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Cultura

8 de Julio de 2019

Columna de Jorge Letelier: ¿Todo teatro es político?

"¿Podemos entender un cierto teatro político desde una zona de consenso con lo que dicta el establishment cultural? ¿Deja de ser político cuando los territorios ideológicos no se disputan los espacios y/o relaciones de poder? Curiosamente, donde más y mejor se interroga al respecto no es desde los discursos textuales, sino que desde las prácticas disciplinares", escribe Jorge Letelier.

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El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma.
Bertolt Brecht

En Dragón, su última obra aún en cartelera, Guillermo Calderón plantea una cuestión singular respecto a las ideas preconcebidas de lo que se entiende como (un cierto) teatro político: el callejón sin salida que se produce al no ser capaz de responder la pregunta de cómo el arte interpreta y buscar modificar la realidad.

El autor tomó como punto de partida el “fracaso” de su anterior obra, Mateluna (2016), ya que no logró revertir la condena sobre Jorge Mateluna y su liberación, el cual era su objetivo. En ese contexto de dudas, en Dragón se auto interrogó respecto a cómo el teatro concibe sus discursos y lenguajes, y los límites de la práctica escénica desde lo político. Esto, en un momento en que otras obras apuntan a tensionar ciertas ideas respecto a sus discursos y a los modos de producción existentes.

Así se hace particularmente interesante cuando la denominación de teatro político, en su diversidad de significados, parece ser aplicable a un corpus de obras sospechosamente amplio que al parecer no están relacionadas, pero que se apropian del término como denominador común. En este punto es necesario aclarar, para evitar planteamientos totalizantes, que esta reflexión en torno a ciertas definiciones de teatros políticos la ubicamos dentro del teatro de sala, regido por la cartelera, por lo que no aplica al teatro comunitario, militante o panfletario que se expresa según lógicas participativas fuera del sistema de producción comercial.

El caso de Dragón es posiblemente un ejemplo singular, pero cuya especificidad apunta a forzar una definición sobre lo político no solo por lo que dice, sino por cómo está presentada y por cómo construye sus relaciones. O sea, es una obra (o más bien, es un autor) que cuestiona sus formas y se piensa a sí mismo para presentar nuevos problemas políticos al espectador. Esos problemas, dentro de una serie de temas entrecruzados por la obra, y asumiendo la discutible utilidad del teatro como forma de cambiar la realidad, parecen suscribir como posibilidad la potencialidad política de la performance a la manera del director y teórico brasileño Augusto Boal, la idea del espect-actor, donde un participante directo actúa situaciones de opresión o violencia en el espacio cotidiano para intentar modificar la realidad.

Si bien lo que plantea Calderón no tiene ni una pizca de originalidad, adquiere un cierto sentido en relación con el camino que lleva a Dragón desde Mateluna e incluso desde Escuela (2013), donde una idea de teatro panfletario es superada por las necesidades de aplicar de mejor forma los conflictos de poder y de clases que se establecen en la sociedad.

En otra parte de la cancha, la obra El círculo interrogó desde un acercamiento al biodrama y el testimonio sobre cómo puede abordarse un conflicto político-religioso como el de los territorios ocupados en Palestina en el cual la práctica actoral es un eje central discursivo. Lo crucial aquí es que ambos montajes hacen preguntas sobre cuáles son sus limitaciones en tanto objetos de discurso político, y ambas las integran a la dramaturgia. Surgen elementos en común como la autorreflexión en torno al quehacer teatral (o artístico, según Dragón) y la materialidad de sus procesos. Esta característica tan posmoderna resulta fundamental en El círculo, puesto que la discusión en torno a los ensayos “es” el texto, “es” la dramaturgia.

Ambas obras, distantes bajo todo punto de vista, comparten modos de presentar problemas políticos en el teatro muy distintos a lo habitual. Sitúan sus preguntas en un terreno no descriptivo que obliga al espectador a instalarse en una zona incierta de significados que incluye también sus opciones de puesta en escena. Mientras Dragón lleva la reflexión hacia el territorio de la performance y la borrosa frontera entre lo real y la simulación, en El círculo el ejercicio sobre la historia personal y los procedimientos documentales busca llevar el conflicto a una esfera de reconstrucción permanente, lejana a la idea que del conflicto se espera, que es construir una idea sobre la oposición entre ambos bandos en disputa, israelíes y palestinos.

Hans-Thies Lehmann, el canónico autor del concepto de teatro posdramático, plantea que el teatro político debe producir significados distintos en el espectador, cuestionar las formas y repensarse a sí mismo. Si se puede aventurar un juicio al respecto, estas dos obras mencionadas comparten la cualidad de autopensarse sin responder a las expectativas de las audiencias, de “moverles el piso” más allá de si logran o no su cometido.

Y aquí hay un punto importante puesto que un cierto teatro local que se autoimpone una discursividad política juega justamente en la idea opuesta, en la de reforzar o contribuir a una ideología ya establecida, como si el teatro fuera una caja de resonancia de cuestiones ya predeterminadas. Por ello he puesto hincapié en estas dos obras a raíz de una idea más o menos extendida de que el teatro chileno es pródigo en inquietudes e interrogaciones desde lo político, recalcando el cliché que “todo teatro es político” que da título este artículo. Desde ahí se constata un largo listado de obras que abordan problemáticas contingentes como manifestación de una intencionalidad política ya definida, desde las consabidas injusticias y conflictos étnicos y/o sociales (Trewa) a la tensión sobre los procedimientos de la democracia representativa (Representar) y los crímenes de crónica roja teñidos de discriminación social (El locker), pasando por la más que dudosa idea de democratización del espacio escénico legitimado por la iconografía cultural de turno (Pateando piedras y los coros ciudadanos).

