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Opinión

9 de Diciembre de 2019

Civilización o barbarie: cuatro momentos

Claudio Alvarado
Claudio Alvarado
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Por Claudio Alvarado R., director ejecutivo del IES

I.

Hace un par de días andábamos en auto por el centro de Santiago con mi señora y mis hijas, la mayor de casi dos años y la menor de dos meses y medio. Es un camino habitual para nosotros; nos criamos y educamos en los barrios más antiguos de nuestra ciudad. Y sin embargo, de pronto nos sentimos como extraños. Llegando a Plaza Italia, estuvimos a punto de ser víctimas del celebrado por algunos, aunque no por eso menos macabro, “el que baila pasa”. Zafamos apenas, aunque el auto de al lado tuvo menos suerte: nunca supimos qué pasó con él.  

Poco antes, el lunes 25 de noviembre, una amiga fue al mall Portal de La Dehesa. Iba a comprar una aspiradora para un proyecto solidario en el que participa. Al salir del local se encontró con una turba enloquecida, hombres y mujeres fuera de sí. Parecían poseídos, nos contó. La golpearon muy fuerte y varias veces, de pie y en el suelo, a ella y a otras mujeres. Ella no insultó a nadie. Sólo salió del local con una aspiradora bajo el brazo y vivió esta triste “anécdota”, que por esas curiosidades del destino ocurrió en el día internacional de la no agresión a la mujer.

Una semana antes, el domingo 17 de noviembre, en Providencia, íbamos de nuevo en auto con mi familia y nos encontramos con una larga fila de ciclistas. Era la numerosa “vanguardia” que se ha tomado nuestras calles en varias ocasiones. Esa vez se tomaron Carlos Antúnez por casi 50 minutos. No nos pasó nada muy grave, aunque nuestra guagua tenía mucha hambre y no paraba de llorar. Tuvimos que salir del camino como pudimos, mientras un par de ciclistas dirigían el tránsito. Al menos ese sector de Santiago, un domingo antes de almuerzo, era controlado por ellos.

Un mes antes, el viernes 18 de octubre, cuando todo estalló, o cuando todo terminó de desencadenarse; ese viernes en que quemaron el metro y comenzó la crisis más grande de las últimas décadas, era también el día de mi cumpleaños número 35. Luego de pasar a saludarme, unos amigos iban de vuelta a su casa. Fuera de la Torre Entel se encontraron, encerrados, en medio de Carabineros y una masa enardecida. El auto se tambaleó (lo tambalearon), tal como Santiago y Chile entero esa noche. En el auto iban hombres y mujeres; dos de ellas estuvieron al borde del colapso. Pensaron que todo terminaría muy mal –yo habría pensado lo mismo–, y casi fue así.

II.

Probablemente mis experiencias son muy distintas a las de otros. Por lo mismo, debemos cuidarnos de generalizarlas. También sé que hay demasiadas personas, seguramente cientos, tal vez miles, que han vivido momentos peores. Sólo entre mis conocidos podría agregar caminatas de varias horas a sus lugares de trabajo, o desde estos a sus casas, experimentando una inseguridad inédita. También encuentros directos y en primera persona con el saqueo y el vandalismo desatado. Ver cómo quemaban algo, no sé bien qué, a dos cuadras de una casa en San Bernardo. Estar a pocas cuadras de Lastarria cuando quemaron la Iglesia de la Veracruz. Y así, suma y sigue.

Suma y sigue, incluyendo en forma muy especial aquellos que han sufrido injustamente la fuerza estatal. Porque al drama de quienes han sufrido el crimen organizado y desorganizado se suma el pavor de quienes han padecido los abusos, excesos y torpezas, según el caso, de quienes deberían resguardarnos. No es lo mismo la violencia delictiva que el uso legítimo de la fuerza estatal. Confundir ambas cosas nos costará muy caro. Pero aún más grave es el hecho de que carabineros y militares hayan incurrido en efectivas violaciones a los derechos humanos. ¿Cuántas? Aún no sabemos con certeza. Pero si el informe de Amnistía Internacional admite críticas fundadas, y por tanto cierto escepticismo, no cabe decir lo mismo de Sergio Micco, o de José Miguel Vivanco y Human Rights Watch.

Parte importante de nuestra crisis es justamente ésta. Que cuando la violencia se desató nadie pudo controlarla; que en su minuto la coacción estatal agravó el problema. Hay un punto en que, con mayor o menor gravedad, todos nos vimos envueltos, y nadie pudo hacer nada. Abusos policiales y desorden público han sido, por muchos momentos, dos caras de la misma moneda. Cuando la violencia se descontrola todos sufren y nadie gana. Ganan los narcos, las barras bravas y los anarquistas, dirán algunos. Pero si le creemos a Sócrates en que peor que sufrir una injusticia es cometerla, nadie gana.

III.

