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Opinión

9 de Julio de 2019

Lee el capítulo “El Sacrificio” del libro “Cinco gotas de sangre. La historia íntima de Antares de la luz y la secta de Colliguay”

Este martes fue detenida por la PDI Natalia Guerra, condenada por haber quemado vivo a su pequeño hijo en la llamada secta de Collliguay. El libro "Cinco gotas de Sangre, la historia íntima de Antares de la Luz", publicado en 2013 por Editorial Catalonia, cuenta detalles de los escabrosos detalles de este caso que remeció al país. Aquí uno de sus capítulos.

Verónica Foxley
Verónica Foxley
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En abril del 2013 salió a la luz pública el asesinato de un recién nacido ocurrido en Colliguay, una localidad en la Región de Valparaíso con no más de mil habitantes. Con el paso de los días se originó una investigación policial y una consiguiente explosión mediática que fue dando paso a más aristas del caso: aquel espantoso crimen había sido planeado por Ramón Castillo Gaete, más conocido como Antares de la Luz, el líder de una secta conformada por un grupo de jóvenes sin antecedentes previos.

El otrora profesor y músico clarinetista era un compulsivo consumidor de ayahuasca y un fanático de los libros de Carlos Castaneda. Antares de la Luz aseguraba a sus fieles que el fin del mundo ocurriría el 21 de diciembre del 2012, que él era Dios encarnado en la Tierra y que el niño que venía en camino era el Anticristo, el “adefesio” que había que exterminar. Por aquel “profeta”, ese grupo de jóvenes estaba dispuesto a todo, incluso a morir.

¿Quién era realmente ese iluminado que afirmaba con tanto fervor saber lo que ocurriría cuando el mundo se acabara? ¿En qué momento se pasa de una comunidad espiritual a las redes de una secta? ¿Cómo el carisma y la mente enferma de una sola persona fueron capaces de construir un tejido de creencias que convenció a hombres y mujeres comunes y corrientes para que siguieran sus pasos y se convirtieran en sus más disciplinados guerreros? ¿Por qué jóvenes profesionales, con estudios y en el comienzo de sus vidas, dieron todo de sí para cumplir lo que este particular demiurgo les ordenara, llegando incluso al punto de participar directa o indirectamente en la muerte en una hoguera de un bebé que solamente tenía tres días de vida?

En estas páginas se descorre el velo de estas y muchas otras preguntas, y se narra la historia íntima de la secta cuyos ritos sacrificiales terminaron quemando a un inocente en uno de los asesinatos más crueles que se hayan conocido en Chile.

Sobre la autora: Verónica Foxley Detmer nació en 1970 en Santiago. Estudió Periodismo en la Universidad Diego Portales y luego cursó un Magíster en la Universidad de San Andrés y el Grupo Clarín en Buenos Aires. Ha trabajado en las revistas Qué Pasa, CARAS y hecho algunas corresponsalías para la desaparecida revista SIETE+SIETE y El Sábado. Además colaboró con columnas de opinión en el portal digital www.elpost.cl En Argentina trabajó en el noticiero Telenoche de Canal 13 de Buenos Aires.

CAPÍTULO 7: El sacrificio

En un mundo donde la muerte es el cazador no hay tiempo para dudas ni lamentos. Sólo hay tiempo para decisiones. No importa cuáles sean las decisiones. Nada puede ser más serio o menos serio que lo demás. En un mundo donde la muerte es el cazador no hay decisiones grandes o pequeñas. Sólo hay decisiones que un guerrero toma a la vista de su muerte inevitable.

Carlos Castaneda. La rueda del tiempo.

Nadie en Colliguay pudo oír lo que pasó. Nadie, porque el fundo Los Culenes queda lejos del poblado.

Hasta la mañana del 25 de abril —cuando la noticia del asesinato estalló en la prensa— Colliguay era un lugar poco conocido. Una localidad ubicada en la Cordillera de la Costa a unos treinta kilómetros de Quilpué, donde la vida transcurría lenta y apaciblemente. Y eso era así básicamente por las dificultades para llegar hasta allí. El camino de ripio es como una serpiente interminable de curvas y avanzar en él —sin doble mano— es lento y tedioso.

