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Entrevistas

9 de Diciembre de 2019

Hugo Herrera: “Hay sectores importantes a la derecha y la izquierda que sienten que llegar a acuerdos es traición”

Foto: YouTube UDP

Hugo Herrera, director del Instituto de Filosofía de la UDP, escribió Octubre en Chile, un libro que plantea que la crisis que explotó el 18 de octubre con las evasiones masivas, es, eminentemente, una crisis hermenéutica. Ligado a la derecha más liberal y moderna, Herrera ha sido crítico del manejo de crisis del presidente Piñera, señalando incluso, su falta de destreza política y su intención de solucionar la crisis solo, asunto directamente ligado a que no ha estado compenetrado en la situación popular. El libro de Herrera iba a ser presentado por Maya Fernández y Mario Desbordes, pero se postergó por razones de seguridad. Acá, el intelectual ahonda en las razones de su libro, en el cual expresa un desajuste profundo entre las pulsiones y anhelos populares, y la institucionalidad y los discursos políticos. Además, un adelanto exclusivo para nuestros lectores.

Por

En medio de un estallido social tan potente, ¿por qué este libro extiende su mirada a la derecha de la Transición y la izquierda frenteamplista?

La crisis se veía venir, pero no se sabía cuándo ni dónde. En 2014 escribí un libro sobre la acentuación de la tensión que se palpaba en el país entre, por un lado, las pulsiones y anhelos populares, y, por otro, la institucionalidad y los discursos políticos, atendiendo a la falta de un discurso propiamente político en la derecha de la Transición, así como que, en la historia larga de la república, la derecha o la centro-derecha tuvo un pensamiento de otro talante y envergadura, no sólo económico. Ese pensamiento, al cual se puede acudir para comprender la situación, es especialmente vigoroso en las vertientes del ensayismo nacional, de Góngora, Edwards, Encina, así como en el cristianismo social. Los acontecimientos de octubre me fueron ocasión propicia para volver sobre el asunto de la crisis y, en términos más amplios, extender la reflexión a las posiciones que identifico como la derecha de la Transición y la izquierda académica y frenteamplista.

¿Cuál es la tesis que quieres plantear? 

La crisis actual es, eminentemente, una crisis hermenéutica o comprensiva. Distintos autores han reparado en que la política es, antes que una ciencia o un saber deductivo, un arte. Se trata de dar expresión al pueblo en instituciones, obras y discursos en los que ese pueblo pueda sentirse reconocido. Pero el pueblo es concreto, incluso misterioso. Sus pulsiones y anhelos surgen como desde un fondo sin fondo, son dinámicos, incontrolables. La acción política queda, entonces, expuesta a una tarea que es, en cierto grado imposible: expresar lo inefable. Como el artista, que logra captar lo que todos de alguna manera presentían, pero no lograban expresar con claridad, y le brinda a eso una articulación eficaz en la obra, el político –que puede ser una individualidad o un colectivo– en sentido eminente es aquél con la capacidad de intuir al elemento popular, compenetrarse con él y darle expresión eficaz en obras, instituciones y palabras. Eso es lo que está en crisis hoy. 

¿Cómo se expresa?

Hay un desajuste profundo entre el pueblo y los discursos según los cuales se le pretende dar expresión. La crisis es eminentemente hermenéutica o comprensiva porque no se trata simplemente de la incapacidad de las élites o de una eventual mala voluntad. El problema es que las élites han quedado presas, en los extremos, de discursos auto-contenidos, demasiado abstractos. Un pensamiento eminentemente economicista en la derecha, que entiende que el orden económico neoliberal es la base de un orden político adecuado. Un pensamiento acentuadamente moral, en la izquierda académico-frenteamplista, que condena moralmente al mercado como institución y postula un modo ideal de acción público-deliberativa como forma de alcanzar la plenitud. Si el pensamiento de la derecha más recalcitrante reduce la compleja realidad popular a sus aspectos económicos y desconoce además que es justo al revés el orden político la base de cualquier florecimiento, incluido el económico, en la izquierda académico-frenteamplista no se repara en que en el mercado concreto pueden acontecer experiencias colaborativas, en la importancia de un mercado fuerte para la distribución del poder social, así como en el potencial no sólo emancipatorio, sino opresivo de una deliberación pública que es ocular y escrutadora, hostil a lo raro, lo nuevo, a la intimidad de los individuos.

