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Entrevistas

22 de Enero de 2020

Santiago Alba Rico: “La izquierda no puede querer ser más revolucionaria que el capitalismo”

No hay que ceder la palabra “conservador” a la derecha para poder salvarnos de la catástrofe, sostiene el filósofo español Santiago Alba Rico (1960), quien como nadie piensa la política y la filosofía con una ternura poco habitual en los pensadores y, por cierto, en la cultura neoliberal. Su imaginario conceptual usa categorías como las “madres” (que pueden ser hombres que ni siquiera tengan hijos, pero cuyas acciones apuntan a perpetuar la vida); los “solteros”, es decir sujetos sueltos de alguna responsabilidad con otro; “divorciados” y “huérfanos”. En “Cómo leer con niños” (y cuestionar el capitalismo), ahondó en estos conceptos y contra ese mundo aburrido y terrible de la “utopía soltera”, ante el cual Alba Rico imagina la resistencia al capitalismo. “La izquierda debe ser un ‘freno’ y eso implica tomarse en serio los Derechos Humanos y no entregar a la ultraderecha el discurso conservador”, afirma. Lo más optimista que puede afirmar, sostiene, “es que felizmente el mundo no está en nuestras manos; y que nadie sabe de qué es capaz un cuerpo; y que sigue habiendo muchas ‘madres’ portadoras de un proyecto civilizador”.

Por

– ¿Se puede ser de izquierda hoy? Escribiste que era algo así como un desfibrilador o un extintor de incendios.

En 2013 publiqué un libro que se llamaba precisamente así “¿Podemos seguir siendo de izquierdas? Panfleto en sí menor” en el que insistía en la idea de W. Benjamin del “freno de emergencia”. La única revolución hoy realmente existente es la del capitalismo neoliberal altamente tecnologizado, una revolución permanente que funge como un ininterrumpido proceso destituyente -de cosas, costumbres y cuerpos. La izquierda no puede querer ser más revolucionaria que el capitalismo, que tiene los milenios contados, y que tal vez puede ser desactivado, pero no derrocado; y cuya crisis anticipa, en todo caso, un feudalismo mafioso de supervivencias darwinianas. La izquierda debe ser un “freno” y eso implica tomarse en serio los Derechos Humanos y no entregar a la ultraderecha el discurso “conservador”. 

-Para el progresismo de izquierda la palabra “conservador” es impronunciable. Es siempre algo del enemigo, de fachos ricos y también de los denostados “fachos pobres”.

En mi libro recordaba una propuesta que venía haciendo desde unos años antes; decía que cualquier proyecto emancipatorio debe ser transformador en lo económico, reformista en lo institucional y conservador en lo antropológico. La izquierda ha centrado siempre sus esfuerzos en la transformación económica, condición sin duda de todas las demás, pero descuidando la democracia institucional, secuestrada por el liberalismo, y descuidando también “las costumbres en común” (por citar a Thompson), cedidas con un poco de desprecio a las iglesias y los partidos reaccionarios. En un contexto de des-democratización global y de desigualdad creciente -en el que la revolución, en términos clásicos, se ha vuelto hasta “inimaginable”- la idea de desfibrilador o de extintor de incendios, muy modesta en relación a la catástrofe, presupone confiar en que la defensa de la democracia y de los vínculos puede ejercer de “freno” frente a la revolución neoliberal y la contrarrevolución neofascista.

-¿Qué es lo que la izquierda debería aspirar a conservar?

 Hay que conservar las conquistas históricas, siempre frágiles, y los derechos civiles y sociales que ahora nos están quitando. Hay que conservar la Naturaleza, condición de todos los derechos y “fuente de toda riqueza”, como decía Marx. Y hay que conservar los vínculos cercanos (las “costumbres en común”) despojados de las relaciones de poder desigual que los han parasitado durante siglos. Hay que conservar, como una defensa frente al capitalismo y frente a la ultraderecha, todas las irracionalidades colectivas compatibles con el Derecho, desde los ritos funerarios a la paella del domingo, desde los Reyes Magos al Orgullo Gay. Y crear otras nuevas. Eso incluye una forma nueva de relacionarse “irracionalmente” con las banderas

-En Chile, donde comenzó el proyecto neoliberal, vivimos hoy un estallido social. No sabemos si es el fin de algo o el principio de otra cosa. ¿Cómo lees las insurgencias que están explotando por el mundo?

