Secciones

The Clinic
Buscar
Entender es todo
cerrar
Cerrar publicidad
Cerrar publicidad

Opinión

20 de Abril de 2019

Lemebel y Yo o La Princesa de la Alegría

Esta crónica fue leída en el lanzamiento del Libro “Pedro Lemebel” de Catalina Mena (Hueders) ocurrido el 11 de abril.

Compartir

por Gastón J. Muñoz J.

Yo conocí a mi tía Pedra antes de saber quién era Pedro Lemebel. Y no me refiero a Pedro Mardones, sino al emblema del arte, la literatura y la cultura de masas de nuestra pobre y triste comarca que llamamos Chile. Mi hermana mayor Aranzazú y yo éramos el sueño democrático de una alegría venidera, planeada con desesperación en los confines del clandestinato de los últimos años de plomo. Allí, en el cierre de una de las dictaduras más sangrientas que vio el continente, surgió una añoranza que se materializó en un lote de tierra de la comuna La Pintana, en la parte de Santiago donde ―en aquel entonces― el pavimento cedía para desnudar los caminos de tierra donde yo y mi hermana jugamos los primeros juegos. Recuerdo la parcela por el ruido de la barrosa acequia que surcaba el perímetro del fondo del lote, por los sauces y los nísperos, por los perros, las gallinas y los chivos con su sabiduría de muerte. Años después, un paseo curioso en el auto de mi padre nos confirmó que la parcela de Los Manzanos había sido demolida para construir un estacionamiento de camiones.

Pero antes de convirtirse en un erial, había sido un sueño de plomo transformado en oasis noventero de nuevos posibles. No es de extrañar que los tíos y las tías que fueron acudiendo a los almuerzos de fin de semana y a los cumpleaños no eran solamente la familia biológica, sino también las múltiples amistades y afinidades de izquierda que frecuentaban mi madre y mi padre. El mambo concertacionista sacaba al baile a aquellos que habían sido compañeros y compañeras, exilios y mártires de la misma corriente, flagelos y otras atrocidades recibidas por los cuerpos de mis viejos en las décadas pasadas. Algunos miraban las nuevas configuraciones que tomaba el establishment posdictatorial con distanciado cinismo, otros salían a la cueca desparpajados para atrapar con el pañuelo algunas de las migajas que brotaban de la torta de la Concertación. Aún otros exmilitantes desaparecían de la pregunta política a medida que los vicios y el rencor les dilataban la existencia, mientras otra gran mayoría del color crepúsculo seguía el amén de los matinales y del diario; cómplices y sumisos como de costumbre. Lo certero es que todas las personas en Chile se conformaban con cierta fracción de las cuatro máscaras que acabo de nombrar durante aquellos edulcorados primeros años de la transición. Por mientras, nosotros los príncipes y las princesas de la alegría observábamos cómo nuestros padres de izquierda iban disputando un espacio dentro de la nueva sociedad neoliberal, bien regaloneados por la nana cuando no por los lujos del consumo más asequibles como las esquelas, los tazos o los álbumes de láminas marca Salo que comprábamos en los quioscos.

Mucho después, el papá de una compañera de primer año de universidad me preguntó en la mesa tomando once:

-Oye, ¿y tu familia no te dice nada por ser así?

¿Así cómo?, pensé yo. Femenina, seguramente quiso decir (,) loca. Ante esta bien intencionada pero igualmente hueona pregunta, le respondí certera una vez que me di cuenta que mi compañera de curso no me iba a defender:

-No, porque en mi casa lo anormal era discriminar.

Debo confesar ahora que mi respuesta fue un tanto generosa, ya que no se podría decir que tuve una sola casa en la que viví toda mi infancia. Como un clisé noventero, la mayoría de los príncipes y las princesas de la alegría nos dividimos en reinos separados. Debimos aprender rápidamente las herramientas de la diplomacia y la patería para navegar de forma menos accidentada los sillones-cama, los feriados y veraneos alternados, las comunicaciones de los liceos y los nuevos reyes y reinas que avivaban el floreo entre las coronas del divorcio. Pero antes de todo eso existía también el predio de Los Manzanos, en donde tuve la suerte inaudita de vivir los primeros años de la transición sin los provincianos prejuicios que asfixian aún a nuestra cultura.

