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Cultura

13 de Julio de 2019

Adelanto del libro ‘El placer de vivir sola’: Capítulo I, Sofisticación solitaria

La autora, Marjorie Hillis (1889-1971) trabajó en Vogue durante más de veinte años, primero como redactora de pies de fotos para el libro de patrones y después como coordinadora editorial de la revista. Fue parte del creciente número de mujeres independientes y profesionales que vivían solas por decisión propia. En 1936 escribió El placer de vivir sola, la guía por excelencia para mujeres solteras. Su libro fue un bestseller instantáneo. Tres años después de su publicación y a la edad de cuarenta y nueve, la señorita Hillis se despidió de su cofradía al contraer matrimonio con T. H. Roulston. De todos modos es interesante ver cómo ha cambiado la perspectiva de la mujer a lo largo de los años. Revisa el primer capítulo de este libre en The Clinic.

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Este libro no es una manifiesto a favor de vivir sola. Cinco de cada diez personas que lo hacen no pueden remediarlo y al menos otras tres son irritantemente egoístas. Pero puede ocurrir que en algún momento de tu vida, quizá entre matrimonios, vuelvas a vivir sola.

Quizás lo hagas por elección. Muchas personas lo hacen más y más cada año. La mayoría de ellas lo ven como una suerte de fino gesto de modernidad, pero al llegar al segundo mes se arrepienten de haberlo hecho. 

O tal vez tú —aunque, quizás no— pertenezcas al gran ejército de los Corazones Solitarios que no tienen quien los ame. Este es un grupo al que nadie con audacia necesita pertenecer por más de unas semanas, pero en el que un numeroso grupo de personas elige asentarse de forma crónica y deprimente. 

La cuestión es que, tanto para vivir sola como para cualquier otra cosa, existe una técnica para hacerlo bien. Ya sea que veas este ménage de mujer sola como una condena o una aventura (tanto si tienes veinte años como si tienes sesenta), necesitarás un plan si quieres sacar lo mejor de esta situación. 

Y lo mejor, en este caso, puede ser tan interesante y agradable como cualquier otra forma de vida e infinitamente más placentero que vivir con demasiadas otras personas (dos o más, por lo general) o con el individuo equivocado. Puedes vivir sola de forma divertida, con gracia, ostentosamente, o de un modo aburrido e impasible. O puedes simplemente existir en una lúgubre soledad, sintiendo pena por ti misma, sin despertar ningún sentimiento en los demás. 

Tu elección en este tema no tiene nada que ver con tu nivel de ingresos. Si este es bajo, probablemente encontrarás a más personas viviendo a tu nivel que si este fuera alto, y este será tu mayor recurso cuando necesites invitados de último minuto para la cena, un cuarto compañero para el bridge o acompañantes para ir al teatro. 

Si has vivido sola durante mucho tiempo, tendrás tu propio estilo de vida y nuestras sabias palabras sólo te darán algunas sugerencias dispersas. Pero para el beneficio de aquellas que son nuevas en este peculiar juego de solitario comenzaremos desde el principio. 

El principio es tu actitud —tu enfoque, por decirlo de otra manera— porque la base para vivir sola y tener éxito es la determinación. Tanto si perteneces a la escuela conservadora, que conoce esta característica como «fuerza de voluntad», como si eres de la escuela moderna que la llama «osadía», tenerla es fundamental. Tienes que decidir qué tipo de vida quieres y luego crearla para ti misma. Quizás pienses que si no vives sola, quizás deberías hacerlo, pero sofisticación solitaria 13 la realidad es que los esposos y la familia modifican esta necesidad de una forma considerable. Cuando vives sola, prácticamente nadie arregla nada por ti. 

Este asunto de hacerlo todo por ti misma tal vez te parezca deprimente, en especial si tienes una mentalidad anticuada y te consideras todavía perteneciente al Sexo Débil. Pero en realidad no lo es. Puedes —dentro de los límites impuestos en la mayoría de nosotras, vivamos solas o en hordas— tener la vida que quieras. Vale, quizá no tendrás a nadie que te atienda cuando estés cansada, pero tampoco tendrás a nadie que te exija atención cuando estés cansada. 

Nadie se hará responsable de tus cuentas, pero tampoco tendrás nadie a quien rendírselas. Podrás comer lo que quieras, cuando y donde quieras, incluso en una bandeja, sentada en el sofá de la sala, uno de los mayores placeres que la mente masculina aún no ha aprendido a valorar. 