   Como la convergencia de una crisis global en lo económico y de un nuevo desorden mundial en lo geopolítico, y ello en un contexto post-soviético que hace difícil la estabilización de alianzas o bloques que consoliden un orden, ni siquiera trágico, inteligible para los pueblos y gestionable para los poderes políticos y económicos. La crisis global va acompañada de la conciencia de nuevos peligros (los ecológicos, por ejemplo) y el desorden geopolítico de una des-democratización rampante que choca con las esperanzas democráticas surgidas en América Latina a finales de los 90 y en el mundo árabe a partir de 2011. La recidiva que estamos viviendo hoy (en Chile, en Líbano, en Irak, en Argelia) revela un fracaso que pueden aprovechar también, como hemos visto, los destropopulismos más peligrosos (así en Brasil, en EEUU, en Bolivia hace muy poco y, desde luego, en Egipto o en Turquía). Vivimos en una insurgencia endémica en la que la incertidumbre ideológica, la perplejidad tecnológica y la inseguridad moral hacen cada vez más difícil distinguir entre insurgencias “de izquierdas” y “de derechas”: pensemos en el Maydan ukraniano, en los chalecos amarillos o en las propias Venezuela y Bolivia, donde las derechas y las izquierdas, a veces indiscernibles, se disputan las mismas plazas y las mismas gentes.

-Se ha insistido en la ruptura generacional a propósito de los movimientos sociales. Es cierto que la aceleración del tiempo y el desmoronamiento del lugar de autoridad modifican los lazos intergeneracionales. Escribiste que una revolución no puede ser de jóvenes para jóvenes.

En la antigüedad los ancianos fungían como garantía de inmovilidad; en la modernidad los jóvenes como “regla” de cambio: cada generación introducía, si se quiere, un cambio fulminante o revolucionario que transmitía a la siguiente generación. Hoy la renovación de las mercancías y la aceleración de los soportes tecnológicos, al convertir el cambio en la estructura social misma, impiden la cristalización generacional y por lo tanto la transmisión de saberes y experiencias entre generaciones. Es necesario admirar primero y “matar” después al maestro, como condición de toda tradición y toda innovación. Así que en un contexto de cambio estructural no sólo no tenemos tradición; no tenemos tampoco innovación. No hay ninguna “autoridad” a la que oponerse y superar; y por lo tanto el cambio social ya no es político o cultural; es casi biológico. Sin tradición no hay ni acumulación ni transformación. Sólo “vida”. 

-¿Cómo imaginas la política en el siglo XXI?

Como una urgente alianza -lo escribí hace unos meses- entre un marxismo democrático, un feminismo humanista, un ecologismo populista, un capitalismo pragmático y la iglesia del papa Francisco con el objetivo de “frenar” la destrucción del planeta e impedir el Weymar global en ciernes. Ahora no se trata ni de interpretar ni de transformar el mundo sino de conservarlo y parchearlo, como se hace con una rueda pinchada. 

-¿Nihilismo, organizar el pesimismo, un optimismo lúcido? ¿Tenemos futuro? ¿Dónde te ubicas?

Creo que hay gente que empieza a dejar de leerme -incluso amigos míos- porque siempre me muestro muy pesimista. No tengo motivos personales para serlo. Pero todos somos más o menos conscientes de estar viviendo en un umbral o en un recodo más allá del cual el mundo en el que me he formado y en el que he disfrutado de muchas ventajas comparativas -de las que aún disfruto- dejará de existir. En ese “más allá”, el único en el que creo, estarán mis hijos y sus amigos, que quiero conserven un poco de sol, un poco de democracia, un poco de arte y un poco de amor. Lo más optimista que puedo decir es que felizmente el mundo no está en nuestras manos; y que nadie sabe de qué es capaz un cuerpo; y que sigue habiendo muchas “madres” portadoras de un proyecto civilizador. 