Del lado de papá, el dramaturgo y performer Vicente Ruiz era muy cercano. Lo mismo, había forjado una bella amistad con el intelectual mirista de proveniencia brasileña llamado Ruy Mauro Marini durante los años más álgidos de la militancia, esto a pesar de lo mal visto que era que un alto dirigente del MIR se codeara con alguien abiertamente homosexual. Entonces, cada vez que Ruy andaba de paso por Chile desde sus puestos como docente en México o Brasil se quedaba con nosotros en la casa de La Pintana; probablemente el académico menos pedante y más cariñoso que haya pisado la faz de la tierra. De parte de mi madre, cuya amistad confabulada con Ruy la hacía reír como una niña cada vez que se quedaba con nosotros, también aparecía por la parcela la Kena Lorenzini. Antes de que yo siquiera registrara la valiente línea de vida de la fotógrafa y agitadora social, se encontraban en Los Manzanos con mi mamá para recordar con bravura pero también con un poco de miedo el cómo era poner el cuerpo en las marchas en contra de la dictadura durante los años ochenta.

Además de la Kena, la amistad con mi madre traía a mi tía Pedra al lote. Los recuerdos con la Pedra son más parecidos al celuloide cálido que al streaming en alta definición de hoy: yo estaba chiquitita, y además mi prioridad por aquel entonces solía ser dibujar sobre mi enana mesita de madera. Pero los que vivieron esa época suelen recordarme que a mi tía Pedra le encantaba que me apartara de todos para dedicarme a lo mío, que fuera mal genio, no se aguantaba de tomarme en brazos cuando llegaba a la casa. Cada tanto me aburría de estar en lo mío y partía a husmear la sobremesa de los grandes, nadando entre las patas de la mesa del comedor, el olor a humo de los cigarros y las rodillas para encontrarme con los tacos rojos que tanto me gustaban. La Pedra me arrullaba en su apremio, me sonreía y me aguantaba con paciencia que yo le hiciera un hilo interminable de preguntas relativas a todo lo que me pasara por la cabeza. Pocos reverberaban tan gráciles con la inmensa curiosidad que me consumía por aquel entonces y que aún me corroe.

Fueron pasando los años y le perdí el rastro a la Pedra. Primero se acabó la parcela de La Pintana, y mi madre, mi hermana y yo nos fuimos a vivir con las abuelas. Después de vender la parcela y vivir unos tristes meses dando botes por distintos sucuchos, mi papá sacó un préstamo y recuperó la casa de Los Manzanos. Mi hermana y yo presenciamos este proceso cada fin de semana, cuando tratábamos de convivir como mejor podíamos con los excesos de mi padre que buscaba acallar las secuelas de la tortura y de la vanagloria sobre su cuerpo. Allí siguió mi padre por varios años más, antes de irse definitivamente al Valle de Curacaví hasta el final de sus días. Como era típico de mi tía Pedra, algún impasse o desencuentro político con mis padres los distanciaron (de parte suya), y así cesó el trino de los tacos aguja sobre el antiguo parqué de mi casa de niñez.

No fue hasta que entré a estudiar Teoría del Arte que volvió a aparecer mi tía Pedra. Como estudiante novata, el ánimo y el tiempo libre me motivaban a asistir a todos y cada uno de los eventos del mundo cultural del que me pudiese enterar. Por ese entonces un astuto blog de internet, el cual años después me enteré era administrado anónimamente por mi amigo Felipe Mardones, nos avisaba a mí y a mis compañeros y compañeras sobre las inauguraciones, lanzamientos de libros, foros y eventos en donde habría vino de honor, si acaso se pronosticaba canapé y si era necesaria una invitación formal para poder asistir. Entonces volví a encontrarme con mi tía, que transitaba de su inconfundible mirada shady de desconfianza a un gesto de cariño maternal cuando me posaba la mirada encima. Quizás el darse cuenta que yo era la misma «negra» de La Pintana que la arrastraba a pasear por el patio con la manito era como medir en las proporciones de mis falanges el fastuoso paso del tiempo, con un grado ambivalente de amargura y asombro. Recuerdo que quedaban atónitas las compañeras de curso cuando me veían comulgar con una leyenda como Pedro por su casa. Y es que así era: el vínculo con la Pedra estaba intacto, salvo por que el cáncer ya no le permitía responder mis preguntas con el mismo vigor de antaño. Me acuerdo que una de las últimas veces que me encontré con la Pedra en este tipo de eventos fue en una exposición suya. Estaba sentada en la terraza de una galería que daba hacia plena intersección de Providencia, con un follaje verde-musgo que lo envolvía coronado por un pañuelo negro con estrellitas blancas. Me doblé hacia abajo y le besé la nuca con un abrazo de reencuentro. Pocos sabían que la preferencia de la Pedra por los turbantes respondía a los manchones de calvicie que se dejó en la cabeza cuando se arrancó el pelo a tirones tras la muerte de su madre Violeta.

