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25 de Julio de 2019

Los últimos días del Loco Castillo

Jorge Castillo fue presidente de Everton de Viña del Mar por solo 35 días en 1996. Tiempo suficiente para provocar una verdadera revolución. Contrató a los jugadores más caros del mercado, pintó las calles de la ciudad con los colores del club, prometió ganar la Copa Libertadores y terminó internado por trastornos siquiátricos. Hace pocos días apareció muerto, indigente, sin un peso en los bolsillos, soñando aún con convertir a su club en el más grande del continente. Una historia de éxitos y fracasos, que retrata una realidad de la salud mental en Chile, con el más trágico final posible.

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Hace muchos años, Jorge Castillo Salazar soñó con convertir al equipo de toda su vida, Everton de Viña del Mar, en el conjunto más grande de América. Lo soñó cuando era apenas un niño recién llegado a la población Gómez Carreño en la Ciudad Jardín. Lo siguió soñando cuando era un estudiante promedio en el Liceo San Antonio, siendo el menor en una familia de cuatro hermanos. Décadas después, cuando ya había amasado una pequeña fortuna por sus negocios en empresas de aseo, transporte, extracción de basura, bombas de bencina y moteles parejeros, Castillo tuvo la chance de cumplir ese anhelado sueño. Sin pensarlo mucho el empresario canceló los 50 millones de pesos que la institución adeudaba. Después de semejante acto de beneficencia fue designado como presidente. Terminaba 1995 y el cuadro ruletero acababa de perder la categoría en la Primera División. Su mandato duraría solo 35 días, tiempo suficiente para provocar una verdadera revolución en la Quinta Región. Sus familiares más cercanos lo declararon interdicto en enero de 1996, sometiéndolo a un tratamiento sicótico en la Clínica Betania de la Quinta Región. De ahí en más sería conocido para siempre como el Loco Castillo.

El pasado 11 de julio, Jorge Castillo Salazar decidió que no quería vivir más. No tenía dinero, algunos de sus afectos se habían alejado para siempre, su adicción al alcohol y las drogas, más problemas siquiátricos conformaron una tormenta perfecta que no pudo eludir. Esa fría mañana puso fin a sus días. Esta es la historia de un hombre que intentó cumplir el sueño de todo hincha: convertir a su equipo en el mejor de todos y que no pudo contra sus propios demonios.

Jorge Castillo Salazar nació en Valparaíso en 1954. A los 10 años se trasladó desde el puerto a Viña del Mar y no se mudó nunca más. De pequeño tenía dos aficiones marcadas: la religión y el fútbol. Fue acólito y monaguillo, siempre fanático de Everton, club donde intentó jugar en sus divisiones cadetes, sin fortuna. Se matriculó en Ingeniería en Transporte en la Universidad Católica de Valparaíso, pero tuvo que dimitir a poco andar debido a la prematura muerte de su padre. Realizó trabajos esporádicos de aseo en la Municipalidad de Viña del Mar cuando la alcaldesa era Eugenia Garrido, en plena dictadura militar. Ingresó a trabajar como funcionario a la Secretaría Regional Ministerial. Era el júnior. Hasta que un golpe de suerte azotó su destino. Tenía 28 años cuando ganó un premio de azar. La famosa Polla Gol. Fueron ocho millones de pesos, una cuantiosa suma para comienzos de los ‘80. Se independizó, aunque siguió ligado al oficio de la limpieza. Al cabo de algunos años abrió la empresa Asevin (Aseo Viña). Adquirió una bomba de bencina, quince micros de la flota Expresos Viña y el Motel Cau-Cau. El dinero se multiplicó pero sentía que algo le faltaba. Su oportunidad llegaría a fines de 1995. El fútbol y Everton serían su próxima estación.

