animales en un potrero, y de hecho hasta los años 80’ del siglo XX se hablaba de “cercos vivos”, ya que al interior de los predios mapuche no había alambradas. Esto fue un factor importante que explica por qué muchos niños mapuche no recibieron educación formal.

También existía una práctica parecida con los primeros nietos, que eran entregados a sus abuelos para que cuidaran de ellos y realizaran tareas domésticas. En ambos casos, muchas veces recibían la orientación y conocimiento de las familias de acogida, pero también estaba presente el maltrato y la explotación. Esta costumbre se traspasó a los centros urbanos y muchos niños y niñas mapuche fueron empleados en casas particulares, con el compromiso de que recibirían educación. Uno de estos casos fue el de don Rosendo Huenuman García, quien en su adultez llegó a ser diputado de la república. A los 12 años vivió esta situación en la ciudad de Temuco, y de adolecente viajó a Concepción a trabajar y terminar sus estudios, a mediados de los 50’.

Muchos de estos niños y niñas, a los doce o trece años comenzaban a emplearse en fundos, o viajaban a la ciudad, muchas veces a la siga de parientes que habían migrado. Cada vez que me cuentan sus relatos, las personas se quiebran al recordar los abusos y malos tratos, sienten que no eran vistos como personas ni como parientes, por ser huérfanos o por desconocer su origen paterno. Se los llamaba kuñifal (desamparados). La creencia indicaba que estos sujetos no eran de fiar y, en muchos casos, incluso de adultos, sufrían un fuerte estigma social. De hecho, el niño que fue sacrificado en el maremoto de 1960, en Puerto Saavedra, era un kuñifal. Para muchos de estos niños salir de la comunidad o radicarse en la ciudad significaba escapar del estigma. La felicidad, de esta manera, no podía encontrase en la comunidad sino fuera de ella.

Solo los niños descendientes de las familias con mayores recursos pudieran estudiar, la mayoría estudió en escuelas misionales y muchos de ellos se convirtieron en profesores. En los 60’, bajo el gobierno de Eduardo Frei se construyeron numerosas escuelas en las comunidades, con ello disminuyó en parte el número de analfabetos mapuche, pero la gran mayoría solo lograba avanzar a los primeros años de primaria. En dictadura, la división de las comunidades fue acompañada de materiales para cercar los predios –lo que puso fin a los “cercos vivos”–, así como de un mayor número de postas y escuelas que abrieron la posibilidad a que los niños avanzaran en su escolaridad.

Pero la pobreza no se erradicó, ni tampoco la emigración de adolescentes a las ciudades para trabajar como asesoras del hogar, panaderos o cargadores en los mataderos o en la vega. Los testimonios coinciden en que soñaban con construir una nueva vida, con un buen trabajo, familia y casa propia, y en muchos casos también con distanciarse de todo lo mapuche. De allí, en las situaciones más extremas, vienen los cambios de apellidos.

LA CIUDAD, DULCE Y AGRIA.

Hace un par de años, en un taller con pobladores mapuche en Santiago, la mayoría mujeres, analizamos en conjunto la historia de su llegada a Santiago, en diversas épocas. Muchas de ellas se emparejaron para salir del trabajo de asesoras domésticas puertas adentro, y muchos de estos matrimonios terminaron muy lejos de lo que ellas pensaban, y se proyectaron en los hijos, soñando que ellos alcanzarían lo que ellas no pudieron. El fracaso de un hijo o hija era doloroso, principalmente porque sentían que el círculo de la pobreza no podía romperse, lo que derivó frecuentemente en depresiones.

En la comunidad los niños arrendados crecieron, muchos de ellos apostaron a la educación de sus hijos en internados, separándolos de la vida cotidiana familiar, impulsándolos a estudiar y hacer vida afuera de la comunidad. Y así, muchas personas de estas nuevas generaciones, pese a venir de las comunidades, no lograron hacer vida comunitaria. Para estos padres la felicidad era desplazada hacia la de los hijos y de sus familias en la ciudad, son el sueño que sus nietos pudieran alcanzar lo que ellos no lograron darles a sus hijos. Sin duda, la vida de estas personas fue triste, pero no solo por el peso del colonialismo chileno que los condena a la pobreza mapuche, sino porque, como sucede con todo ser humano, las relaciones inmediatas son las que dejan las marcas más profundas, y los estigmas generados al interior de las comunidades se repitieron luego afuera de ellas. Así, muchos inculcaron un sentimiento de apatía hacia lo mapuche en sus familias, y fueron pocos lo que lograron superar el trauma y reconciliarse con su identidad.

Pero la historia es cíclica, y muchos nietos y bisnietos viven la herida colonial del desarraigo, sin entender la historia de dolor de sus abuelos. Es más, el dolor que los abuelos buscaron ocultar a sus familias estas nuevas generaciones, buscan representarlas en nuevos soportes artísticos, tanto en la poesía como en el teatro mapuche. Es sabido que el dolor puede desembocar en catarsis, y que esta puede generar una conexión entre las generaciones antiguas y las actuales, pero esto es efímero si no hay construcción de un futuro, es decir una propuesta para superar tanto el dolor como la catarsis. Creo que si hay algo que retornar de las antiguas generaciones es cómo, a pesar del dolor vivido, se puede pensar en un proyecto que nos permita alcanzar la felicidad, entendida como la capacidad de convivir entre seres humanos, mejorando las condiciones para las nuevas generaciones, y cómo, desde la familia, hoy se construye un nuevo tipo de comunidad política y social mapuche.

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