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Opinión

16 de Agosto de 2019

Columna de Simón Ramírez, académico y militante de Convergencia Social: “La lucha por el bienestar y los límites del modelo actual”

La respuesta del gobierno y del empresariado en general queda muy bien ejemplificada en penosa performance del Ministro Monckeberg frente a Mónica Rincón, cuando al mismo tiempo que evadía con descaro la pregunta respecto de cuál era la evidencia para sostener que una reducción de la jornada afectaría a la productividad, insistía en que esto último era lo que iba a ocurrir. Y ahí está el núcleo del asunto: la evidencia no existe, por lo que el lugar de la enunciación del discurso del ministro es únicamente la ideología.

Simon Ramirez
Simon Ramirez
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Las últimas semanas han estado marcadas por una serie de hechos que han mantenido al gobierno contra las cuerdas. Paro de profesores, proyecto de reducción de la jornada laboral a 40 horas, desastres ambientales ad portas de la próxima COP25 a realizarse en el país y crisis de las sanitarias y el modelo de concesiones, son algunos ejemplos. Este conjunto de problemas que parece disperso, en realidad revela un problema estructural: estamos asistiendo a los límites del modelo de desarrollo actual (neoliberal) en cuanto a su capacidad de proveer bienestar bajo sus propios términos. La actual lógica de acumulación de riquezas por parte de una minoría hoy implica un sistemático empeoramiento de la calidad de vida del resto de la población, y esa minoría parece no estar dispuesta -lo que es esperable- a dejar de caminar hacia el despeñadero.

 

Hasta ahora, hemos vivido por cuatro décadas en un país construido en torno a un relato mítico: reducción de los roles del Estado a su actuar subsidiario y fiscalizador, prioridad de la actividad privada (y su lógica de lucro/acumulación) en la provisión de servicios y, como indicó el mismo Ricardo Lagos, una vocación de concesionar todo lo concesionable. Este relato se complementa con algunas máximas que funcionaron como leyes incuestionables: la única forma de estar mejor es el crecimiento, el crecimiento supuestamente generaría chorreo y así el acceso a la modernidad estaría disponible para todos. No se trataba de una cuestión de alternativas, puesto que como indicó Margaret Thatcher, sencillamente no hay otra alternativa. Pero, ¿es esto cierto?.

 

Es precisamente esa forma de mirar los problemas públicos la que está haciendo aguas. El precario equilibrio económico y social que ha mantenido a flote al país durante las últimas décadas, dando legitimidad a la mitología transicional hasta nuestros días, se ha sostenido mediante el aseguramiento de exageradas tasas de acumulación para una poderosa minoría empresarial, una creciente inversión pública orientada de manera focalizada hacia los sectores más precarizados -sostenida principalmente en los favorables precios de los commodities, en particular del cobre- y elevadísimas tasas de endeudamiento de la población, la que mediante el crédito ha podido acceder a un bienestar material antes impensado. 

 

Las coyunturas críticas mencionadas al principio desnudan los límites de este modelo y de su intrínseca incapacidad de proveer bienestar. Es por eso que parte importante de las demandas y reivindicaciones del último tiempo más que ser estrictamente monetarias han tenido su centro justamente en la búsqueda de ese bienestar inexistente. Sin embargo, dadas las características del modelo de desarrollo, este tipo de demandas afecta en último término justamente el corazón del régimen de acumulación actual, el que precisamente se caracteriza por una distribución radicalmente desigual de la riqueza y el bienestar. Esto ha quedado en evidencia en el modo como los defensores del orden existente, frente a demandas que son evidentes desde el sentido común, se han visto obligados a salir de la trinchera argumental supuestamente técnica y científica para terminar vociferando desde un palestra puramente ideológica y desapegada de cualquier evidencia empírica. 

 

Esto ha sido clarísimo, por ejemplo, en el debate en torno a la rebaja de la jornada laboral a las 40 horas. La diputada Camila Vallejo ha explicado hasta el cansancio el carácter del proyecto y la intencionalidad que hay detrás de él: mayor bienestar, disponer de más tiempo, valorizar el trabajo. Hace unos días atrás, Antonia Orellana en este mismo medio, nos mostraba otro punto de vista respecto del mismo proyecto, pero que refuerza el enfoque de perseguir una vida más digna: la reducción de la jornada laboral sienta las bases materiales para poder comenzar a enfrentar seriamente la actual crisis de los cuidados y así avanzar hacia una repartición de estas tareas de modo más equitativo entre hombres y mujeres, buscando enfrentar la doble jornada que en la práctica afecta a la mayoría de estas últimas. De nuevo, lo que se busca es sencillo: trabajar menos, vivir mejor. 

