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Reportajes

5 de Enero de 2020

Coronel: Ahí donde no llega Chile

Imagen referencial de Agencia Uno

Un relato en primera persona sobre cómo el estallido social alteró la realidad en Coronel.

Por

Mi mamá ganaba alrededor de 200 mil pesos por el año 2000. Yo debo haber tenido unos siete años. No sabía qué era el dinero ni cuánto valor tenía. Lo que sí sabía es que la Rosa tenía turnos diferentes todas las semanas: unos de día y otros de noche. A veces tomaba el bus a las 19:15 horas para “marcar tarjeta” a las 20 horas. En la mañana, de regreso, llegaba un poco antes de las nueve. Cuando llegaba, volvía con un sándwich de queso y carne y un yogurt. “¿Cuál querís?”, me preguntaba con un tono medio pesado. Yo siempre elegía el yogurt.

Ahora que lo pienso, con turnos de 12 horas, de noche, a la orilla del mar, en invierno y con olor a pescado impregnado en su pelo ¿cómo podría haber sido más dulce? Ahora que lo escribo, lo entiendo: para ella la noche no terminaba cuando salía el sol, se terminaba recién cuando me mandaba al colegio. Solo ahí podía dormir.

Los 200 mil significaban mucho para ella. Representaba la posibilidad de hacerse cargo de sus cuatro hijos, dos de ellos hijos de un hombre que prefirió la droga y el alcohol. Los otros dos, nosotros, de siete y de dos años. 

No recuerdo a mi papá viviendo con mi mamá. Él un día se fue y armó su vida con otra mujer. Igual iba a dejar plata y pasaba a vernos, trabajaba como conductor de micros. Me regalaba monedas de diez pesos cada vez que iba. Con ese dineral corría directo al negocio de la esquina a comprar dulces.

Cuando yo tenía nueve años, mi mamá salía con un hombre, un compañero de trabajo de la pesquera Pacifico. Nunca se me va a olvidar cuando le pedí llorando que se quedara con nosotros, mientras metía sus cosas en un bolso. Pese a mis las lágrimas, se fue.

Mi papá demandó la tuición en el juzgado de Coronel. Lo ganó a base de mentiras -más tarde, con el tiempo, lo confesó- y me fui a vivir con él por mandato de un juez. Pese a la pelea en los tribunales, no pudo cumplirle al juez: no tenía los medios para recibirnos en la casa donde vivía junto a su pareja y los tres hijos de ella. Con mi hermano dimos bote y terminamos viviendo con una tía por casi un año. Fue, quizás, el año más tranquilo de nuestras vidas. 

Al terminar ese periodo, mi papá nos fue a buscar para vivir con él y la familia que había construido con su pareja.

Por un largo tiempo no me vi con mi mamá, no quería, le tenía rencor. Cuando comenzamos a vernos de nuevo, la relación era mala. Incluso recuerdo que un día, de la rabia que sentía, le dije que una y mil veces que nos había abandonado. Se desmayó, recuerdo.

En 2010 mi mamá vio la oportunidad de dejar la pesquera. Coronel históricamente tiene altísimas tasas de desempleo, bordeando casi siempre los 20 puntos. Para el terremoto, se armaron cuadrillas para reconstruir la ciudad, se trataba de los programas “Pro Empleo” que impartía la municipalidad. Ahí entró ganando el sueldo mínimo.

En 2012 volví por obligación a vivir con mi mamá. Ella entonces seguía ganando el sueldo mínimo y éramos solo tres en la casa. Mi hermana se había ido a vivir con su pareja hace unos años y mi hermano mayor, había fallecido en un accidente. Cada fin de mes escaseaban las cosas: teníamos el refrigerador vacío, caminábamos todos los días al liceo porque no había dinero para bus ni colectivo y mucho menos colación. 