Pueden pasar kilómetros sin cruzarse con nadie, salvo una que otra humilde casa en las que por alguna extraña razón nunca se ve a nadie. Todo esto en medio de bosques de arrayanes y lingues. En Colliguay viven cerca de ochocientas personas y los animales se esparcen por el campo. En el invierno es tranquilo, mientras que en el verano aumenta la afluencia debido a los turistas, muchos de los cuales se instalan en el Rancho Alemán fascinados por la energía del lugar, uno de los centros ecoturísticos más potentes de la zona. Allí la gente disfruta haciendo caminatas por los infinitos senderos y bañándose en los pozones.

Otro de los atractivos turísticos es el camping Las Vertientes. A su dueño, Fabrizio, le gusta vivir ahí. Él fue uno más de los que quedaron estupefactos al saber lo que había pasado con la secta y la invasión posterior de periodistas que siguió a la noticia del asesinato del recién nacido. Pero no era su primera vez ante las cámaras de televisión. En el año 1992 también tuvo que salir al hablar en la prensa cuando se descubrió que los asesinos de Jaime Guzmán, los frentistas Mauricio Hernández Norambuena y otros seis compañeros, se escondieron en el camping durante varios meses. “Eso pasó hace mucho tiempo. Pero aparte de eso, este lugar siempre ha sido tranquilo, pué”, dice.

No hay más que eso en Colliguay. Pero a su gente la vida allí les sabe bien. No la cambiarían por la ciudad. Pero su nombre ha sido mancillado y algunos quieren redimirlo. No se resignan a que Antares de la Luz haya elegido su terruño para asesinar a un niño recién nacido. “Si el cerro ese donde lo mataron está más cerca de Olmué que de nosotros”, reclama el hombre para defender la honra de sus habitantes. Más allá de sus anhelos lo cierto es que fue en el cerro Colliguay donde pasó todo. Específicamente en el Fundo Los Culenes.

Para llegar hasta allá se necesita un auto con tracción, unos caballos o un buen estado físico para subir los seis kilómetros que hay de distancia entre la ruta y la puerta de entrada del fundo. El trazado que separa la ruta F-760 hasta el fundo es conocido como el Camino de la Mina, ya que hasta hace poco funcionaba allí una mina de cuarzo.

Durante todo el camino se esparcen en el suelo trozos de ese mineral, al que se le atribuyen propiedades energéticas y sanadoras. La presencia de esas piedras puede ser una de las causas que explique la franca “locura” que le causó a Ramón su encuentro con el cerro.

En la entrada del fundo cuelga un letrero escrito a mano con el nombre “Los Culenes”, y unos cuatrocientos metros más arriba está la cabaña, que no es más que un conjunto de paredes de adobe en muy mal estado, que forman un rectángulo —de catorce metros de largo por un metro ochenta de alto—, cubiertas a su vez con un techo de planchas de zinc con forma de A. Las ventanas son pequeñas, lo mismo que las dos puertas, que solo se pueden atravesar agachando la cabeza. Las terminaciones son excesivamente rudimentarias, el piso es de tierra. No hay baño, tampoco agua y luz.

Más que una cabaña, parece una choza. En algún momento existieron más paredes, que formaban otro espacio, pero de eso ya no queda casi nada. Los arbustos y los espinos se esparcen como la hiedra en el terreno. Es lo más parecido a las descripciones que hacía Carlos Castaneda de algunos de los lugares donde habría estado con el chamán Juan Matus.

“Si aquí todos nos conocemos”, comentaba Rubén Asenjo, encargado del Fundo los Culenes que llegó hace cinco años a vivir allí. Fue él quien entregó las llaves del fundo por primera vez a Pablo y Antares en el año 2010. Un tiempo antes, su jefe Ismael Gomberoff había conocido a los jóvenes cuando un día se aparecieron por su casa.

Antares se presentó como maestro zen y, tras una breve charla, le pidió prestado su predio para hacer meditación, ya que, según le explicó, quería pasar unos días ahí con su discípulo Pablo Undurraga. Gomberoff, que vive la mitad del año en Estados Unidos y la otra en Chile, es un hombre ecológico y espiritual que ha dedicado buena parte de sus setenta y dos años al ecocultivo y la vida en comunidad, pero en California. Por ello esto de “prestar” no le sonó para nada raro. Llamó al cuidador y le pidió que les entregara las llaves a los nuevos ocupantes, lo que Asenjo cumplió. Los llevó hasta el fundo y no los vio más.