¿Existe algún referente histórico en el que repares? Se ha mencionado, entre otras crisis, la “crisis del centenario”.

Se ha dicho que la crisis es parecida a la de la UP. Pero el asunto es muy distinto. No hay aquí bandos claramente definibles, aunque algunos caigan en la retórica del enemigo. Estamos ante una crisis que tiene un fuerte componente popular. Es el pueblo entero el que aquí ha hecho irrupción. Probablemente en la base de la revuelta estén las clases medias emergentes. Se trata de capas sociales que son un logro de los sistemas político y económico. Ellas coinciden con una cierta plenitud, distante del hambre y el frío. No hay que olvidar que sólo unas décadas atrás la desnutrición infantil llegaba en Chile al 40 por ciento. Las nuevas clases medias, sin embargo, son frágiles, se encuentran bajo apremio, angustiadas por eso que el Gitano Rodríguez llamó el “miedo inconcebible a la pobreza”, a volver a una situación que, alcanzado el estatus mesocrático, no es sólo ruinosa sino además vergonzante. Es lo que está detrás de los reclamos por las deudas y las jubilaciones. Bueno, esa situación se parece, mucho más que a la de 1973, a la llamada “crisis del centenario”. Entonces también una clase social nueva, el proletariado, hizo irrupción en la vida nacional, sin encontrar respuestas en una clase política atada a discursos auto-contenidos o demasiado abstractos, que era incapaz de comprender sus anhelos. Poner en perspectiva histórica la crisis permite considerar su profundidad. La del centenario duró hasta entrados los años treinta y sometió al país a graves penurias.

Tomando ese referente y la reflexión que da pie al libro, ¿cuál sería el rol de la clase política? 

La salida a la crisis será lenta precisamente porque es comprensiva. Los discursos dominantes están incorporados en grupos habituados a ellos. Cambiar hábitos es lento. En la medida en que no hay salida sin política, sin dirigencias políticas, los mismos grupos que son parte del problema del desajuste entre el pueblo y su institucionalidad, tendrán que ser parte de la solución. Pero eso implica que será menester revisar los hábitos de pensamiento e irlos modificando. Y eso genera resistencia. Aún ante el hecho palmario de la crisis y de las demandas por cambios institucionales y grandes acuerdos reformistas, hay sectores importantes a la derecha y la izquierda que sienten que llegar a esos acuerdos es traición. Para la derecha dominante en el gobierno, los acuerdos de reforma son percibidos como traición a la ortodoxia económica. Para la izquierda más abstracta pactar es como caer en la negociación mercantil que condenan moralmente. De ahí las tensiones severas que los acuerdos producen en el Frente Amplio.

La calle, la ciudad y el metro, sólo por mencionar algunos lugares, son espacios tangibles donde se ha manifestado el movimiento. Hay algo simbólico, por ejemplo con el metro…

Hay un episodio inaugural de la crisis: el ataque al Metro. Si fue concertado o espontáneo no es aquí lo relevante. Lo más relevante es que, una vez atacado, no haya habido una reacción masiva y decidida, de defensa de ese símbolo, otrora orgullo del Santiago mesocrático. Hay un factor que falta aquí en la explicación. Kathya Araujo ha explorado el punto. El Metro es símbolo, pero las dinámicas concretas que se experimentan en el dispositivo son tensionantes. La cuestión del espacio en Santiago deviene un problema. Se expresa como congestión, como hacinamiento, segregación urbana, contaminación. Pero, sobre todo, como pérdida de naturalidad de la existencia. Cuando me vine de Viña a Santiago sabía que iba a perder el mar. Pero es mucho más lo que se pierde. La capital no está integrada al paisaje. No hay paisaje. 

