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Opinión

11 de Marzo de 2019

Columna de Jorge Arce: Por nacer pobres

Hace algún tiempo, caminando una agradable tarde/noche de verano rumbo a comprar pan, me topé con la Señora Lucía. No esa, por cierto. Ésta ha vivido siempre más desdichada. Por decirlo de algún modo. Al menos así seguía luciendo Lucía ese día en que se me apareció por el rabillo del ojo, y yo firme […]

Jorge Arce
Jorge Arce
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Hace algún tiempo, caminando una agradable tarde/noche de verano rumbo a comprar pan, me topé con la Señora Lucía. No esa, por cierto. Ésta ha vivido siempre más desdichada. Por decirlo de algún modo. Al menos así seguía luciendo Lucía ese día en que se me apareció por el rabillo del ojo, y yo firme adelante, la misma semana en que le había tocado perder a sus dos hijos. Primero fue Marco, por la coca pateada y los monos. Seis días después, Rafael, por un cáncer que pudo haber sido casi una pulmonía, en su minuto. Ambos por pobres, al final. Bueno, los tres. Porque ella también estaba muerta. Sola en una casa enorme…

Mirarla ahí sentada los días posteriores, en el antejardín mal arreglado y sin un brote verde en la tierra seca, con la mirada perdida, se volvió algo más parecido a un recuerdo que al ahora. Su figura ahí presente se ha ido desvaneciendo como la de nuestro propio yo en una memoria lejana; sus bordes se han vuelto nebulosos, sus miradas y gestos, menos precisos. Un buen día ya no va a estar, sencillamente. Así pasa con alguna gente acá.

Como Carlitos, que vive al otro lado de la línea y a quién yo de chico ayudaba a curar hilo con vidrio molido a cambio de materiales y herramientas para hacer un volantín, que un buen día desapareció y nadie supo por mucho tiempo nada más de él. Eso hasta que una noche, según cuentan los cabros de la esquina, lo vieron aparecer rompiendo el viento por la antigua línea del tren al molino, montado en una bicicleta que probablemente esa mañana no era de él y la que, no bien frenando afuera de su casa, tiró en una zanja llena de zarzas y la tapó con palos, ramas y cartones para luego colarse raudo por el portón de latón que hace las veces de entrada al peladero con cachureos arrumbados y un par de mediaguas mal paradas en el que vivía. A los 5 minutos llegaron los pacos y se lo llevaron, con más monos que Tarzán.

Los cabros tienen la idea de que no lo pillaron con todo, eso sí. En la casa de Carlitos viven varias personas, algunos de los cabros que se juntan en la esquina, de hecho, y la han dado vuelta buscando el escondite secreto; han picado el patio, sacaron un water, levantaron los pisos…. Pa qué decir la zanja; después de reducir la bicicleta, que para su fortuna y sed los pacos no notaron y ellos, bíblica y rápidamente, transformaron en vino, han cavado lo suficiente como para vivir todos cómodamente ahí. El resto de los cabros, los que viven en el pasaje, creen que esa misma noche El Guatón, que alcanzó a saltar a la casa del lado y, luego de eso, arrancar, se llevó lo que encontró y lo vendió. Y el resto se lo fumó, guatón culiáo, si no apareció como en 4 días.

Pasada la fiebre del oro, los cabros retomaron sus tardes sentados en la esquina, apiñados bajo un poco de sol o de sombra, según correspondiera, y siempre con una botella de algo. Así fue también el día que me despedí de ellos, hace más de 20 años. Estaba todo el lote más la Paula con La Frambuesa, su pequeña hija junto a la que hace poco la habían dado de alta del hospital. Cuando la cargué en brazos imaginé que, con toda un vida nuevecita por delante, para ella iba a ser distinto, que de alguna forma ella iba a ser también una especie de luz para los cabros, que cosas buenas se nos venían, en otras esquinas, a todos.

Durante el tiempo que estuve fuera, en mi vida pasaron muchas cosas. Y antes de volver, de habérmelo preguntado, habría supuesto que en la vida de ellos también. Pero no. Los cabros siguen viviendo la misma eterna tarde en la misma eterna esquina; no bien despiertan, cerca del mediodía, van apareciendo, uno tras otro, a tirar lengua y machetear a quien pase por su lado. Yo a veces les convido un pucho, otras ellos a mí, y después de tirar un par de tallas me bendicen y me regalan su pastera sonrisa sin dientes que algo de vida le da, de todos modos, a ese pellejo pegado a los huesos en el que se han vuelto, carentes de toda otra esperanza que la de hacer las monedas para fumar pasta y curarse de nuevo antes de que se entre el sol.

De chico yo jugaba con varios. Peluseábamos tardes enteras por el barrio, arrancábamos juntos cuando nos bajaban a palos y escupitajos del viejo tren a carbón que aún corría hacia El Molino y más de alguna vez nos agarramos a combos por motivos que hoy no soy capaz de recordar. Después, cada uno pa su casa. Y tal vez ahí estaba toda la diferencia.

Para ellos, y para muchos como ellos, no hubo reales oportunidades nunca, nacieron condenados a no esperar mucho, echados a una suerte en que uno en un millón lo logra. Porque en muchas poblas, para ellos y tantos otros, no se trata sólo de querer, no más. Con la droga y el copete a mano, la guata vacía y cosas muy feas pasando cotidianamente en todo su alrededor, ya es suficiente mértio para muchos niños sobrevivir. Si hasta la Frambuesa, esa guagua rechoncha y rebosante de rubor, olor a leche y flatulencias a la que hace más de 20 años cargué en brazos justo antes de irme, hoy las oficia de puta barata en el centro de Rancagua, con menos dientes que todos los de los cabros juntos y en los ojos sólo hambre, caña crónica y pasta.

Desde que volví han pasado casi dos años. La Señora Lucía sigue apareciendo, cada vez menos nítida, en el antejardín de su casa, cada tarde, muriendo de pena y soledad. La Frambuesa sigue puteando en el centro y dice que está juntando plata para ponerse los dientes. Algunas casas han cambiado el color de sus fachadas, algunos niños ha crecido… pero lo cierto es que si volviera a partir y regresara en otros 20 años, lo único que habría cambiado realmente es que varios de los cabros estarían muertos, el resto aún en la esquina, la Frambuesa puteando, Carlitos (que se arrancó de la cárcel y desde ahí nadie ha vuelto, otra vez, a saber de él) habría aparecido y vuelto a desaparecer un par de veces, y en mi pobla habría muy probablemente otras señoras Lucía marchitándose en tardes de antejardines secos, en esa agonía infinita de saber que sus hijos tampoco pudieron. Y, en general, pocazo de eso que mañana será otro día, porque para muchos de ellos, los abandonados, será otra vez, otra y otra más, exactamente el mismo día: largo, de a poquitos, lleno de necesidades básicas, angustiante, tan incierto… por nacer pobres.

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