En septiembre del año 2012 Antares llamó de nuevo a Gomberoff para pedirle el fundo en el mes de diciembre para pasar “las fiestas”. El hombre les dijo que sí, que no había problema. A principios de noviembre aparecieron otra vez. Rubén les iba a dar la mano pero ellos se echaron para atrás y le hicieron una genuflexión juntando las palmas. Se veían tranquilos. “Parecían gente que tenía su propio mundo”, recuerda Asenjo.

—Hola, don Rubén, quería pedirle las llaves.
—Claro, si mi jefe ya me llamó, pero yo lo acompaño.
—No. Yo subiré solo —le respondió Undurraga.

A este sureño no le gustó el tono impositivo de Undurraga. Lo encontró demasiado autoritario. Después de una breve discusión, y luego de que Pablo llamara a Antares por teléfono, Rubén subió con este hasta la puerta del fundo.
A la mañana siguiente Undurraga apareció otra vez. Ahora en compañía de Karla.

—¿Podemos guardar este auto aquí abajo? —preguntó Undurraga.
—Claro, no hay problema.

Este les mostró un lugar donde dejar el auto y los jóvenes se fueron. No los volvió a ver por algunas semanas, tiempo en el que Natalia dio a luz y en el que Antares puso en marcha la última etapa del plan para asesinar al recién nacido.

Aunque aún no se puede precisar con total exactitud qué fue lo que sucedió exactamente allí esa noche —ya que eso es parte de la investigación que lleva adelante el fiscal adjunto de Quilpué, Juan Emilio Gatica—, los relatos de los imputados logran aproximarse a un cuadro de cómo pasó todo.

El 23 de noviembre, tras hacerle los exámenes en la clínica de Reñaca, Carolina y Natalia fueron llevadas a la casa en Los Andes con el pequeño Jesús. Ese mismo día, Josefina, Pablo y Antares subieron a Colliguay. Allí este le dio una nueva orden a Undurraga: que limpiara una vieja letrina ubicada a escasos metros de la casa de adobe.

—Quiero que busques muchas rocas —dijo Antares.

Undurraga obedeció. Estuvo por horas sacando arbustos, buscando piedras.

La letrina medía un metro veinte de ancho y un metro sesenta de largo; estaba a solo dieciséis pasos de una de una de las pequeñas puertas de la casa. Antares también buscó arbustos, mientras Josefina armaba las carpas. Había empezado a oscurecer cuando Antares encendió la hoguera. Él era el único que podía hacerlo. Los impuros, según sus creencias, no estaban capacitados para ello.

A las diez y media de la noche David, Pilar, Carolina, Natalia y su hijo llegaron hasta el inicio del cerro. David estaba al volante, Carolina en el asiento del copiloto con el recién nacido, atrás Natalia y Pilar.

Iban a subir el cerro pero el auto de la mamá de David no tenía suficiente potencia. Entonces, le avisaron a Pablo, que estaba arriba, quien minutos después apareció en la camioneta de Franchy.

—Pilar, David y Carolina tienen que bajarse.

Los jóvenes lo hicieron y al auto se subieron solo Natalia y su hijo. Manejó unos metros más y se detuvo en la entrada a la zona de la casa.

—Espérame aquí. Le voy a avisar a Antares que llegamos.

Natalia le obedeció y lo esperó adentro del auto. Con guantes de limpieza en ambas manos, Antares alimentaba el fuego. Las llamas se asomaban unos veinte centímetros sobre el hoyo.

—Ya están acá —comunicó Pablo a su maestro.
—Agarra esta cinta de masking tape y dile a la Natalia que le saque la ropa a Lucifer. Que le amarre los pies, las manos, los ojos, y que ponga en su boca un algodón.

Mientras tanto, Josefina estaba adentro de la casa de adobe, ubicada a solo dieciséis pasos de la hoguera.

Con la cinta en la mano, Undurraga partió a buscar a Natalia y le dio la instrucción.

—Dice Antares que le ates los pies. Sus manos amárraselas atrás de la espalda. Tienes que vendarle los ojos y ponerle algodón en la boca. Después tápasela con la cinta.