¿Por qué?

La existencia urbana se amontona sobre sí misma, es también una experiencia de encierro. Al otro lado, las provincias están comparativamente abandonadas. La institucionalidad territorial es muy frágil, a tal punto que pesa más un subsecretario que un intendente, que cada vez que hay un problema grave en las provincias, son las autoridades centrales las que deciden. Nada de extraño, entonces, que ardan los bosques todos los veranos, que las zonas de sacrificio se acumulen, que el asunto mapuche no tenga solución. Nuestra política no piensa el territorio. Pero el pueblo es territorial. Hay una larga tradición de autores que han pensado en la importancia existencial del paisaje. La Mistral y Luis Oyarzún, por ejemplo, reparan en nuestro carácter telúrico, en la plenitud o frustración que importan la configuración cuidadosa o descuidada del paisaje. La tierra es un todo dotado de significado para la vida y en ese sentido la política debe asumirla como su asunto. Especialmente porque, como refleja el episodio del Metro, no es descabellado decir que parte del malestar es con nuestro modo de habitar la tierra.

¿A qué te refieres cuando hablas de “republicanismo popular”?

Junto con una reflexión sobre los aspectos de la comprensión política y los discursos más abstractos dominantes en los extremos, intento efectuar una propuesta positiva, que cabe seguir a partir de esa reflexión, si se considera la situación actual. El pueblo chileno es un pueblo habituado a una existencia democrática y republicana, con libertades políticas y civiles. Un sistema político adecuado a ese pueblo es uno con división del poder, no sólo del poder político, sino del poder social. Ha de haber un Estado fuerte, pero también una esfera civil fuerte, independiente de la intervención estatal. Es entonces que la libertad política y civil quedan garantizadas. La división del poder debe operar, además, dentro del Estado, gracias a la división clásica de funciones, pero también a una distribución del poder entre la capital nacional y regiones fuertes. Y el poder en la esfera civil ha de hallarse dividido, limitándose los monopolios y oligopolios, apoyándose a las pequeñas y medianas empresas, a los consumidores, a los trabajadores. Por la dispersión del poder que favorece la libertad vela el principio republicano. Sin embargo, nudo republicanismo no basta. Es necesario atender persistentemente a la situación del pueblo en su territorio. El republicanismo popular aboga en su veta popular por esa atención. El republicanismo popular se distancia, entonces, de los discursos más abstractos, porque remite expresamente a la situación telúrico-popular concreta. A diferencia de los discursos más abstractos a la izquierda y la derecha, donde sus significados son definidos de antemano y tienden a ser simplemente ejecutados sobre las situaciones, el republicanismo popular reconoce que, dada la heterogeneidad entre lo telúrico-popular concreto y los discursos, la comprensión política impone la exigencia de resignificar continuamente a las fórmulas y principios generales según el sentido que se experimenta en la situación concreta. Sin esa operación comprensiva y de resignificación, la política termina siendo opresiva y no tarda en entrar en crisis profundas, como la que estamos atravesando.

ADELANTO

OCTUBRE EN CHILE

Acontecimiento y comprensión política: hacia un republicanismo popular

(Santiago: Katankura 2019)

CAPÍTULO I:

La crisis de octubre, una cuestión de comprensión

El viernes 18 de octubre de 2019 se inició con bastante normalidad. Esa semana, grupos de manifestantes contrarios al alza de los pasajes, habían protagonizado disturbios y evasiones en varias estaciones del Metro, pero el dispositivo de transporte seguía funcionando. A poco andar, sin embargo, la jornada del viernes decantó hacia algo distinto: protestas masivas, la destrucción ígnea de decenas de estaciones del tren subterráneo y el colapso del transporte público en la capital.

