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Semáforos humanos: Los chalecos amarillos de la zona cero cuentan cómo es su pega en medio del estallido social

Antes del estallido del 18-O, los semáforos humanos se dedicaban a diferentes rubros y tenían en su mayoría trabajos esporádicos. En solitario o en grupos, regulan el flujo vehícular y peatonal mientras arriesgan su vida por la propina de los conductores. Entre autos, bocinazos y el calor del verano, The Clinic salió a conversar con estos autodenominados héroes ciudadanos y esto fue lo que encontró.

Por Valentina Manzano
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En las calles de Santiago Centro, la agudeza de los silbatos se mezcla con la vorágine capitalina. A la hora punta o cuando comienza a caer la noche, los semáforos humanos vestidos de chalecos amarillos, silbatos y una destreza envidiable en la calle, se hacen cargo de poner en orden el tránsito y sobre todo, de resguardar a quienes se trasladan a pie.

Pero querido lector o lectora, no se confunda. No son las personas que los alcaldes de Las Condes y Santiago contrataron para regular el tránsito y que luego de una capacitación, debutaron poniendo en orden las calles de la capital. No. Aunque comparten el nombre de “semáforos humanos”, estos ciudadanos surgen de manera espontánea, desordenada, sin acreditación, señalética, ni jefes de por medio. Esta vez hablaremos de quienes atraviesan toda la capital desde la periferia para intentar ayudarle a usted cruzar, frenar o pedalear en esta frágil “normalidad” santiaguina.

Este grupo de hombres, mujeres e incluso adolescentes, en muchos casos, sostienen sus hogares con las propinas de los conductores y peatones sin depender de ningún municipio y sin tener horarios o seguros en caso de accidentes. The Clinic conversó en diversas esquinas del centro de Santiago con los llamados “semáforos humanos del pueblo” para saber en primera persona cómo se vive y cómo se siente el estrés de la ciudad. 

Foto: Valentina Manzano

DESTREZA Y SEGURIDAD

Benjamín (22) quedó sin trabajo a mediados de noviembre y antes de que comenzaran los semáforos humanos dirigió el tránsito encapuchado en Bellavista luego que el mobiliario público de la esquina de Purísima con Santa María desapareciera por completo: “Parábamos el auto, pasaba la gente, les pedíamos plata y después los dejábamos pasar. Era algo parecido a esto, solamente que ahora es más formal porque nos ponemos chalecos amarillos y no andamos con la cara tapada”, dice durante una calurosa tarde de enero.

“Nos ganamos el respeto porque saben que vamos a estar acá todos los días”, agregó riendo al recordar cuando trabajaba con capucha. “Hay hueones que son más ricachones, que no miran ni para el lado de repente y les cuesta frenar. El viernes uno no quiso frenar y atropelló a un cabro en bicicleta, pero es uno de veinte que se pone porfiado y le molesta que lo frení y toda la hueá”, comentó Benjamín sentado en la calle mientras descansa sin el chaleco amarillo, toma agua y disfruta los minutos que le quedan antes de relevar a su compañero.

Ellos sienten que ayudan a la gente, sobre todo a quienes andan a pie, aunque igual se quejan de los automovilistas imprudentes que no siguen sus señales. Asumen que viven con el temor constante de provocar un accidente y que eso incluso los pueda llevar a la cárcel. A pesar de eso, se mueven con destreza en la calle.

Durante la tarde, los semáforos humanos toman turnos para descansar y contar las monedas que les dan los conductores, la mayoría ronda los veinte años y son amigos entre ellos. Entre bromas, comentan con alegría que “la gente nos respeta, ellos mismos nos ayudan y siempre colaboran”.

Foto: Valentina Manzano

GANARSE EL RESPETO

Giselle (24) trabajaba como ayudante de cocina pero quedó cesante en septiembre. Es madre de dos hijos y desde que comenzó el estallido social se traslada todas las mañanas desde La Pincoya hasta José Miguel de la Barra con Cardenal José María Caro, frente al Museo de Bellas Artes, para trabajar junto a su pareja. 

A pesar de que en un buen día, como los viernes, pueden llegar a ganar $80 mil, deben pagarle a la gente que vive en las carpas en el Parque Forestal para trabajar: “Los mismos de la calle nos empezaron a cobrar, a son tres lucas diarias para poder trabajar y en el semáforo de arriba cobran diez lucas diarias. Lo hacen donde la gente vio que nos empezó a ir bien”, comenta Giselle algo molesta, mientras mira hacia el costado del Museo de Bellas Artes.