Políticas de solteros y políticas de madres

-En mi opinión una de tus ideas más preciosas es la de la división del mundo en “solteros” y “madres” (independiente de su condición civil, Goebbles o Trump tienen hijos, pero son brutalmente “solteros”). Tú mismo hablas de ti como “madre” ¿Hay cada vez más solteros?

Los solteros -los que están “sueltos”, sin vínculos- son ya mayoría en nuestras ciudades capitalistas, aunque creo que el número de “madres” ha aumentado bastante también, al menos en España. El peligro ahora son los solteros que, amenazados por la crisis, se dejan atenazar por la “nostalgia de vínculos”. Los consumidores fallidos, por usar la definición de Bauman- no se vuelven “madres” sino “padres” y votan el Brexit o al Frente Nacional o a Vox. Las “madres” nos vamos quedando un poco solas entre los “solteros” neoliberales y los “padres” medievales. Pero esta es una valoración muy pesimista tras unos años en los que se habían producido grandes avances, ahora rápidamente cuestionados desde dos ángulos: la revolución permanente del capitalismo y la reacción excluyente del neofascismo. Añadiría que las izquierdas, que han despreciado tanto el terreno institucional como el de las “costumbres”, son en parte responsables de este retroceso.

-¿Por qué? 

Es muy probable que las revoluciones, como las guerras, sean “cosas de solteros”; y por eso, en una situación en la que toda transformación posible pasa más bien por “frenar”, el papel central debe ser quizás el de las “madres”, que han sido siempre el sostén de la civilización -entendida como la labor de atar y desatar nudos frente a la tentación, como Alejandro Magno en Gordio, de cortarlos con la espada. Los solteros neoliberales son espadachines que cortan a su alrededor todos los lazos con el otro para atrincherarse en el “ego industrial consumidor”, el mismo resultado de una revolución. Digamos que, allí donde fracasó el socialismo, el capitalismo ha conseguido fabricar un “hombre nuevo” que ahora hay que frenar -al mismo tiempo que tomamos precauciones contra la nostalgia del “hombre viejo”.

-Se habla mucho de estar en una crisis moral. Pienso en la frase que repite en la película el último Jóker: “¿por qué todo el mundo es tan brutal?” ¿Cómo piensas la ética en el siglo XXI?

Como una aporía o, si lo prefieres, como un frontón en el que hay que estar disputando todo el tiempo una pelota -que rebota contra las paredes- en un espacio cerrado. Se han cruzado materialmente umbrales de los que es muy difícil retroceder y que hacen complicado tomar posiciones tajantes. La mayor parte de las cuestiones éticas se plantean hoy en torno a posibilidades abiertas por la ciencia y la tecnología: desde la disolución de la frontera público/privado en las redes a la reproducción subrogada. La liberación femenina, por ejemplo, es inseparable de la píldora anticonceptiva, que permitió separar el amor del sexo. Pero la reproducción subrogada es también el resultado de un avance científico que permite separar ahora la maternidad del sexo. En cuanto a las polémicas en España sobre transexualidad y transfobia se olvida también la intervención de la ciencia, que hace posible un traumático y chapucero “cambio de sexo”. ¿Cómo orientarse allí donde podemos materialmente -tecnológicamente- hacer cosas sin precedentes? ¿Cómo conciliar la libertad individual, atravesada por el mercado y sus “caprichos”, con la ética y sus principios? 

-Al capitalismo lo defines como un proyecto histórico, precisamente en rebelión permanente contra límites. Todo, hasta lo impensable puede volverse mercancía.