Algo relevante había cambiado. El país de la mañana era otro esa noche de furia. Nos hallábamos, de pronto, en medio de una crisis severa. El orden se desordenaba. Los días que siguieron fueron de protestas vastas, saqueos en muchos lugares, quemas de edificios, la instauración del estado de emergencia y del toque de queda, sucesos insólitos en la actual democracia.

Si se eleva la atención y se considera la estructura de la situación que viene a expresar la crisis de octubre, cabe hablar de un desajuste grave, profundo entre las pulsiones y anhelos populares, y la institucionalidad política y económica. Nuevas clases, sentimientos y demandas irrumpen en la vida del país sin que hallen reconocimiento adecuado en esa institucionalidad.

El problema ante el cual nos hallamos tiene un carácter eminentemente comprensivo o hermenéutico. La tarea política consiste en el esfuerzo por dar expresión y cauce a las pulsiones y anhelos del pueblo en una institucionalidad y en discursos y obras en los que ese pueblo pueda reconocerse. Se trata de mediar entre la realidad concreta del pueblo y el plano más abstracto de los discursos a partir de los cuales se realizan las obras y se articula la institucionalidad política.

En los últimos años y por diversos factores, en los que es menester indagar, ha ido produciéndose una escisión entre la institucionalidad política y económica, los discursos y las obras políticas, de un lado, y, del otro, el pueblo y los anhelos y pulsiones suyos. Las dirigencias políticas, individual y colectivamente consideradas, no han estado a la altura de esa tarea hermenéutica básica. El resultado es que, en una medida importante, el pueblo ya no se siente reconocido en el sistema político, tampoco en el económico, y deviene rebelde.

Se discute si la crisis es provocada por minorías bien organizadas, consecuencia de “vientos bolivarianos”, si expresión de juventudes dando rienda suelta a sus deseos inmediatos, si es la muestra del descontento de grupos con intención y capacidad política, si manifestación de sectores pequeño-burgueses agobiados. Hay dudas sobre el grado de rechazo al “modelo”, si se pretende una revuelta o estamos ante los inicios de una verdadera revolución. La palabra “huelga general” anda en el ambiente. Se discrepa acerca de los alcances que tendrá la protesta, de qué manera viene a alterar el panorama político y social. No es posible aún dar respuestas definitivas en esas discusiones.

Tanto monta. El asunto se zanja, en una medida decisiva con la eficacia (o ineficacia) de los actos de quienes están llamados a comprender y conducir el acontecimiento, un acontecimiento elucidable en parte, pero también misterioso, imprevisible, que se remite a capas tectónicas, difícilmente sondables, que no admite respuestas unívocas y completas.

Es menester, sin embargo, no renunciar a indagar, auscultar en la situación, observar los aspectos de mayor alcance que se dejan discernir en ella, los casos paradigmáticos de expresión del malestar. Son la intuición de la situación, la consideración y la ponderación diferenciada de sus múltiples vetas, de la acumulación de factores que aloja, fuentes a partir de las cuales cualquier pretensión de salida de la crisis y encaminamiento de los años por venir deben nutrirse.

A esta altura cabe indicar que se trata de un malestar difuso y extendido, que todos de alguna manera perciben. No es la primera vez que se le da expresión masiva. Es una situación total, un continuo, discernible hasta cierto grado, pero en el que no cabe aislar partes completamente discretas. Criticar los límites y cortapisas que se le imponen, no es una mala forma de avanzar hacia el acontecimiento.

