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Opinión

4 de Marzo de 2020
Agencia UNO

Una interesante conversación en el bus de la tarde

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Aproximadamente a las seis de la tarde de ayer (y la hora exacta es lo de menos, a veces), subí a un bus que me traería subiendo hacia Bilbao. Había un gran taco, principalmente porque muchos vehículos de la locomoción colectiva venían por un recorrido no habitual para ellos, haciéndole el quite a la Plaza Baquedano, también llamada Plaza de la Dignidad, donde ya se había reunido gente como todas las tardes. Ya en el interior del bus, vi un asiento vacío cerca de la tercera puerta (era un bus largo, creo que los llaman oruga). Cuando me acerqué al asiento, una niña de unos veinte años ocupaba ambos espacios, pues mantenía su pierna estirada mientras conversaba con su amiga que, sentada en el asiento del frente y en igual posición con su pierna estirada, también ocupaba ambos espacios.

Y, porque conversaban a garabato limpio, me pareció interesante escucharlas y me quedé parado, junto a ellas. Por supuesto, no me ofrecieron asiento, no me miraron, no se inmutaron, continuaron garabatéandose mutuamente. Me ignoraron. Dudé si yo mismo estaba allí. Al cabo de unas cuadras, vi un asiento bastante más adelante y fui a sentarme junto a un hombre medianamente joven, semicanoso, vestido muy decentemente y que llevaba un maletín en sus brazos. Me dio la impresión de que podía ser ingeniero de sistemas computacionales, técnico informático o algo así. Me senté aún sorprendido por la actuación de las señoritas (bueno, es una manera social de caracterizarlas) y, como desde niño por imitación a mis padres no tengo reparos en dirigirme a desconocidos, le hablé a mi ocasional compañero de asiento:

-Increíble lo que me acaba de suceder, fíjese que…

-No, no me diga nada, si lo estaba mirando mientras las escuchaba. Lo que pasa es que en Chile se perdió el respeto. Lo que le acaba de suceder yo lo veo a cada rato. Respeto, señor, eso falta. Se acabó.

Le respondí:

-Me cuesta concebirlo como algo normal. Y escuche, ellas siguen hablando como en despoblado. ¿Dónde iremos a llegar, digo yo? Para mí, ya a mis años, esto es muy fuerte.

Me interrumpió, pero con tranquilidad:

-Es que, señor, desde que empezó todo esto la cosa va peor cada día, la gente ya no tiene límites.

Las palabras “todo esto” me quedaron dando vueltas. Y le pregunté, directamente:

-¿A qué se refiere usted con “todo esto”?

Me miró con seriedad, como acusando un golpe. Leve, pero golpe. Sin embargo, dijo:

-Bueno, las veredas rotas, los negocios cerrados, los buses por cualquier calle fuera de sus recorridos, las manifestaciones en las plazas, la delincuencia sin vigilancia, las bombas lacrimógenas, los negocios pequeños cerrando por no poder sustentarse, despidos que veo en mi propio trabajo, ¿para qué seguir?

En ese instante se me ocurrió una pregunta muy global, cuya cara y sello están en el aire político que respiramos:

-¿Usted no está de acuerdo con el estallido social?

No me miró pero habló, poniendo la vista como hacia el final del bus, como queriendo subrayar sus palabras con las imágenes de las niñas sentadas:

-No, mucho desorden. Mucha falta de respeto. Tal como le decía, es cosa de mirar las calles, creo que hay poca tranquilidad y a nadie le importa nada.

Porque sé que a todo ser humano le gusta que le pregunten sobre aspectos generales de su vida, sobre todo si parece exitoso, le pregunté:

-¿En qué trabaja usted?

-Soy empleado bancario. Pero no atiendo público, trabajo en el mundo tecnológico.

Obvio, pensé. Sonreí para mis adentros. La verdad, costaba poco adivinarlo. Lo noté desde un principio. Pero lo importante fue lo que conversamos a continuación, porque le pregunté:

-¿Sinceramente, usted preferiría volver a antes del 18 de octubre?

Respondió clara y escuetamente:

-Sí.

