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Opinión

4 de Marzo de 2020

Las dos caras de Chile: La desconexión entre pueblo y elite es hoy global

Agencia Uno
Fernando Ayala
Fernando Ayala
Por

Los movimientos sociales han entrado a la política nacional para quedarse, aunque no sabemos por cuánto tiempo. Su fortaleza mayor descansa en la masividad y velocidad de las convocatorias mientras que su debilidad es la carencia de líderes carismáticos. Su gran fuerza de movilización parece perderse como las grandes olas que revientan en la playa y son absorbidas por la arena, al no tener un liderazgo que los conduzca. La gente votó confiadamente 5 veces por los gobiernos de centro e izquierda y dos veces por los de derecha. Ninguno ha podido satisfacer las expectativas que han ido progresivamente creciendo junto a la desigualdad. Dicen los entendidos que lo que ocurre en Chile no es ajeno a lo que está sucediendo en otras latitudes y que obedece a una misma lógica como consecuencia del alejamiento de las elites respecto de las mayorías. En el caso chileno, una de las encuesta de mayor credibilidad, del Centro de Estudios Públicos, CEP, de diciembre de 2019 y que se puede consultar aquí, entrega cifras demoledoras sobre la legitimidad del actual gobierno y de las principales instituciones: 6% de apoyo al Presidente de la República y 82% de rechazo; 2% para los partidos políticos, 3% para el Parlamento, 7% para los empresarios, 8% para la TV, 8% para la justicia, 11% para los periódicos, 14% para la iglesia católica, 17% para los carabineros, 24% para las fuerzas armadas. 72% de la población no se identifica con ningún partido político y el 67% aprueba una nueva Constitución. La elite y el pueblo parecieran vivir en mundos paralelos, donde las voces de este último no llegan, no son escuchadas. Seguramente si hubiesen encuestado a las personas antes de las grandes revoluciones como la francesa o rusa, por nombrar solo dos, los resultados habrán sido similares.

La madre de todas las revoluciones sigue siendo la Revolución Francesa, donde el pueblo volcó su ira acumulada contra la exclusión, el despojo y el parasitismo de una nobleza y clero abusadores, que no conocieron límites en su ociosidad y derroche de riqueza. Así, luego de terminar con la monarquía absolutista, en el año conocido como el Terror, es decir entre 1793-1794, se calcula que entre 15 y 20 mil personas fueron llevadas al cadalso y guillotinadas, incluyendo al rey Luis XVI, a María Antonieta y a los propios dirigentes que encabezaron y condujeron la Revolución, como fueron Danton y Robespierre, el “incorruptible”. El llamado Comité de Sanidad Pública, que administraba el Terror, lo definía como una forma de “justicia rápida e inflexible”. Al examinar su programa nos encontramos con que el purismo revolucionario incluyó medidas que hoy algunas al menos, nos parecen familiares: distribución de tierras, eliminación del latifundio, impuestos sobre las fortunas, reparto igualitario de las herencias, la obligatoriedad del “tuteo”, la aceleración de los tiempos para divorciarse, la supresión de la ley marcial que existía para evitar las manifestaciones, el término de las congregaciones religiosas que llevó a que 20 mil curas abandonaran el sacerdocio y que 5 mil de ellos contrajeran matrimonio.

Si bien los tiempos han cambiado, la desigualdad se ha extendido por el mundo con particular fuerza a partir de los años 70 del siglo pasado. Naciones Unidas la define como “la diferencia que existe en la distribución de bienes, ingresos y rentas en una sociedad”. No se puede responsabilizar al régimen capitalista por el aumento de la desigualdad sino a la aplicación de políticas económicas que han acompañado al proceso de globalización. En el caso de Chile, es la imposición del neoliberalismo extremo, iniciado por el gobierno militar y posteriormente legitimado por un sistema político donde una elite conservadora ha ejercido un control durante 30 años, lo que ayuda a explicar el estallido social iniciado el 18 de octubre de 2019. No hay en el mundo un modelo similar, que junto con sacar de la pobreza a millones de personas y generar crecimiento económico, ha mantenido las estructuras de poder que beneficia especialmente a una elite que se reproduce, mientras que la mayoría subsiste endeudada, frustrada y acumulando indignación por los abusos. Si se compara el sistema capitalista que existe especialmente en el norte de Europa o en países como Australia o Nueva Zelandia o incluso Corea del Sur, vemos que ofrecen igualdad de oportunidades reales, independientemente de la procedencia social, generando sociedades mucho más cohesionadas y donde resulta difícil suponer que se produzcan explosiones sociales como la que estamos viviendo en Chile.

La riqueza acumulada por las elites a nivel global es hoy más evidente como resultado de la velocidad de las comunicaciones, la creación de las redes sociales que nos dicen minuto a minuto lo que suceden en cualquier lugar del planeta, junto a mostrar la ostentación de la vida de los ricos, especialmente de los nuevos, divulgadas en las páginas sociales, en la farándula, en el cine, la televisión y el impacto que tiene la publicidad en todas las personas. Las elites políticas y económicas conocen las causas de la desigualdad, pero han preferido privilegiar su forma de vida, sus propios intereses o de lo contrario hubiesen modificado las instituciones políticas y económicas que impiden extender la igualdad de oportunidades para crecer en una sociedad más justa. Los organismos económicos internacionales describen con precisión el origen de los problemas que enfrentamos, pero no está la voluntad política de las elites para cambiarlo. Señalan que, en los países en desarrollo, como es el caso de Chile, el 20% de los niños de familias pobres tienen 3 veces más posibilidades de morir antes de cumplir 5 años de vida en comparación con sus homólogos del quintil más rico. Si hablamos del acceso y la calidad de la educación que reciben, las diferencias entre los hogares ricos y pobres son abismantes para luego enfrentar un examen de admisión a las universidades igual para todos, donde queda al desnudo la precariedad de la realidad educacional chilena. La comparación de las pensiones entre el 10% más rico de los chilenos y el resto de la población es patética: estos últimos reciben un 78% menos que los primeros. Se debe sumar que las personas de altos ingresos poseen ahorros y propiedades, que les permite, además, acceder a los servicios de salud privados, vedado a los de menos recursos. Las pensiones son el tema más sensible del actual malestar y estallido social de Chile. Transcurridos 40 años de la introducción del sistema privado de pensiones, coincidente con la Constitución impuesta por la dictadura militar, permitieron en 2017 a las 6 administradoras de los fondos recibir 171 mil millones de dólares equivalentes al 71% del PGB de Chile. Sus utilidades netas alcanzaron a los 462 millones de dólares que se repartieron entre sus propietarios y los directorios nacionales. Por otro lado, la pensión promedio de un jubilado no alcanza a los 400 dólares mensuales.

En un país de solo 18 millones de habitantes, los miles de millones de dólares acumuladas por las administradoras de pensiones han servido para fortalecer la economía y han contribuido a sostener parte de los equilibrios macroeconómicos. La tragedia radica en que, para la inmensa mayoría de los pensionados, no existe un sistema de protección social que garantice una vejez digna. Lo anterior fue magistralmente sintetizado en una de las pancartas de los jóvenes que se manifiestan en las calles de Santiago: “No tengo miedo a morir, tengo miedo a jubilar”.

En el referéndum que se votará el 26 de abril próximo para decidir sobre una nueva Constitución para Chile, poner fin a la propiedad privada del agua, así como al sistema privado de pensiones, debieran ser motivos más que suficientes para que chilenas y chilenos voten por una nueva Constitución que de paso a una nueva República, que encamine al país hacia una sociedad de bienestar.

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