Puedes, de hecho, consentirte a ti misma desvergonzadamente, una conducta placentera de la que pocas mujeres sacan provecho. Ser austera no tiene sentido cuando no hay nadie más observándote. Incluso la generosidad requiere un oponente, como la mayoría de las cosas que valen la pena en este mundo. Viviendo sola puedes —dentro de tus muros— hacer lo que quieras. La cuestión es organizar tu vida de modo que te sea posible. 

Puede parecer difícil al comienzo, sobre todo si no tenías intenciones de mudarte. Mucha gente toma este camino después de una muerte, un divorcio o una reorganización en las relaciones. Es muy probable que sientan algo de pena por sí mismas y estén algo ansiosas por despertar empatía y dejar aflorar el resentimiento. Esto es humano. Todas sentimos pena por nosotras mismas (por no hablar de ellos) de vez en cuando. Pero quien se lamenta de su suerte por más de un mes se vuelve una persona débil y, probablemente, en un fastidio. 

Por supuesto que no necesitas hacer esto, y para evitarlo debes afrontar algunos hechos. El primero es —hablando mal y pronto— que una súper mujer es un problema. Incluso aquellas tan encantadoras como Peggy Joyce (cuyos períodos de ser una súper mujer son breves y quizás frecuentes). Una súper mujer necesita más gastos, más acompañantes en las cenas, más oponentes para las partidas de bridge y, con demasiada frecuencia, más simpatía. 

Quizá todo esto te sorprenda. Tal vez siempre has pensado en ti como la belle del vecindario. Es más: es posible que no lo hayas pensado nunca, pero que hayas creído que al menos tenías algunos amigos y familiares devotos. Y aun si los tienes, notarás que de vez en cuando ellos se preguntan qué hacer contigo. 

La solución es adelantarte y resolverlo sola. Para lograrlo necesitarás al menos dos cosas: una imagen mental de ti misma como una persona alegre e independiente, y suficiente energía para transmitir esa imagen a la otra persona. 

Conocemos, por ejemplo, a una mujer de negocios que cuarenta años atrás habría sido descrita como una solterona y quien durante las vacaciones, fines de semana y algunas tardes de sus veinte años en la oficina se las ha arreglado para cazar en Escocia, bañarse en las aguas de Juan-les-Pins, cruzar los Andes, ver las carreras de Saratoga, ir a las mejores obras de Nueva York y mantener su figura. «Soy naturalmente perezosa», dice, «pero me mantengo algo activa porque no voy a ser una solterona. No voy a hacer que mis hermanos casados ni mis sobrinos sientan por mí lo que mi padre sentía por su hermana soltera. Cuando era joven no podíamos salir a dar un paseo sofisticación solitaria 15 en carro sin detenernos y preguntarnos si no deberíamos volver por la tía Mary; ella rara vez salía. Bien, pues yo intento salir con tanta o más frecuencia que cualquiera en mi familia; es más, intento también ir un poco más lejos». 

No sabemos qué tan lejos ha ido, pero nunca hemos oído a nadie referirse a ella como una solterona. 

Hay algo desafiante en su actitud, pero cuando empiezas a vivir sola, ser desafiante no es una mala cualidad de la cual echar mano. Habrá momentos en que necesitarás serlo, en especial si has sido la querida favorita de alguien en el pasado. Pronto descubrirás que la independencia, ciertamente más que la virtud, es su propia recompensa. Es una sensación grandiosa. Valerte por ti misma es estimulante y ser capaz de hacerlo bien (cuando es necesario) sin la ayuda de tus amigos, parientes o novio —por no mencionar a tus enemigos— te hace sentir en extremo benévola hacia el mundo entero. 

Asumiendo todo esto como base, verás por qué necesitas un plan y la estrategia para llevarlo a cabo que intentaremos ofrecerte en las páginas siguientes. 

CASO I: señorita S. 

—Aunque la señorita S. es ahora una mujer humilde, de cincuenta años y por completo dependiente de su salario de maestra en una escuela pública de Nueva York, treinta años atrás fue la hija mimada de un banquero destacado en una pequeña ciudad de Maine. Cuando su padre murió dejando un escándalo en lugar de dinero, hubo sacudidas de cabeza a todo lo largo y ancho de Penobscot Bay, pero la señorita S. sencillamente ajustó más fuerte el lazo con el que recogía su pelo, se colocó su sombrero marinero y se dirigió a Nueva York antes de que los vecinos terminaran de decir «pobre querida Susan». 