AL SUR DEL BIOBÍO

Viajé desde Santiago a Coronel la tercera semana de la revuelta social en Chile. Esa misma tarde salí a caminar con una amiga por el corredor de Lagunillas y vi barricadas. El fuego cortaba la calle mientras, jóvenes gritaban y hacían sonar sus ollas.

Las conversaciones con mis amigos se volcaron al estallido, me hablaban de sus hazañas en Concepción y Coronel. Mi hermano me contó de que durante los primeros días, en la Ruta 160, cortaron el camino con pescados y las sardinas inundaron la carretera hacia Concepción. La gente no tardó en llenar las calles.

Con los días se llevaron a cabo los saqueos. El supermercado más grande de Coronel fue reventado en dos ocasiones. Una de esas veces, entraron rompiendo la puerta principal con un camión. Hasta el día de hoy el lugar se encuentra cerrado.

La represión no fue menor. Carabineros se hizo presente en espacios públicos como plazas, parques y alrededores costeros. Quizás uno de los episodios más brutales se registró en la plaza de Camilo Olavarría, donde dos niños recibieron impacto de perdigones mientras jugaban en la plaza con sus familias. Por si fuera poco, un helicóptero de Carabineros descendió en el lugar, batiendo fuego contra los vecinos.

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Coronel tiene pasado minero. Hoy es uno de los puertos más grandes del país y así lo demostraron los trabajadores portuarios que marcharon en patota hacia Concepción. “Los verdaderos chalecos amarillos”, le llamaba la gente, haciendo alusión a las personas que protegían los centros comerciales en el barrio alto de Santiago.

También saquearon el mall de la comuna: el “logro” de la administración comunal anterior, el que fue construido donde alguna vez hubo una cancha de tierra, en una de las poblaciones más pobres de la comuna.

En noviembre mi mamá se ahorró casi la mitad de las compras que hacía para el mes. Mi hermano, recorrió todos los supermercados sacando principalmente comida y útiles de aseo. Repartió hasta en el pasaje. Saliá las noches de toque de queda previo a éste y llegaba como a las dos de la mañana cargadito. Mi mamá una de las noches me llamó preocupada, temiendo que lo hubieran tomado detenido o peor, que lo hubieran matado.

Mi hermano terminó este año segundo medio en un 2×1. Repitió tres veces y nunca le gustó el colegio. En segundo medio no soportó más y se fue a trabajar a Santiago a una construcción. En ese lugar lo molestaron sus compañeros de trabajo porque no había terminado el colegio. Al poco tiempo dejó la pega y volvió a Coronel.

Por mi parte, lo cuestionaba mucho por ser flojo, por abandonar lo único que tenía. En una ocasión le di un golpe cuando no quería ir a estudiar. Mi mamá por su parte decía que ella no podía hacer más por él, que la sobrepasaba.

Mi hermano nunca le importó a nadie, creo que ni a mis padres. Hoy trabaja en una de las termoeléctricas de Coronel y día a día llega lleno de carbón en su cuerpo. Se baña para limpiarse los residuos. Trabaja en el verano para ayudar a mi mamá, y luego en marzo vuelve a clases para terminar, al fin, cuarto medio.

Cuando veo saqueos, cuando veo a gente peleando en la primera línea, veo a mi hermano ahí. No le importan las cifras que salen en la tele, no sabe cuánto ha subido el PIB en Chile los últimos años. A él y a mi mamá les sigue costando llegar a fin de mes. Él sabe también que se está enfermando al trabajar dentro de la termoeléctrica. No queda otra, dice él. ¿Lo peor? Tampoco le importa al Estado.

Pocas veces he podido conversar con él, es difícil, no se nos da. En el último viaje a Coronel, me emplazó y me dijo: “tú vivis en Chile po, en Santiago. Acá -en Coronel- no llega Chile, al sur del río -haciendo referencia al río Biobío- no es Chile, es territorio Mapuche”. No supe qué responder. Para él, Chile tenía fronteras diferentes.

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