Si la violencia se instala como forma de acción política se terminan definitivamente la democracia, el estado de derecho y la vida civilizada. Pero no todo ha sido barbarie. Hay quienes generan esperanza porque han abierto caminos donde no es la violencia la que dirime los conflictos. Por eso me parece de justicia destacar a aquellos políticos que, en medio de este caos, han intentado hacer las cosas en forma distinta. Aquellos que han reivindicado en todo momento la necesidad del diálogo y los caminos institucionales. Ellos han frustrado expectativas o prácticas habituales de los grupos más vociferantes de sus propias tribus, pero eso mismo les ha permitido tender puentes con otros mundos, y son justamente esos puentes los que generan esperanza.

Javiera Parada

Tengo tres ejemplos en mente. El primero es Javiera Parada, que nunca ha dudado en reivindicar la relevancia del orden público, como condición básica del orden social, vilipendiado por tantos que asumen que se trata de un mero recurso para imponer el sometimiento de los fuertes sobre los débiles, como si hubiera que elegir entre orden y justicia. Javiera Parada ha sido muy clara al respecto: “el orden público es democrático, porque los que más sufren, cuando no lo hay, son los más débiles”, dijo sin ambigüedades. Muchos la han criticado, pero ella ha permanecido en su posición, quizá porque tiene claro que cada generación debe dar prueba de sus credenciales democráticas: no estamos liberados por lo que hayan hecho (o le hayan hecho a) nuestros padres.

El segundo caso es Mario Desbordes, que ha insistido hasta la saciedad en la necesidad de una derecha distinta. Con aciertos y errores, pero con una lucidez que se agradece, porque a diferencia de muchos se toma en serio las trayectorias vitales y las percepciones ciudadanas. En sus palabras, “tenemos que conversar mucho los de escuelita con número con los que han tenido la posibilidad de ir a Harvard o Chicago… la vida misma ayuda mucho a conectar con lo que realmente está pasando, más allá de los números”. 

Mario Desbordes

Y nada de esto excluye a los economistas, tal como ha mostrado Ignacio Briones, el tercer ejemplo que destaco. No exagero al decir que Briones ha quebrado todos los cánones para su sector. Entre varias muestras de grandeza, me quedo con su almuerzo con humanistas de distintas disciplinas: “la historia, la sociología, la filosofía y el arte tienen mucho que aportarnos con su estudio y mirada del Chile actual”, señaló. Para muchos es algo obvio; para un ministro de Hacienda de centroderecha es una saludable novedad.

IV.

Destaco esos ejemplos porque confirman que el diálogo todavía es posible. Eso hay que subrayarlo una y otra vez. La crisis ha traído y traerá más problemas, pero hay que agotar todas las instancias para generar y potenciar los puntos de encuentro y la amistad cívica. La razón es bien sencilla, aunque fundamental, tal como se advierte al revisar nuestra propia historia. Nada más elocuente que la reflexión de la oposición democrática de los años 80. Una de las preguntas más angustiantes para ellos fue por qué Augusto Pinochet pudo mantenerse tanto tiempo en el poder; más aún, por qué a ratos incluso gozó de popularidad. Se trataba de un régimen dictatorial, con todo lo que ello implica, en particular violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Aunque mi generación se niegue a aceptarlo, por momentos fue popular. ¿Por qué? Con tanta honestidad intelectual como falta de corrección política, pero no sin pesar, un entonces joven sociólogo, Eugenio Tironi, sugería que uno de los factores que incidió en ese crudo panorama fue que “la desorganización social llegó a producir la necesidad tácita de un poder político autoritario que impusiera un grado mínimo de estabilidad”. Su libro “El régimen autoritario” explora esta afirmación.

Eugenio Tironi

Me acordé de todo esto al leer una columna de Tironi la semana pasada, instando a su generación a contar sus historias. Deberían hacerlo más. Obviamente hoy nos cuesta imaginar que esa necesidad tácita pueda llegar a ser real, especialmente si hemos vivido en democracia desde que tenemos uso de razón. Pero lo cierto es que, como le escuché alguna vez al historiador Joaquín Fermandois, la democracia no es una planta que haya crecido en el albor de la humanidad. No siempre ha existido y eventualmente puede desaparecer. El caos permanente amenaza su existencia, pues el orden político es eso, un orden, y si no somos capaces de sostenerlo pueden ocurrir cosas como las que ya han ocurrido en esta crisis, o cosas peores. Chile ya recorrió esa trayectoria. Por eso son cruciales todos y cada uno de los esfuerzos por mantener y cuidar nuestra democracia. Me temo que al escribir estas líneas la elección es por las instituciones o el caos.

De ahí que todos debamos propiciar el diálogo, pero especialmente quienes anhelan transformaciones profundas. Como decía Hanah Arendt en el período de posguerra, “el fin está siempre en peligro de verse superado por los medios a los que justifica y que son necesarios para alcanzarlo”. Si no cuidamos los medios propios de la convivencia pacífica, esta definitivamente caerá. Sin embargo, y como enseñaba la misma Arendt, nunca está todo perdido. Siempre depende de nosotros. En sus palabras, “aún en los tiempos más oscuros tenemos el derecho a esperar cierta iluminación, y dicha iluminación puede provenir menos de las teorías y conceptos que de la luz incierta, titilante y a menudo débil que algunos hombres y mujeres reflejarán en sus trabajos y sus vidas bajo cualquier circunstancia y sobre la época que les tocó vivir en la tierra”.

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