Natalia lo miró con horror. Entonces empezó a sacarle la ropa. El niño quedó completamente desnudo. Solo e indefenso en los brazos de su madre. Pablo caminó unos metros y regresó a la hoguera.

—¿Quién te dijo que volvieras, huevón? —rugió Antares—. Anda a ver que todo se cumpla a la perfección. Apenas esté listo, le dices a la Natalia que lo traiga.

Undurraga se dio la vuelta y regresó donde Natalia intentaba sin éxito amarrar las manos de su hijo en la espalda. Los bracitos no alcanzaban para atarlos por detrás. El niño gritaba y su boca fue cubierta con algodón y tapada con masking tape; lo mismo que sus ojos. El pequeño lloraba desconsoladamente, lo que aumentaba la tensión y la angustia.

Undurraga acompañó a Natalia con su hijo en brazos hasta el sitio donde estaba la hoguera.

Pablo no podía tocarlo, ya que de hacerlo “podría contaminarse”. Faltaban algunos minutos para las once de la noche.

—Déjalo en la tabla —le dijo Antares excitado, como fuera de sí, frente a las llamas de las que saltaban chispas. La tabla era una plancha de OSB que estaba al lado del fuego. A pesar del algodón y de la cinta, el recién nacido continuaba llorando desconsolado.

Natalia obedeció. Se acercó a la tabla y puso ahí a su hijo.

—Váyanse de aquí —gritó Antares.

“Sabía que lo iban a matar”, declaró la joven a la BIPE, meses más tarde. Pablo la tomó de la mano, salieron corriendo en dirección al auto. Pablo estaba horrorizado. Los dos lloraban; el niño gritaba. Entonces se
abrazaron y se metieron adentro de la camioneta.

Natalia no fue capaz de darse cuenta cuándo fue que el ensordecedor llanto del pequeño desapareció.

Según lo declarado por Carolina Vargas a los investigadores, “desde el lugar en que nos encontrábamos escuché sollozos de la guagua y posteriormente de Pablo y Natalia”.

La única persona que no subió al cerro de Colliguay esa noche fue Karla Franchy, que estaba trabajando. Al lado de la hoguera había un cuchillo. Como se supone que nadie vio el asesinato, no es posible determinar qué hizo Antares con él. Pero es lógico suponer que ese objeto estaba allí con un propósito. Parte de los detectives ligados al caso creen que Antares lo usó para acuchillar al niño antes de lanzarlo a las llamas.

“Es en ese momento donde supe que Antares hizo lo que había pronosticado, había lanzado al bebé al fuego”, dijo Undurraga en su declaración extrajudicial.

Natalia y su ex pololo estaban llorando adentro de la camioneta cuando Antares se les apareció por la ventana de adelante del auto.

—Pablo, échale palos al fuego. Es tu karma —le gritó.

Pablo se bajó del auto y con la cara llena de lágrimas partió a cumplir con la orden. Cortó los arbustos cercanos a la hoguera para que no se hiciera un incendio y empezó a llenar la hoguera de palos. No miró hacia adentro, solo logró ver que la tabla estaba en diagonal. A estas alturas las llamas eran de un metro.

—Vas a mantener el fuego ardiendo hasta la una y media de la mañana.

Mientras Pablo tiraba ramas al fogón se percató de que el cuchillo había quedado cerca de los matorrales. Lo tomó y se lo llevó a la casa donde estaba Antares.

—¿Qué hago con esto? —le preguntó.
—Tíralo al fuego.

Undurraga obedeció y lo lanzó a las llamas. No vio si tenía rastros de sangre. A las una y media Antares se acercó a la hoguera donde también estaba David.

—¿Mantuviste alta la temperatura del fuego?
—Sí, como ordenaste.
—¿Crees que puedan haber quedado rastros materiales o energéti- cos? —preguntó Antares.
—Creo que no.
—Bueno. Ahora quiero que traigan piedras y arbustos para tapar el hueco.

Eso hicieron. Pero no bastó.

—Pablo, trae los bidones.