Él no es sólo juvenil, sino también adulto, de familias, jubilados y personas prontas a jubilarse. No es sólo capitalino, sino regional. Se halla difundido a tal nivel que no es posible imputárselo a un sector político en particular, sin perjuicio de que resulta manifiesto el talante político de los reclamos. No son sólo establecimientos o entidades privadas, aquéllas contra las cuales se dirige el impulso de la protesta, sino también públicas o estatales. Paradigmáticamente, entre ellas, el Metro, institución de excelencia, orgullo de los santiaguinos, símbolo temprano de modernidad, encarnación también de las tensiones y paradojas de nuestra modernidad. No es lumpen o marginalidad la fuerza de las protestas, como lo han mostrado la masividad y persistencia de las movilizaciones, sino cuestión que incluye a los grupos medios; pero no sólo todos los anteriores, sectores más acomodados participan en el malestar y la movilización, especialmente cuando se pone el foco en la clase política. Probablemente el malestar es más urbano que rural, más de la gran ciudad que de la pequeña, más de la izquierda y el centro que de la derecha. Desde diversos lugares, con motivaciones variadas, lo que cabe advertir, a esta altura, es que el pueblo ha hecho su aparición. El pueblo, porque ya no es cuestión determinada y fácilmente controlable; porque el ambiente cambió fundamentalmente. Y entonces estamos ante una situación especialmente significativa.

La teoría política advierte algo que muchos políticos, periodistas y analistas parecen estar descubriendo hoy: que el pueblo no es una cosa, no un objeto determinable, sino, mucho más, acontecimiento. Él acusa un dinamismo que lo vuelve inatrapable en conceptos y fórmulas fijas, según los cuales se determina y comprende a los objetos o cosas. Pueden ensayarse explicaciones a partir de factores y especificaciones causales, sin embargo, en su operación y despliegue mismo, el pueblo es imprevisible, sus contornos son difusos, su hondura inescrutable. Goza de una dinámica propia, que se potencia, por ejemplo, ante medidas torpes, como sacar las Fuerzas Armadas a la calle sin la capacidad de ejercer su poder. La dinámica popular adquiere un aspecto característico en la marcha, se fortalece a sí misma en el encuentro que celebra el mero hecho de vivenciarnos formando parte de una unidad colectiva de sentido capaz de desactivar por momentos las barreras estrictas a las que nos condena una existencia funcionalizada y compartimentalizada. Como en las grandes fiestas populares medievales o antiguas, se experimenta una felicidad acentuada y expandida, de la que nos privamos en las vías de tránsito y comportamiento regularizados de la cotidianeidad moderna.

El pueblo no es objetivable ni previsible, es un poder dinámico, se amplía y contrae, se oculta en las profundidades, se intensifica con rapidez. Estaba en la marcha histórica, masiva, contundente de un día y al otro se esfuma. Y quizás retorne. Nadie sabe. Nadie puede saberlo.

Aun así, el pueblo ha de ser considerado. No es admisible quitarle la atención a su escurridiza presencia, si lo que se busca es darle a la situación dirección de despliegue. Sobre ese arcano popular, patente de una manera que nos desborda y oculto a la vez, debe volver una comprensión política que no se quede por debajo de su tarea.

Aquí aparece una grave e irremontable tensión. La responsabilidad política pone a la comprensión política bajo unas exigencias que están siempre, en cierta manera, más allá de ella. Hay que sondear lo insondable, adelantarse a lo que no se ve claramente. Es preciso adoptar decisiones, proponer medidas, crear institucionalidad, arriesgar palabras, que pretenden tener efecto en la situación popular, sin que sea posible saber a ciencia cierta cuál es la situación popular –en parte escrutable, en parte arcana–, ni cuáles serán las consecuencias precisas de las decisiones, las medidas y creaciones políticas.

La cuestión es ardua. Diversos autores, como Hannah Arendt y Hans-Georg Gadamer, han reparado en la semejanza entre la comprensión política y el arte. La dificultad del asunto político hace que aquí no podamos estar ante una ciencia o un saber exacto. El planteamiento de la semejanza entre arte y política permite destacar que la comprensión política tiene un modo peculiar de realización. Esa comprensión es lograda no cuando ella se ajusta a un criterio predefinido en su contenido. El logro de la comprensión política ocurre cuando ella consigue expresar la situación del pueblo, las pulsiones y anhelos populares de maneras simbólicamente eficaces. Se trata de generar, de producir los discursos, las obras, las instituciones pertinentes. Pertinencia aquí no es lo mismo que eficiencia medida según reglas dadas, ni que corrección moral como la conformidad a una ley moral poseída de antemano. No consiste en el cumplimiento de parámetros cuyo significado esté determinado previamente. Pertinencia es eficacia simbólica.