¿Cómo distinguir entre lo que podemos materialmente hacer y lo que podemos éticamente permitirnos? Si hemos perdido la razón, conservemos la esperanza -como escribe Luis Alegre Zahonero- de no haber perdido aún el juicio. La razón ya la hemos perdido y no sólo por culpa de Nietzsche: la ciencia, la tecnología y el capitalismo han franqueado límites que no se pueden restituir. Así que habrá que ser juiciosos, una facultad que requiere condiciones políticas apropiadas para la deliberación colectiva; lo contrario, es decir, de “una política para solteros”; y lo contrario también de una “política para padres”. Así que la lucha por la ética es inseparable de la lucha por sus condiciones políticas, hoy muy erosionadas. 

-¿Qué opinas de las funas? ¿Son una vía de justicia o abren las puertas a la crueldad?

No hay ni puede haber justicia en la funa. La funa es justiciera, no justa, y por eso mismo, incluso cuando es comprensible, nos deja siempre insatisfechos; y la insatisfacción, no lo olvidemos, reclama una y otra vez nuevas acciones justicieras. Me da mucho miedo la idea que se va imponiendo, a partir de una denuncia justa y necesaria, de que hace falta ser víctima para tener derecho al discurso y a la intervención. 

-Hay quienes sostienen que la figura de la víctima es el héroe o heroína de nuestra época.

Por un lado, se insiste cada vez más en la idea de que los que no han sido víctimas de una violación no pueden comprender ese dolor o esa humillación. Este razonamiento (cuyo solipsismo niega la existencia, por ejemplo, de la literatura como medio para “vivir otras vidas”) tiene tres consecuencias peligrosas: la primera, que encierra a las víctimas en un mundo hermético que sólo puede compartir con otras víctimas; la segunda, que convierte a todo el que no ha sido víctima, incluido el juez o jueza que juzga el delito, y desde luego a otros compañeros de lucha, en presuntos culpables, al menos en calidad de cómplices o colaboracionistas; finalmente, al asociar los nuevos sujetos políticos y la propia solidaridad al ámbito de las víctimas, hace deseable esa condición como única vía de participación en un “mundo común” combativo y compasivo. Eso por lo que toca a la “empatía”. Por otro lado, esta ontologización negativa les da la razón a las víctimas, como depositarias de una verdad superior o incontestable, lo que es contrario a la lógica del Derecho ilustrado, que no permite hacer los códigos penales a las víctimas, y abre por eso un campo muy fértil y muy peligroso al “populismo penal” de las derechas. 

-¿Piensas en algún camino para los hombres en un siglo que parece que será de las mujeres?

Creer en la de-construcción es creer ingenua y peligrosamente en un “cero” a partir del cual se podría construir algo nuevo, bueno y verdadero. Los no de-construidos suelen pasar a ser demolidos. Yo creo más bien en el carácter meliorativo y perfectible del ser humano. Y eso implica aceptar ciertos materiales de construcción y, si se quiere, ciertas ruinas (somos un poco eso: ruinas), con la convicción de que se pueden combatir los fantasmas que las habitan. No se trata de de-construir el hombre que soy sino de decidir qué clase de hombre quiero ser (o qué clase de yo o qué clase de español). Y del mismo modo que la “mujer histórica” ha sido elaborada entre hombres y mujeres, este “hombre feminista” tendrá que elaborarse también entre hombres y mujeres. Por eso es tan importante, como insiste Clara Serra, un feminismo dirigido a los hombres; y por eso es tan importante, como insiste Yayo Herrero, una masculinidad cuidadora (o “madre”). El feminismo no debe ser una batalla contra la masculinidad, y ello por la misma razón que no es una defensa de la feminidad. Los hombres no deben dejar de ser hombres; deben ser, además, feministas. 

-Solemos hablar del odio al otro, al diferente, pero es idea mía u hoy hay un odio también (quizás especialmente) al que se me asemeja demasiado?

Pero es que el diferente se asemeja demasiado a nosotros; y está demasiado cerca. 

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