Antares se refería a los bidones donde había guardado dieciocho litros de vómitos almacenados durante los últimos dos años y que Pablo había tenido que recoger cada vez que “el maestro” tomaba ayahuasca y luego vomitaba. Esa era la instrucción hasta que “su ser” le dijera qué hacer con ellos. En esos recipientes los acumulaba para evitar que los demonios que salían en ellos tocaran la tierra y la contaminaran.

—Ahora tíralo encima y apaga el fuego.

Luego echaron tierra encima y lo taparon con algunas ramas. Pablo no sintió ningún olor, ya que estaba resfriado. David Pastén, en cambio, sí lo hizo. Pero ese hedor puede haber sido de la calcinación del pequeño o del efecto de los vómitos sobre el fuego. Tal vez una mezcla de ambos. Antares encendió un manojo de inciensos para limpiar el aire. Las llamas habían consumido al pequeño. Nadie lo defendió. Nadie intervino. “Lucifer” ya era historia.

Natalia estaba adolorida pero junto a sus compañeros tuvo que ayudar a terminar de levantar las carpas a unos metros de ahí, donde dormirían hasta el 21 de diciembre, día de la “batalla final”.

En su declaración a la BIPE, Guerra explicó: “Yo no podía autocompadecerme, porque hacer eso es ego y el ego es oscuridad”.

¿Fue un rito compartido por todos o Antares mató al niño solo?
¿Jesús fue arrojado vivo al fuego o cuando ya estaba muerto? ¿Lo apuñaló antes de lanzarlo? Esta y otras preguntas rondan en las mentes de los investigadores. Pero hasta donde se ha podido saber hasta ahora, sí fue un rito, Antares lo habría hecho en solitario. Tal vez él único objeto que podría arrojar ciertas luces sobre el eventual “acribillamiento o cercenamiento de las partes del niño” sea el cuchillo hallado tiempo después por la policía.

Aunque las altas temperaturas a las que fue expuesto complican el hallazgo de sangre y ADN en él.

Las llamas habían desaparecido. Con ellas el pequeño Jesús.
—Pablo, te autorizo que vayas a descansar —dijo Antares.

Undurraga se sentó en una silla, con la mirada perdida, y al rato se fue a acostar.

Uno de los principios básicos de Antares era cultivar la “impiedad”, un concepto extraído también de los libros de Castaneda. Si él veía que a alguien le temblaba la mano o que flaqueaba, lo ponía al centro para que todos se rieran y lo reventaba a palos.

—Mira el estúpido, mira el ser interno cómo está. No, qué de guerrero. No tenía nada de guerrero. Te falta mucho para ser guerrero.

A través de esos gestos Antares iba traspasando nuevos límites y aproximándose a la indolencia de ellos. “Un guerrero no tiene remordimientos por nada de lo que ha hecho, porque aislar los propios actos llamándolos mezquinos, feos o malos es darse a uno mismo una importancia injustificada”. Antares lo había seguido al pie de la letra. Era un guerrero ejemplar.

Carolina no pudo dormir. Estaba en shock. Se daba vueltas de un lado a otro en la carpa con el llanto del recién nacido que retumbaba en u cabeza. ¿Por qué no me tiré yo? ¿Por qué yo no me sacrifiqué por esa guagua?, pensaba.

A la mañana siguiente Antares amaneció como siempre: listo para seguir dando instrucciones. Nadie abría boca. Estaban aterrados.

Antares les había dicho que después de la muerte de Lucifer vendría un período “santo”. Pero su carácter no daba muestras de eso, sino de todo lo contrario. Las etapas para llegar al “paso a la libertad” tenían mucho más cara de libertinaje que de otra cosa. Pablo intentaba no dudar de su maestro, pero las preguntas lo invadían cada vez más seguido. A ratos Antares se sacaba la investidura de Dios y se ponía la camisa de Ramón Castillo.

—De ahora en adelante todo va a empezar a cambiar. Estamos en la etapa final, se viene lo más brígido. Por eso ahora todos a trabajar, quiero disciplina máxima —exclamó Antares.

Nadie dijo nada. A partir de esa noche nunca más se habló del tema. Sabían que no podían mencionar el asunto.

En un momento, Pablo se dio cuenta que había quedado ropa de Jesús en la camioneta. Como en un acto reflejo, la tomó y la metió en una bolsa negra que escondió bajo el asiento. No quería que los demás sufrieran el mismo impacto que había sentido al verla.