La verdad, esa respuesta no la esperaba tan definidamente pero la conversación se tornaba interesante, más aún porque quise insistir:

-¿Es decir, volver a la aparente tranquilidad y a la indiferencia de años frente a tantas irregularidades que a la gente la tenían aburrida, enojada y desesperada sin poder reaccionar, por decir lo menos? ¿Usted no piensa que este globo lleno de injusticias y tanta deshonestidad iba a reventar de repente algún día? ¿De verdad preferiría lo anterior?

-Sí.

Y luego me habló largamente, como si tuviera desde hace tiempo algo atascado en su mente y, de improviso al interior de un bus de su recorrido habitual de empleado bancario con horario establecido, hubiera encontrado finalmente un interlocutor válido:

-Yo tenía ocho años cuando vino el golpe del 73. Mi papá era comunista y mi mamá también. Los recuerdo cada uno muy expectantes, durante años. Vivían esperanzados, leían mucho. Me educaron en el colegio de los antiguos Padres Franceses pero que entonces ya era del Arzobispado, raro eso de que ellos me metieran con los curas. Después estudié Computación, encontré trabajo en el Banco, me casé y tengo dos hijos y casa propia. Este estallido me molesta, porque en la vida me ha ido bien. Soy ordenado. Y sé que hablo por mí mismo. ¿Sabía usted que en Argentina la gente alega sin romper las calles ni las plazas? Los argentinos no rompen su país. Lo que pasa en Chile ahora es que el presidente Piñera no da el ancho, mire cómo tiene todo. La verdad es que lo ha hecho pésimo pero no me quedó otra que votar por él. 

-Usted votó por Piñera y está arrepentido, le recalqué.

-En segunda vuelta.

-¿Y en primera vuelta?

-Kast.

Entonces le comenté que él y yo éramos muy diferentes y que se estaba produciendo un diálogo ameno y muy respetuoso. Un agrado. Le comenté que mi posición es absolutamente a favor del estallido social. Más aún, que Chile no daba más sin reaccionar. Y que me sorprendía muy positivamente conversar así. De manera abierta. Sincera. Y, como estaba frente a un empleado bancario, le hice ver, con algo de humor que nunca está de más, que hace algunos  años en la educación de mis hijos un tercio de lo invertido se lo había llevado el banco, vía préstamos para el pago de las mensualidades.

-Es que no hay que pedir préstamos, me interrumpió. Y luego continuó, como disculpándose:

-Se lo digo con todo respeto.

-En eso tiene toda la razón, le respondí.

Luego le hablé rápidamente, pues ya llegaba a mi paradero de bajada, de mi experiencia derivada del golpe del 73. De mis amigos y compañeros desaparecidos, de la imposibilidad de conseguir trabajo, de la ferocidad militar, del exilio. Del temor. Y le hice ver que, cuando él tenía ocho años, yo tenía 31. Y que Chile era otro pero después cambió. Y la gente lo ha notado en estos cuarenta y tantos años. Y ha manifestado su aburrimiento en estas manifestaciones de los últimos meses. Le insinué que, como es hombre entendido en cifras, averiguara sobre el significado del concepto “crecimiento desigual”. Le comenté que cuando yo era niño, y después joven y adulto finalmente, en Chile conversábamos en las calles sobre la situación del país, sin conocernos. Como en este instante, que le agradecí pero recalcándole que era una grata excepción, por la desconfianza pública generalizada de los últimos años. Cuando ya me bajaba le dije que quizás el estallido social también nos está despertando las intenciones de dialogar, por ejemplo, con quien se nos siente al lado en un bus. Que ojalá advirtiéramos como sociedad que el individualismo provoca mucho daño anímico. 

Y nos agradecimos profundamente (y esto fue casi cómico) pero la efusividad de nuestra despedida la notaron varios otros pasajeros, sobre todo cuando muy a viva voz expresamos nuestro mutuo respeto y satisfacción, con un apretón de manos.  

Todo lo anterior lo expreso aquí,  aunque la causa inicial haya sido la mala educación de un par de niñas que, a pierna suelta, también fueron y seguirán siendo un indicativo de cómo andan las cosas.           

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