Discursos, obras, instituciones pertinentes son aquellas que, más allá de que se ajusten o no a las normas de un sistema moral ya dado o a las reglas de una determinada ortodoxia económica (o, en verdad, a cualquier conjunto de criterios poseídos de manera previa), consiguen captar y dar una dirección a lo que todos de algún modo atisbaban, pero que nadie discernía con nitidez hasta que han sido producidos y a los que todos o grandes grupos pueden prestarle su asentimiento. Pueden prestárselo porque se sienten, se perciben reconocidos, acogidos en ellos.

La similitud de la comprensión política así descrita con el juicio estético kantiano es llamativa. En esa forma peculiar de comprensión se han detenido filósofos relevantes como los mencionados Arendt y Gadamer; también el ensayismo nacional, entre quienes cabe destacar a Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards y Mario Góngora.

Ese modo específico de logro o cumplimiento de la comprensión política es muy distinto al de la racionalidad técnica, que ha dominado el pensamiento de la derecha y parte de lo que fue Concertación en su última etapa, atentas a resultados económicos más que a un despliegue conjunto e integrador de la comunidad nacional. El éxito económico se mide según valores empíricamente contrastables y cuantitativos prefijados. La comprensión técnico-económica no entra –por sus propias restricciones metodológicas– en la cualidad o la hondura del sentido experimentado internamente por los individuos y en las experiencias de significado que se alcanzan en la pertenencia a comunidades, contextos y procesos colectivos. Aunque puede haber momentos de coincidencia entre la situación política y la económica, los indicadores económicos no son capaces de comprender, por sí solos, los asuntos políticos. Para una racionalidad económica de tipo liberal, como la dominante en nuestro contexto, las preferencias individuales son en principio indiferentes, no admiten ser diferenciadas según su cualidad o mérito, de tal suerte que, por ejemplo, la acumulación de preferencias alienadas, que en el futuro decantarán en una crisis, no puede ser advertida por este tipo de racionalidad. La funcionalidad del pensamiento económico le impide atender, asimismo, a la realización de aspectos de la existencia humana específicamente políticos, como la libertad y la paz, la participación y la solidaridad. No tiene sentido preguntar aquí, ¿cuánto valen?

Por cierto, una crisis económica sí puede desencadenar una crisis política. Economía y política se tocan. Pero el bienestar económico no coincide necesariamente con el bienestar político. Casos palmarios son el de 1968 en Europa occidental y Estados Unidos, cuando la generación comparativamente más rica en la entera historia de la humanidad inició una revuelta de amplios alcances en los países más desarrollados, dando al traste con la mentalidad burguesa de la generación inmediatamente anterior. El caso chileno actual es, guardando las proporciones, también un ejemplo de la discordancia: nunca el país había estado en mejor situación económica que en nuestro tiempo, y ahí están las marchas y el movimiento más grande en décadas. Al revés, en una situación de crisis política profunda y persistente, la economía difícilmente prosperará.