Al circo del hospital evité meterme a toda costa. Daba bastante impresión enterarme como varios personajes a quienes siempre les había dado asco el maricón se peloteaban por los pasillos para arrancarle un último mechón a la Pedra, acechando camillas y rosarios para hacerse de una anécdota mortuoria y así guardarla en sus relicarios pobres. Pocos habrían leído el Papelucho, mucho menos La esquina es mi corazón. Mi memoria con la Pedra se parece más a aquellos álbumes Salo que coleccioné de niña. En una primera lámina estarían los cabritos, los nísperos y los tacones rojos bajo la mesa. Luego habría otra lámina holográfica con la foto que tomó Pedro Marinello de las Yeguas como Las dos Fridas. Así atesoro los recuerdos con mi tía, como una serie de baches íntimos que se asemejan a las lagunas de calvicie sobre una nuca huacha. Plagados de cariño y tristeza, las lagunas de memoria son oximorones tan contradictorios como la Pedra y como yo, las dos y ninguna, pero siempre con mucho veneno lúdico.

Fue así como, tiempo después de haber enterrado a mi tía Pedra, me volví a encontrar con ella en un solemne Coloquio en la Universidad Nacional Autónoma de México. Allí, donde un departamento de ciencias sociales lleva el nombre de mi tío Ruy, una alta eminencia de la teoría de género decidió increpar a los artistas de la nueva escena sobre los que había sido invitada a exponer. Me acusó (por estar depositando mi ojo crítico en una escena emergente) de estar desconociendo el trabajo realmente subversivo que habían hecho artistas como Pedro Lemebel. Una mujer de edad avanzada y tez clara, plena de becas, galardones y del reconocimiento del «pensamiento científico», quería pegarme un chirlito en la muñeca para custodiar públicamente su poder en el campo del feminismo académico. ¡Ay, mi niña! No sabía con la chichita que se estaba curando. Entonces, pudiendo escuchar la risa malvada de la Pedra a mi lado, las cámaras y las luces sofocantes posadas sobre mi rostro, le dije con la voz más loca que pude encontrar:

-A ver, primero que todo, mi tía Pedra se cae de poto si te escuchara tratarla de «artista». Ella nunca hubiera sido tan esnob. Lo segundo, hoy día Las dos Fridas de las Yeguas del Apocalipsis están colgadas en el Reina Sofía: ¿a usted le parece muy subversivo estar colgado en el Reina Sofía?

Y así se rompió en carcajadas el parsimonioso anfiteatro.

A comienzos de los años noventa, cuando la carrera artística y literaria de la Pedra despegaba del círculo under a los anales de la crónica y de la performance latinoamericana, yo fui una princesa de la alegría clandestina que reinó sobre un predio fantástico en la comuna de La Pintana. Y mi hada madrina fue una mariquita linda, paciente y cariñosa, que me enseñó que la diferencia por la cual muchos me iban a estigmatizar sería el motor intelectual para romper con los márgenes del poderío en cualquiera de sus facetas, ya sea de parte de la oligarquía de siempre o incluso la promesa de tolerancia del feminismo blanco, para así subvertir los códigos del orden. A más de cuatro años de haberte plantado el último beso sobre el ataúd, tía Pedra, me aboco a tomar tu posición como juglar inclemente, hablándole de frente ―no, mejor de espalda― a la dictadura fascista del macho, armada con tu corona estrellada de espinas.

Notas relacionadas