Aún conserva su trabajo, pero no se ve a sí misma como una vieja maestra solterona. Tampoco lo harías tú si la conocieras. Ha sido pionera en los temas concernientes a la igualdad de género, desde el uso de bombachos hasta plantones por el sufragio femenino, y en todo ese tiempo la ha pasado maravillosamente bien. Todavía lo hace, dado que ahora, como ya se ha vuelto costumbre, prácticamente todo es posible gracias a los pequeños cambios generados por gente como la señorita S. 

Años atrás consiguió un apartamento con tres habitaciones grandes, de techos altos, dispuestas en hilera y conectadas entre sí, en un sector poco sofisticado e inconveniente, pero donde las rentas son baratas. Allí se acomodó, con sus antiguos y buenos muebles de caoba, y ahí vive todavía, sin lamentarse por su soledad; al contrario, está orgullosa de su independencia. 

De hecho, no está sola. Gracias a su entusiasmo, humor e inteligencia tiene innumerables amigas que se juntan a discutir sobre los problemas del mundo mientras fuman al calor de la chimenea en el invierno, y que la acompañan durante los viajes veraniegos que hace en su Ford de segunda mano. Ellas no la visitan los jueves ni los domingos por la noche, cuando la señorita S. recibe la visita de un profesor miope, cuya esposa está internada, con quien mantiene un compromiso duradero y cuyos libros de matemáticas son reconocidos en el ámbito escolar (y en ningún otro lugar). Y quien, por cierto, cree que la señorita S. es hermosa. 

A pesar de vivir de una de las profesiones peor pagadas en el mundo, la señorita S. ha viajado a Europa tres sofisticación solitaria 17 veces y a México una, y hace tres años pagó el tratamiento de tuberculosis de una de sus alumnas. Ella siente lástima por sus amigas en Maine, cuyas vidas están limitadas a sus esposos y un viaje ocasional a Portland. 

CASO II: señorita H. 

— La señorita H., de Wilmington, es tan rica como una contrabandista, es muy inteligente, y no hace falta decir más. Su padre le dio el dinero y su madre la condujo a las mejores casas de costura, pero nadie trabajó en desarrollar su valentía ni su carácter. 

Al ser ya huérfana, la señorita H. vive en un encopetado y señorial esplendor a la espera de que aparezca su príncipe azul, pero lo único que aparece, en el mejor de los casos, es alguna fiesta ofrecida por el gorrón aburrido de turno. 

Desearíamos que la señorita S., o la señorita C., pudieran tener un poco de su dinero. La señorita S. iría detrás de alguna causa y la señorita C. dejaría anonadado al condado de Cook; cualquiera de estos caminos sería mejor que la apática espera de la señorita H. 

CASO III: señorita C. 

—La señorita C. creció en un pequeño pueblo de Illinois y vivió en Chicago durante los diez años que duró su matrimonio, absorbiendo sofisticación como una esponja. Cuando su esposo murió, sopesó las ventajas de ser viuda tanto en un sitio como en el otro y vio que tenía a elegir entre el oropel de su hogar de origen o las miserias de Chicago. Conociéndose a sí misma mejor que la mayoría de nosotras, eligió el oropel y regresó, elegante y delgada, enlutada como viuda, a su hogar natal. 

Están los que piensan que la señorita C. no distingue la diferencia entre vivir a su aire y darse aires (desearíamos que nos aclararan la diferencia a nosotras también). Cualquier cosa que la señorita C. hace, la hace con gusto. Su casa blanca, casi idéntica a la que vio una vez en el cine, tiene persianas amarillo limón en el exterior y pisos color rojo vivo en el interior. (El pintor ha oído decir que la señorita C. está un poco loca.) Jamás sirve helado en sus reuniones y posee la única bata de anfitriona de aquí hasta Rockford. 

La mayoría de la gente del pueblo se siente más intrigada que irritada por ella; no piensan que la señorita C. se coloque por encima de ellos, sino que simplemente vive como se le antoja. Cuando las visitas llegan, son llevadas a observar la vista desde la colina fuera del pueblo, la fábrica de leche Borden, así como sus vestidos de noche y de algodón de cretona, sus redecillas de plata, sus rizos victorianos, sus tapetes blancos, su cama sin pies y sus menús exóticos, que aportan más temas de conversación que el periódico. Ella se ha convertido en un personaje y algún día será una leyenda. Y dado que la señorita C. ama la popularidad y adora la fama, ambas de las cuales le habrían escaseado en Chicago, le aplaudimos por ser una mujer que supo lo que quería y lo obtuvo. 

 

El placer de vivir sola

120 páginas

Marjorie Hillis

Traducido por Florencia Molfino

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