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Las cifras indican que Everton fue el peor equipo chileno en 1995, por lo que descendió a la Segunda División. Las arcas económicas requerían el aporte de un mecenas que cancelara una deuda cercana a los 50 millones de pesos. Poco antes de Navidad apareció Jorge Castillo, empresario de la zona, no solo portando el monto adeudado, sino con un proyecto que pretendía revolucionar el fútbol chileno. Fue ungido de inmediato como timonel del cuadro oro y cielo, sin una elección mediante. A los pocos días anunciaba la contratación de importantes futbolistas del medio nacional, quienes fueron seducidos por una suculenta oferta. Jaime Pizarro y Daniel Morón habían sido campeones de América con Colo Colo y llegaban al club, encabezando una lista de ilustres refuerzos que incluían al uruguayo Marcelo Fracchia, el dos veces campeón con la Universidad de Chile Juan Carlos “El Bombero” Ibáñez, al goleador trasandino Carlos Gustavo de Luca y como entrenador a Leonardo Véliz, quien venía de conseguir la medalla de bronce en el Mundial sub 17 de Japón en el ‘93 y dirigir a la Roja sub 20 en la cita de Qatar ’95.

“La propuesta era importante y seria, nos convenció a todos. Era un hombre muy convincente. Creíamos que todo marcharía bien, pero muy pronto nos dimos cuenta que eran solo ilusiones”, recordó el entrenador. Lo cierto es que los jugadores fueron presentados todos juntos, en medio de una carpa de circo gigante instalada en el corazón de la Ciudad Jardín, ataviados con trajes a la medida comprados por el propio Castillo.

El nuevo timonel sentía que su deber era recuperar la identificación del hincha viñamarino con el club de la ciudad. Un lustro antes, en 1991, había viajado junto a un grupo de empresarios a Buenos Aires, a presenciar el partido de ida de las semifinales de la Copa Libertadores entre Boca Juniors y Colo Colo. Castillo quedó maravillado con el sector que rodea al estadio La Bombonera. Ahí, donde se respira fútbol, todo es azul y amarillo, los colores distintivos del cuadro más popular al otro lado de la Cordillera, los mismos de su amado club. La idea le quedó dando vueltas al dirigente quien apenas se sentó en la testera de Everton imitó la medida. Organizó cuadrillas con gente de su propia empresa, además de un importante número de barristas y comenzaron a pintar todo lo que encontraban con los colores del club, azul y amarillo. Muros, bandejones, escaleras, paraderos de micros, buses, autos, bicicletas, carrozas, postes del alumbrado eléctrico. La sede del club ubicada en calle Viana número 161 también fue coloreada, por dentro y por fuera. El vetusto amoblado, auténticas reliquias preservadas por décadas, recibió los brochazos de los incipientes decoradores. Hasta el gato de la sede, literalmente, recibió un baño de pintura. La historia cuenta que en el lugar merodeaba un felino de pelaje blanco. Ante el comentario de que el animal era blanco por ser de Colo Colo, Castillo solicitó embadurnar la mascota con los colores azul y amarillo, pero con la precaución de que fuera pintura al agua y de buena calidad.

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Everton era noticia nacional. Jorge Castillo Salazar escogió el 23 de enero de 1996 como la fecha para presentar en sociedad al nuevo plantel. La denominada noche Oro y Cielo. El propio mandamás del club se encargaría de todos los detalles. Aseguró que Everton enfrentaría nada menos que a Vélez Sarsfield, vigente campeón de la Copa Libertadores de América y de la Copa Intercontinental. Vendió los derechos de transmisión a Megavisión en una cifra millonaria. La velada sería conducida por Antonio Vodanovic. Y para atraer más público, el presidente había contactado a la superestrella colombiana Carlos Valderrama. El Pibe, con su frondosa melena rubia, sería el encargado de dar el puntapié inicial y si se animaba, jugar algunos minutos defendiendo a Everton, pero solo a modo de exhibición. El problema es que la Municipalidad de Viña del Mar había arrendado el estadio Sausalito para un concierto que se realizaría ese mismo día. Robert Plant y Jimmy Page, la mitad de Led Zeppelin, tocarían por primera vez en el país y no había modo de desechar ese contrato. Al final no hubo noche Oro y Cielo, no vino Vélez Sarsfield, nadie vio al Pibe Valderrama, no hubo acuerdo con Megavisión ni Vodanovic, el plantel no fue presentado en sociedad y la dupla Page-Plant dieron un recital de poco más de dos horas, comenzando con Inmigrant Song y cerrando con Rock and Roll. Para frustración de los 20 mil fanáticos presentes, no tocaron Stairway to Heaven.