 

La respuesta del gobierno y del empresariado en general queda muy bien ejemplificada en penosa performance del Ministro Monckeberg frente a Mónica Rincón, cuando al mismo tiempo que evadía con descaro la pregunta respecto de cuál era la evidencia para sostener que una reducción de la jornada afectaría a la productividad, insistía en que esto último era lo que iba a ocurrir. Y ahí está el núcleo del asunto: la evidencia no existe, por lo que el lugar de la enunciación del discurso del ministro es únicamente la ideología. Es decir, lo que al ministro le incomoda no es una inexistente reducción de la productividad, sino que es básicamente la valorización del trabajo, que implica menor acumulación para el capital, o sea, una ruptura en la lógica del relato mítico transicional. La forma de expresarlo, sin embargo, busca justamente empalmar con ese relato que durante décadas operó de sostén del mito: el crecimiento y la productividad. Pero hoy, entre el mito de la productividad -y un chorreo que no llegó- y la necesidad de vivir mejor, las preferencias han ido claramente por lo segundo. 

 

Esta visión carente de lógica no es exclusiva de autoridades de gobierno, es la posición de la élite económica en el país frente a esta situación límite. Por ejemplo, ante la crisis del cambio climático y las propuestas del anteproyecto de la Ley Marco del mismo gobierno, los gremios empresariales salieron ordenados a rechazar la idea de Carbono Neutralidad para el 2050, ya que, como dijo la Camara Chilena de la Construcción, los costos asociados a esta política ¡eran muy elevados!. Es decir, en medio de una mega sequía en la zona central y en el contexto de una emergencia climática sin precedentes, los gremios empresariales plantean que no están dispuestos a sacrificar sus tasas de acumulación de riqueza en función de colaborar con la solución a este problema que afecta de manera directa y dramática la calidad de vida de los habitantes de todas estas zonas.  

 

El resto de las crisis enfrentadas por el gobierno en este período responden exactamente al mismo patrón. Los profesores fueron enfáticos que su movilización no respondía a una cuestión monetaria, sino que de dignificación de la carrera docente. La crisis de Essal se encargó de mostrar el fracaso de la política de concesiones sanitarias como forma de proveer adecuadamente un servicio tan fundamental como el agua, y la crisis de los insumos médicos aparece como crisis del financiamiento hospitalario resultado de la política subsidiaria del Estado en esta materia. Sin embargo, para todo estos problemas la solución es el mismo libreto: más subsidiariedad, más mercado, más fortalecimiento del sector privado.

 

En resumen, como decíamos al comienzo, de lo que estamos siendo testigos es de los límites de la capacidad del modelo actual de entregar bienestar en su propia lógica (estado subsidiario, prioridad de la actividad privada, chorreo y endeudamiento). En este contexto, el dilema al que se enfrentan los sectores dominantes es que todo avance en bienestar se asocia a una disminución de sus tasas de acumulación, pero mantener las tasas de acumulación actual va a terminar por minar la legitimidad del modelo actual y, por tanto, las condiciones de su reproducción. Ahora, en ese dilema ni el empresariado ni el gobierno se pierden: la ganancia no se pone en riesgo, aun cuando se trate de un camino directo al despeñadero. 

 

Para las fuerzas transformadoras es muy importante comprender esta situación, porque habiendo pasado ya por tantos años de progresismo neoliberal, de retóricas de correcciones o humanizaciones del modelo, a esta altura lo claro es que la lucha por el bienestar implica necesariamente un cambio paradigmático en la forma de comprender el modelo de desarrollo. Las alternativas a los problemas estructurales de nuestro país requieren pensar formas alternativas de organizar nuestra vida en común para solucionarlos, no podemos seguir haciendo lo mismo que ya se ha hecho, y es precisamente desde ahí que viene la principal transformación que pueden ofrecer los nuevos proyectos políticos al país. Entender que la crisis de los cuidados se puede comenzar enfrentar precisamente mediante la obtención de más tiempo libre, o, como plantea el diputado Ibáñez, hacernos la pregunta de si hay ámbitos -como derechos humanos y sociales- en los cuales sencillamente no puede operar una lógica de concesiones (lucro, acumulación), justamente tienen por objetivo poner en el centro la cuestión del bienestar, por sobre la acumulación de riquezas de una minoría empresarial y mezquina, administrando la riqueza generada en común de un modo distinto. El desafío es enorme y la reacción de las fuerzas conservadoras se va a ser vehemente, como han mostrado hasta ahora, pero la aspiración a una vida digna sólo puede provenir de una alternativa antagónica con el modelo neoliberal actual. 

 

Simón Ramírez es sociólogo, académico y militante de Convergencia Social. 

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