Entonces, ¿un cierto teatro político es el que se aproxima a reflexiones desde el discurso contingente, o sea del texto? Pareciera que hoy esa es la norma general de lo que se entiende por lo político en la cartelera local. Se trata de una especie de problematización de temas de la esfera pública con el fin de producir una reacción en el espectador, pero que no cuestiona su propia naturaleza discursiva porque lo que hace es reproducirlo ideológicamente para su aprobación. Una obra que, por ejemplo, nos hable de la voz de mujeres adolescentes en torno a la identidad sexual y el acoso, puede articular un discurso de fácil adscripción e incluso de catarsis colectiva, como fue el caso de Paisajes para no colorear, pero que no tensiona ni problematiza las condiciones ni contextos de clase en que se genera para poder interpelar al espectador desde algo más que la afirmación de que “el mundo no nos entiende y somos infelices por ello”.

Este discurso político de entretención, para audiencias dóciles, se esconde tras una falsa idea de denuncia porque refuerza lo conocido, lo que nos genera indignación o rechazo, el levantamiento ante el poder, la injusticia, la marginación social y sexual. Citando a Guy Debord, sería una acumulación de imágenes devenida en espectáculo ya que no interroga ni sitúa a la obra en un plano de conflicto o que cuestione sus lenguajes. El mejor ejemplo es Noche mapuche, montaje que tensiona la relación entre el mundo indígena y el poder blanco occidental a partir de clichés y simbolismos políticamente correctos (el buen salvaje, el fuego purificador) con un desenlace que justifica el asesinato vengativo. De manera conservadora, este montaje acentúa la oposición binaria sabiendo de antemano que la audiencia ya tiene una posición tomada, negando la tensión inherente a un hecho éticamente crucial: ¿Un crimen alevoso, como fue el del matrimonio Luchsinger Mackay, puede ser justificado como una reivindicación ante siglos de opresión?

Curiosamente, ciertas maneras de reflexionar políticamente en el teatro terminan siendo una apoliticidad de discurso. Esto encuentra un campo fértil en los ejemplos mencionados y en los llamados elencos ciudadanos, los que se han convertido en casi una franquicia escénica. Acá se conjuga un concepto muy conservador de la idea democratizante de participación pública, con un elenco no profesional y de variado origen social, como si la idea de acceso cultural se pudiera resolver con una especie de happening para justificar las directrices que establece la institucionalidad cultural de turno.

¿Podemos entender un cierto teatro político desde una zona de consenso con lo que dicta el establishment cultural? ¿Deja de ser político cuando los territorios ideológicos no se disputan los espacios y/o relaciones de poder? Curiosamente, donde más y mejor se interroga al respecto no es desde los discursos textuales, sino que desde las prácticas disciplinares. Un caso de reflexión específicamente teatral situado en la frontera del objeto patrimonial es Cuerpo pretérito, montaje que reconstruye a La negra Ester desde un espacio residual y a la vez como ejercicio de memoria. Lejano al homenaje, se intenta reconstruir su impacto desde el vestigio (de utilería, registro, vestuario), imaginando una posible secuela y transformando el espacio escénico en museal. Lo interesante es que establece una tensión sobre la legitimidad del espacio representacional y a la vez sobre la idea de patrimonio cultural puesto que es imposible mostrarla como registro o adaptación. ¿Cómo sobrevive la obra más icónica del teatro chileno contemporáneo cuando es imposible resignificarla? A partir de un impedimento legal, Cuerpo pretérito se sitúa como interpelación de lo canónico en un espacio híbrido que transforma la experiencia del espectador.
En Ópera, la reflexión se instala a partir de la tensión entre cultura y élite, y sus modos de representación como objeto de clase. De manera oblicua, pone énfasis en las posibles disputas de hegemonía entre las artes escénicas, como la ópera y el teatro, y sus impactos en la historia cultural del país, así como en la forma en que el espectador es situado en un posible espacio representacional. En ambos casos, al espectador se le plantean caminos para explorar nuevos territorios políticos desde las prácticas culturales, tensionando nociones de dominación y poder desde un espacio simbólico, pero no por eso menos provocativo.

¿No son acaso nuevas formas de establecer relaciones de tensión (cultural, histórica, filosófica, antropológica) lo que late tras la obra completa de Manuela Infante? Pensando en Estado vegetal, ¿una práctica escénica que se aleja del antropocentrismo como eje, no es una provocación que dinamita toda idea política de representación?

De acuerdo con los ejemplos mencionados, tengo la idea de que la conflictiva acepción de lo político en el teatro logra un sustento más claro en la interrogación de las prácticas ya sean disciplinares o de puesta en escena o en las fronteras de lenguaje, más que en lo estrictamente discursivo (o ideológico). Considerando la gran cantidad de obras recientes que buscan representar a minorías de todo tipo, críticas al modelo neoliberal en todas sus variantes, disidencias sexuales, el rol político del feminismo o el problema de la inmigración, etc., esta constatación nos vuelve a situar en el punto de partida: desde qué punto de vista se abordan políticamente y con qué finalidad se establecen sus discursos. Y lo más importante, desde qué espacio entregan al espectador las posibilidades de interrogar críticamente la realidad que no sea la mera reproducción de sus postulados.

Este artículo fue publicado originalmente en Culturizarte, un blog chileno especializado en cultura. Si quieres ver contenidos culturales, visita www.culturizarte.cl.

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