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El plan de Jorge Castillo Salazar era convertir a Everton en una institución que cultivara no solo la rama de fútbol, sino también otros deportes, como el atletismo y el básquetbol. El flamante timonel no dudaba en echarse la mano al bolsillo con tal de dar un golpe de efecto que remeciera el mercado, tal como lo había hecho con las contrataciones del plantel de fútbol profesional. Precisamente uno de los nuevos jugadores, el uruguayo Marcelo Fracchia, era un confeso seguidor de la NBA. Conocedor de los proyectos de Castillo, el mediocampista le propone, a modo de broma, que contrate nada menos que a Michael Jordan, la gran figura de los Chicago Bulls, el mejor basquetbolista de todos los tiempos, para reforzar al elenco cestero. A los pocos minutos el presidente regresó con un teléfono en la mano. “Llame usted a ese tal Jordan y me lo pasa. No perdemos nada con preguntarle”. Fracchia lo miró asombrado y no dijo nada.

Las primeras señales del derrumbe directivo ocurrieron en el período de pretemporada. Los jugadores llegaron al primer día de práctica y no había indumentaria. El preparador físico, Marcelo Oyarzún partió a una multitienda comercial a comprar pantalones y camisetas para que los futbolistas pudieran entrenar. El técnico Leonardo Véliz se quejó públicamente por una situación que él consideraba inaceptable. Al día siguiente encendió la radio de su automóvil y sintonizó el programa deportivo que conducía Milton Millas junto a Sergio Livingstone. Grande fue su sorpresa cuando escuchó la voz del presidente del club, Jorge Castillo Salazar, quien anunció al aire que lo cesaría de sus funciones. No solo eso, el dirigente ya tenía un reemplazante: Jorge Garcés. Véliz llegó a su lugar de trabajo y se comunicó con Castillo, quien negó haber emitido dichas declaraciones. “Me suplantaron. Es un actor de acá de la zona que suele imitarme. Yo no he dado ninguna entrevista. Usted quédese tranquilo”, fue la respuesta del presidente.

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“Los primeros síntomas los vimos cuando era presidente de Everton. Una vez fuimos a Santiago, a un clásico entre Colo Colo y la U y le ofreció contrato al Pato Yáñez, pese a que estaba retirado y ya trabajaba como comentarista. Nos dimos cuenta que mi papá no estaba bien y necesitaba ayuda, tratamiento siquiátrico. Por eso lo internamos. Por su bien”. La voz de Jorge Castillo Jaque, hijo del expresidente de Everton, se oye mesurada pese a la congoja que lo agobia. Su padre falleció hace pocos días después de una larga travesía por su propio infierno, padeciendo trastornos de salud mental que lo dejaron sus últimos meses de vida viviendo en situación de calle, pese a todos los esfuerzos por tratar de ayudarlo. Una pelea que duró décadas y que comenzó, precisamente, cuando Jorge Castillo Salazar dejó de ser el máximo dirigente de Everton de Viña del Mar. Eso ocurrió el 19 de enero de 1996. Fue declarado interdicto. Su familia lo internó en la Clínica Siquiátrica Betania.

