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Opinión

15 de Mayo de 2019

Columna de la socióloga Leonor Lovera: Durmiendo con el enemigo

"De esta forma, vamos siendo testigos de que persiste una estructura tradicional en materias del amor y la sexualidad que se basa en la desigualdad de condiciones entre hombres y mujeres, lo que a su vez conlleva a que la relación o encuentro se vuelva una batalla, dejando la sensación de estar pisando un terreno incierto que amenaza con revertirse en cualquier momento, pasando del amor al odio, del deseo al castigo. Pero la cultura insiste en dejarnos a nosotras como las malas. De hecho, me llamó la atención la apresurada empatía que generaron en Chile los dos machitos involucrados en la muerte de una travesti en Malasia".

Leonor Lovera
Leonor Lovera
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Últimamente he escuchado el reclamo de mujeres alegando sororidad a las mal portadas, a las que no filtramos si el hombre en cuestión está en pareja o no. Me referiré especialmente a las relaciones con hombres heterosexuales, debido a que es ese el lugar que me interesa problematizar en un contexto donde se está hablando mucho de las identidades “desviadas” y poco de las identidades hegemónicas, dentro de las que está la masculinidad heterosexual, como si ya estuviera todo dicho acerca de ella. Aclarado eso, proseguiré respecto a este alegato que nos insta a pensar en la otra mujer, la oficial, la gorreada. Sin embargo, este alegato me suena conocido, porque detrás de esta lógica se esconde la culpabilidad dirigida a la mujer, pensando el mujer como un lugar y no como una corporalidad determinada, mientras el hombre sigue habitando una libertad sexual sin culpas.

Y es aquí donde se levanta la problemática, cuando se habla de libertad (sexual en este caso) pero en un contexto profundamente desigual entre hombres y mujeres, en donde el hombre heterosexual continúa siendo el protagonista según la socióloga Eva Illouz; en un escenario donde se presume del hombre deconstruido, pero a la vez chocando con datos que arroja, por ejemplo, el estudio sobre violencia en el pololeo denominado “Amores tempranos. Violencia en los pololeos en adolescentes y jóvenes en Chile”, que fue lanzado en abril de este año. En esta investigación, se evidencia la permanencia de factores socioculturales encargados de transmitir modelos claramente diferenciados entre la masculinidad y la feminidad en hombres y mujeres que conllevan a que el orden social del género, como la concepción del amor romántico, entiendan la relación de pareja como un espacio jerárquico, por tanto, desigual; en donde las actitudes de autoridad y dominio se asocian a los varones, y las de dependencia y necesidad de protección a las mujeres, quienes además tendrían un encanto especial para los hombres si se muestran frágiles. Por su parte, la mitad de las personas encuestadas opina que los celos son una prueba de amor y 1 de cada 4 considera que se puede amar a quien se maltrata.

De esta forma, vamos siendo testigos de que persiste una estructura tradicional en materias del amor y la sexualidad que se basa en la desigualdad de condiciones entre hombres y mujeres, lo que a su vez conlleva a que la relación o encuentro se vuelva una batalla, dejando la sensación de estar pisando un terreno incierto que amenaza con revertirse en cualquier momento, pasando del amor al odio, del deseo al castigo. Pero la cultura insiste en dejarnos a nosotras como las malas. De hecho, me llamó la atención la apresurada empatía que generaron en Chile los dos machitos involucrados en la muerte de una travesti en Malasia. Porque cómo podríamos darle credibilidad a una travesti, drogada, desiquilibrada. Además, a quién le importa la vida del maricón. Por su puesto que tiene mayor credibilidad la masculinidad nacional, que se destaca por solucionar sus problemas a través de la muerte de sus parejas (ya van considerables casos de femicidios y transfemicidios en lo que va del año).

Pero la amenaza somos nosotras, instalándose rivalidades entre las mujeres oficiales y las no oficiales; haciéndonos pelear y dejándoles el espacio expedito a ellos. Porque es la mujer la que tiene que controlar su deseo, porque estamos para ser deseables pero nunca deseantes, y además nos cargan los compromisos del susodicho. Cabe mencionar que, en el caso de travestis y trans, y seguramente de otras identidades que no cuentan con una posición privilegiada necesariamente, si comenzáramos a filtrar según el estado civil de nuestros amantes, terminaríamos en celibato, porque gran parte de los que se animan a desviar su deseo por estas corporalidades no legítimas, siempre desde la clandestinidad por supuesto, lo hacen porque ya tienen algo seguro y, después de depositar su carga láctea en una, pueden seguir con su vida cargada/cagada por pretensiones de normalidad, como si aquí no hubiese pasado nada, continuando con el juego de la familia feliz.

De esta manera, una sabe que no recibirá lo mismo, pero tampoco se espera lo mismo. Y es que las que somos el patio trasero, tenemos otros códigos. No pretendemos exclusividad, y esos principios del amor romántico se nos vuelven tan lejanos, tan ajenos, tan blanqueados. Porque habitar el no lugar no permite aplicar los mismos mandatos que al resto. Y tales diferencias se manifiestan con mayor intensidad en el encuentro entre corporalidades legitimadas con corporalidades marginalizadas, como en el caso de hombres con putas que hace que algunas tomen medidas de precaución porque saben que de esos encuentros pueden salir trasquiladas.

Es así como el consejo de muchas es robarles dinero a los clientes porque conviven con la idea de que éstos siempre tratarán de aprovecharse, ya sea no pagando, pagando menos o pagando con golpes. Por tanto, la lógica de quedarse con más plata deja la sensación de que no ganaron como ellos pretendían, funcionando como una especie de venganza ante la desigualdad estructural que se sostiene en mandatos tradicionales, pero que portan nueva imagen. Entonces ahora apagamos la calentura femenina bajo la inmaculada sororidad. O también pasa cuando la moral new age establece que no hay que llegar y prestar el cuerpo, ya no por miedo a que se ensucie la reputación, sino por miedo a que se contamine el chakra. De esta manera, se hace un llamado al orden sexual sin promiscuidad, con la dulce apariencia de la sanidad espiritual. Discursos que además recaen con mayor fanatismo en la población femenina.

Por tanto, hay veces que es inevitable no sentirse como Julia Roberts en “Durmiendo con el enemigo”, debido a que siguen existiendo factores sociales que no nos permiten dormir con tranquilidad, desconfiando de la representación social del hombre heterosexual. Esto, a su vez, me hace recordar al personaje de Gatúbela, ese personaje ambivalente que despierta el deseo de Batman y que amenaza con ensuciar su moral intachable de superhéroe, el bueno, el justiciero que está al servicio del ciudadano de bien, porque cuenta con la posición económica y social para dárselas de altruista y mirar con malos ojos el que Gatúbela, que proviene de una realidad marginal, robe joyas para ella, porque tanto para Batman como para la sociedad, el deseo en lo femenino sigue incomodando. Sin embargo, ella accede al coqueteo con Batman, pero siempre está lista para sacar sus garras porque sabe que, al final del día, ese romance se volverá en contra de ella. De esta manera, la lógica de la masculinidad heterosexual sigue operando en contra de nosotras y nos sigue ubicando en el lugar de las villanas cuando no nos adscribimos a ella, aplicando mandatos de antaño pero con traje renovado. Dulces sueños.

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