Tampoco se deja entender bien la política a partir de criterios predefinidos según reglas morales. En la izquierda académica y frenteamplista se ha extendido una doctrina conforme a la cual la plenitud política y humana es identificada con una praxis público-deliberativa deslindada de lo que se entiende como intereses egoístas o puramente individuales. Se propone favorecer e intensificar a la deliberación pública por medio del desplazamiento coactivo del mercado, tenido por un contexto institucional inmoral, campo del egoísmo, “el mundo de Caín”, de la despreocupación por el otro, de la lacra del lucro. No se atiende críticamente, sin embargo, a que la deliberación pública es un modo de interacción racionalizante. En ella vale, en principio, lo general, lo admisible para todos. En tanto que pública, ella es una forma de interacción ocular, escrutadora, hostil a lo oscuro, lo oculto, a las pulsiones difícilmente presentables, a la radical intimidad que poseen, también, los individuos. Ella permite una cierta plenitud sacrificando otros aspectos del despliegue humano. Es incapaz de incorporar plena e inequívocamente en su generalidad visual e inquisitiva al ser humano concreto, su carácter no sólo visualizable sino arcano. La propuesta de la izquierda se halla, además, en tensión con el principio republicano de la división institucional del poder entre una esfera estatal y otra civil fuertes. El desplazamiento coactivo del mercado de áreas enteras de la vida social e idealmente de todas (dada su inmoralidad como institución) coincide con la acumulación del control de todos los recursos económicos disponibles en manos del Estado. La realización de la propuesta culmina, así, en un sistema de concentración del poder en un dispositivo incompatible con aquello que no es generalizable, con lo insondable de la existencia humana, tanto individual como colectiva, con el dinamismo y las intensas fuerzas concretas que no son simplemente pasables por el rasero de lo que resulta universalmente admisible a la multitud de los ojos escrutadores.

Ambos discursos, me atrevo a indicar, son demasiado abstractos como para esperar de ellos que se dé expresión eficaz al pueblo concreto en su territorio; a un pueblo cuyas exigencias son crecientemente complejas, variables, a un pueblo dinámico, la encarnación de fuerzas y pulsiones, de inclinaciones y deseos que se muestran a la vez que se esconden. Libertad e igualdad, aumento de la capacidad de consumo y jubilaciones razonables, sistemas de transporte veloces y eficientes a la vez que naturalidad, encuentros festivos y crítica ácida, nostalgias de una comunidad perdida y afán de distanciamiento, rabia violenta más honda que la rabia y añoranzas de vecindarios amigables, vértigo reformista y búsqueda de seguridad, la lista podría alargarse, las tensiones entre las distintas pulsiones y demandas, empero, se mantiene. ¿Cómo brindarles expresión?

Las tensiones evidencian el doble carácter de los individuos y del pueblo que constituyen. Dos caras constan, una visible, otra invisible; una escrutable, otra misteriosa; una hacia afuera, otra hacia adentro. En ese carácter dual radica la posibilidad de discernir al pueblo y a los individuos, tanto como la imposibilidad de discernirlos; la posibilidad de darle expresión institucional a las pulsiones y anhelos populares, a la vez que la imposibilidad de brindarles expresión estable en instituciones pétreas, cerradas al dinamismo que emerge desde el fondo sin fondo que es el pueblo y es cada individuo.

De allí el talante artístico de la comprensión política, puesta la tarea de atención renovada a ese dinamismo popular emergente. De allí la imposibilidad de comprender pertinentemente la existencia política por medio de discursos y reglas cuyos contenidos queden definidos de antemano, como el basado en un sistema de reglas económicas y el fundado en un sistema de reglas morales; por discursos que son abstractos en la medida en que la realización o cumplimiento de los modos de comprender que ellos asumen están establecidos ya antes de que la comprensión tenga efectivamente lugar.

En el contexto actual de ebullición popular, de una ebullición que expresa el distanciamiento entre las pulsiones y anhelos populares y la institucionalidad política; en el momento en el cual tienden a hegemonizar la discusión dos discursos acentuadamente abstractos; justo en ese instante parece necesario volver sobre la situación popular para tratar de entender con cuidado lo que está ocurriendo. Es menester también reflexionar con detención razonable acerca de aquello en lo que consiste la comprensión política. Esa reflexión, de la mano de una reapropiación crítica de los resultados más relevantes de la tradición filosófica y, especialmente, del ensayismo chileno, pueden venir a dotar de herramientas hermenéuticas relevantes al mundo político actual en esta, la “crisis del bicentenario”.

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