—En estos pocos días que quedan de noviembre se va a transmutar toda la oscuridad que quemé anoche. Esto se va a poner realmente bueno.

Acto seguido tomó un pito de marihuana y se lo pasó a sus seguidores. Ni Pablo, ni Carolina, ni Natalia fumaron.

Entonces Antares les dio una nueva orden: Pablo y David debían ir al Easy de Viña del Mar a comprar los materiales para arreglar la casa.

Estos obedecieron y cuando iban en el camino Undurraga aprovechó de botar la bolsa con la ropa. Regresaron de madrugada. Días después Antares los sentó en un círculo y les dijo:

—Lo que hice con “la cosa” fue algo enorme.

Prosiguiendo con sus dictámenes Antares le anunció a Carolina que de ahí en adelante pasaría a ser su mujer.

—Si no te voy a matar. Si te vas de mi lado te voy a quemar.

Antares la llevó a la casa y le ordenó que le hiciera sexo oral.

—Te vas a tragar mi semen, ¿oíste, mija?

Carolina intentaba no llorar. Pero su cara era un charco de asco y dolor.

—Tienes que estar orgullosa. Esto es un privilegio —le decía mientras la violaba.

Al día siguiente Antares agregó nuevas dosis de sadismo.

—Pablo, a Carolina le encantó estar conmigo —le dijo al joven de anteojos.

Al oírlo, Undurraga se repetía internamente que debía aceptar su karma con humildad.

“Los días que siguieron abusó sexualmente en su carpa y en la casa, penetrándome analmente, las veces que quisiese y en los horarios que se le antojase. Yo estaba destruida. Asumía tales actos como violaciones reiteradas, situación que él no toleraba y en ese sentido se me castigó física y públicamente”, contó la mujer a la BIPE.

Mientras Antares la ultrajaba, ponía su mano en el cuello y lo presionaba como asfixiándola.

—Si no obedeces te voy a matar. Puta, eres la puta de Lucifer— le susurraba al oído mientras la penetraba—. Perra, acuérdate que en vidas pasadas fuiste la puta de Satanás. Estás pagando por ser la puta de Satanás. Perra mal agradecida. Deberías estar feliz de tenerme, a mí que soy Dios. Deberías estar feliz de ser la elegida por Dios.

Carolina intentaba que las lágrimas no se le escaparan. De hacerlo, Antares la iba a castigar, a agarrar a palos y tal vez a matar. Pero ella internamente ya se sentía así, completamente muerta. Al salir de la carpa o de la casa, estaba obligada a poner buena cara. Pero tenía la mirada perdida.

Otra vez Antares volvió a la carga, a provocar a Pablo e incluso a hacerse la víctima.

—Pablo, el ser de la Caro estaba muy cuático. Me dolió hacerlo. A ella también, pero fue una orden de mi ser. Yo vi cómo en otras vidas el ser de la Carolina violó y mató a mi ser. Por eso, lo que le hice es justo y misericordioso.

A pesar del horror en el que estaba envuelto a fines de noviembre, Pablo llamó por teléfono a Fernando, el marido de Cynthia, la dueña de la casa que habían arrendado en Los Andes.

—Fernando, Carolina tuvo que viajar de emergencia a Estados Unidos.
—Ah ya… ¿qué le paso?
—Su mamá está grave y sola. Por eso la Carolina se fue a cuidarla. Sus hermanos también están enfermos.
—¿Y qué quieren hacer?
—Mire, yo estoy en Santiago, le voy a mandar las llaves y si hay algo que arreglar o pagar las cuentas que falten use el mes de garantía.
—Pero la casa ¿ya está desocupada? ¿Ya sacaron sus cosas?
—No. No alcanzamos. Pero regálelas a quien quiera.

En el interior de la casa dejaron dos sillones, un velador, dos colchones, algunos muebles, algo de ropa y vasos.

Pasaron unos días y, como las llaves no llegaban, el dueño se comunicó con Pablo, quien finalmente las envió por Chilexpress el 27 de diciembre. Al abrir la puerta de su casa, Fernando sintió olor a animal, pelos esparcidos y un hueso con restos de carne. No encontró un solo objeto para un bebé.

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