“Mi papá ya estaba mal. Siempre había tenido algunas actitudes eufóricas, pero ya estaba en un nivel que decía cosas que no eran reales. Decía que era amigo del presidente de la República, de Ricardo Arjona, de toda la gente pública y no era verdad”, recuerda Castillo Jaque.

Rolando Santelices, el mismo expresidente que le ofreció tomar su lugar, retomó el sillón del club. Aseguró que Castillo Salazar había dejado una deuda de casi 450 millones de pesos, lo que desmiente su círculo cercano. “Mi papá no le dejó deudas al club, sino que se endeudó él. Perdió mucho dinero porque entregó documentos personales, no de la institución. Varios de los jugadores contratados alcanzaron a cobrar”, dice su hijo, con papeles en mano.

De hecho, décadas después, cuando empresarios mexicanos ligados al Grupo Pachucha adquirieron la propiedad del conjunto Oro y Cielo, indemnizaron a una serie de dirigentes que habían comprometido su patrimonio personal. Entre ellos, no estaba Jorge Castillo Salazar. “Mi papá nunca quiso demandar al club. Consideraba que eso era una traición”, recuerda su hijo.

La primera vez que Jorge Castillo Salazar se escapó de una clínica fue a las dos semanas de estar internado. Repetiría la fuga varias veces desde diferentes instituciones en los años venideros. Nunca se sometió a un tratamiento sostenido, pese a que fue diagnosticado con un trastorno bipolar severo. “Nunca quiso aceptar que necesitaba ayuda”, recuerda su hijo, quien renunció a su trabajo en noviembre del año pasado para ayudar a su padre.

En el 2009 su hermana Maritza lo denunció por abuso sexual contra su sobrina. Castillo se presentó voluntariamente a declarar y fue detenido por órdenes pendientes por los delitos de receptación y amenazas. Su hermana también fue apresada, por giro doloso de cheques. La denuncia fue retirada sin formular cargos en su contra. En el 2016 fue candidato a Core por Viña del Mar como independiente apoyado por Renovación Nacional. Obtuvo 279 votos los que fueron insuficientes para ser elegido.

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En el único Consejo de Presidentes de clubes del fútbol chileno en el que participó, pidió la palabra. Sugirió que, para “subirle el pelo” a la Segunda División, modificaran su nombre por el de Primera B, a la usanza de algunos campeonatos internacionales. La medida fue aceptada y se mantiene vigente.
Diego Rodríguez, periodista de radio ADN y fanático del cuadro ruletero, dice que para el hincha de Everton, Jorge Castillo representa “al seguidor más genuino, el más noble, aquel que es capaz de hacer todo por su club. En tiempos de concesionarias que son dueñas de los clubes, como los mexicanos en Everton, que no tienen ninguna identificación con la ciudad ni con el hincha, Castillo aparece en la vereda opuesta, la del dirigente que es capaz de meterse la mano al bolsillo y soñar con hacer algo grande. Yo tenía un año cuando él era presidente, pero si hubiese llegado hoy, le habría comprado todo”.

La familia de Castillo sufrió el rigor de no encontrar un lugar para poder internar a su padre. A medida que pasaban los años sus actos de euforia se multiplicaban. Entraba a las iglesias, en plena misa, declamando voz en cuello. Fue detenido por Carabineros al menos en diez ocasiones por vagancia o escándalos públicos. Lo encerraban en el calabozo y al día siguiente lo dejaban en libertad. “Pero no había ninguna consideración con su estado mental. Tenía un trastorno bipolar diagnosticado. Tratamos de internarlo por el sistema público y habían al menos 90 personas en lista de espera”, recuerda su hijo, quien agrega que “mi papá había perdido todo el dinero, las empresas, las propiedades. Recibía una pensión de 300 mil pesos aproximadamente. Un día lo seguí. Se gastaba toda la plata inmediatamente. Se pagaba, iba a un restaurante, le daba veinte lucas al garzón, otras veinte al tipo que cuidaba el auto. A los dos días ya se había gastado todo. Creo que también gastaba en drogas. Nunca lo vi haciéndolo, pero por su estado estoy seguro que cayó en adicciones”.