Los bocinazos se agudizan y la conversación distrae a Giselle, pero con seguridad impone orden nuevamente. Se seca el sudor del sol de mediodía y contesta efusivamente: “¡Que siga!”.  Al preguntarle por el estallido social y luego de tomar agua, agrega: “estuve sin trabajo desde septiembre y esto es con lo único que nos hemos ido dando vuelta, gracias a esta pega mis hijos tuvieron Navidad y Año Nuevo”.

Giselle no deja de dirigir el tránsito, habla mientras hace parar los autos y luego interrumpe la conversación para gritar “cualquier monedita sirve”, antes de los vehículos sigan a su destino. Responde “a veces” al consultarle si los conductores la respetan. Los tacos, las movilizaciones y el calor, dice, tienen alterados a los ciudadanos frente al volante. 

Foto: Valentina Manzano

Durante las mañanas, sobre todo en la hora punta, el caos capitalino tiene a los semáforos humanos sin descanso. Dicen que a esa hora el sol aún no quema tanto y por lo general aguantan hasta mediodía, cuando el flujo vehicular les da un respiro y el nivel de propinas es aceptable. Los lunes y viernes son sus mejores días.

MIGRANTES Y SEMÁFOROS

Andrés (23) llegó desde Perú y antes de ser semáforo humano en Rancagua con Vicuña Mackenna, trabajaba en la construcción como operador de grúa. Recibía $22 mil diarios y ahora, en un buen día, puede ganar $30 mil trabajando media jornada. Desde que comenzaron las primeras protestas Andrés y su grupo de más de diez compañeros dirigen el tránsito en la zona. En jornadas de mañana, tarde y noche se van turnando cada veinte minutos.  

Además de trabajar en Santiago Centro, a veces dirigen el tránsito en Ñuñoa o Puente Alto. Entre todos hacen un pozo total de las propinas recaudadas y luego las dividen. Al preguntarle si le da miedo la calle, comenta que una vez estaba dirigiendo el tránsito con un compañero “y uno de los verdes (carabinero) me golpeó con la culata, también es peligroso porque los autos pasan de frente o no paran”.

Foto: Valentina Manzano

Thiago (39) es brasileño y señala haber sido actor de teleseries en Brasil, pero ahora se dedica a viajar. Mientras se mueve por la calle, baila samba, ríe y bromea con los conductores mientras aprovecha de pedir “una colaboración”. Dice que gracias a ese entusiasmo le va bien, mejor que a compañeros de esquinas cercanas.

Trabaja junto a un venezolano en Vicuña Mackenna con Francisco Bilbao. Comenta que el trabajo de semáforos humano a veces es peligroso y según él, existe una “mafia” con encapuchados que rompen los semáforos cuando son reparados, pero aprovecha el trabajo mientras está en Chile. “Gano cerca de $300 mil a la semana, ese scooter que está allá -apunta hacia el esqueleto del semáforo- me lo compré con esta plata y ahora pienso comprarme un celular”, cuenta orgulloso.

MITAD Y MITAD

En otra esquina está Carlos. Este hombre de 22 años trabajaba en la construcción antes de dirigir el tránsito en Pío Nono con Cardenal José María Caro. Sabe que su trabajo es peligroso, pero le gusta. Al igual que otros de sus compañeros semáforos humanos, el único momento en que se pone tenso es cuando llega Carabineros. “En la mañana llegan los pacos y nos sacan partes o no nos dejan dirigir. A mi el otro día me pasaron uno”, relata. 

Diego (25) vive en Recoleta y antes de ponerse el chaleco amarillo y “servir al pueblo”, era comerciante en Patronato. Hace dos meses dirige el tráfico con su papá en la esquina de Cardenal José María Caro con Purísima y llegaron a esa esquina por el dato de otros amigos que trabajan en lo mismo. Entre ambos se reparten los 60 o 70 mil que pueden llegar a recibir por jornada de trabajo. Mitad y mitad para cada uno.

El estallido social, dice Diego, al igual que a muchos de los que se paran en las avenidas cercanas a la zona cero, afectó su trabajo y tuvo que tomar nuevos rumbos para llevar plata a su casa. Pese a eso, sigue optimista con la movilización: “yo quiero un cambio, entonces prefiero aguantarme hasta se pueda lograr algo real”, comenta. Mientras tanto, sigue en la calle resistiendo, dando indicaciones, sudando, tocando el silbato, y por qué no, también haciendo servicio público.

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