Tres golpes terminaron por derrumbar la precaria estabilidad de Jorge Castillo Salazar. Sus problemas sicológicos, la ausencia de un tratamiento adecuado, la crisis económica y sus cambiantes estados de ánimo, provocaron un conflicto familiar importante. Algunos de sus seres más queridos se alejaron definitivamente y él no hizo mucho por acercarse a ellos.

El segundo incidente que afectó su estado anímico fue la muerte de Fanny, su pareja durante años, con quien había logrado sostener un período de tranquilidad. Su fallecimiento fue un golpe demoledor para el expresidente de Everton.

Y el tercero ocurrió el 17 de marzo del 2018. Nunca dejó de ir al estadio a alentar a su club. Ni siquiera en los peores momentos de su atribulada existencia. Esa calurosa tarde, Everton recibió a la Universidad de Chile. En un partido disputado el juez del partido Felipe González expulsó a dos jugadores del elenco viñamarino: Kevin Medel y Patricio Rubio. Pese a jugar con dos menos, el equipo sostenía el empate a cero, hasta el último minuto de partido, cuando Lorenzo Reyes marcó el gol de la victoria para la U. Totalmente descontrolado, Jorge Castillo Salazar trepó la reja que separa a los espectadores de los protagonistas. Ingresó al terreno y fue directo a encarar al árbitro del partido. Fueron los propios jugadores de Everton, quienes lo reconocieron, los encargados de calmarlo. El juez de la brega detalló el incidente en su informe oficial y el club fue sancionado con una multa de 90 UF, equivalentes a $2.426.940. Como consecuencia de esto y apelando a la Ley de Violencia en los estadios, Everton decidió sancionar a Jorge Castillo Salazar con el código 102, el que prohíbe el ingreso de los aficionados al estadio. “Tratamos de apelar- recuerda su hijo Jorge Castillo Jaque- pero fue imposible. Les dije que tuvieran en consideración que era una persona con sus facultades mentales perturbadas, pero no hubo caso. Mi papá se empezó a morir cuando no lo dejaron ver más al Everton”.

El sol golpeaba con fuerza sobre el féretro. El frío del invierno otorgó una tregua esa mañana de julio en Viña del Mar. El sepelio, con el cuerpo de Jorge Castillo Salazar, recorrió algunas de las calles y avenidas que fueron significativas para él. Varios de sus antiguos empleados en las empresas de aseo asistieron a su funeral. Los que sí llegaron en masa fueron los hinchas, portando banderas, pintándose la cara con los colores azul y amarillo. Miguel Arellano es miembro del grupo Acción Evertoniana, que busca recuperar el funcionamiento de la Corporación del club. Estuvo presente en el adiós del exdirectivo. “No llegó nadie de la Concesionaria ni de la Corporación a despedir a un antiguo Presidente, que merece el respeto por haber encabezado la institución”, dice Arellano y reafirma la distancia que existe entre los empresarios que dominan Everton y los aficionados. Denuncia que a varios se les aplicó el código 102, el mismo que dejó a Jorge Castillo sin poder ingresar al estadio.

“Nosotros pedimos que la Corporación vuelva a funcionar como se merece. Se ha perdido la identificación con el club, los hinchas y la ciudad. El último partido fue un espectáculo triste porque nosotros hicimos un llamado a no asistir al Sausalito. Y la gente ya no va”.

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El 11 de julio Jorge Castillo Salazar estaba solo, por voluntad propia. Nadie sabrá jamás realmente que pasó por su cabeza antes de tomar la decisión de acabar con su vida. Eligió un sitio eriazo, alejado de todo y todos, en Reñaca. Esa mañana amaneció despejado. Entre las nubes se distinguían con nitidez los colores oro y cielo, los mismos de la camiseta de Everton.

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