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Opinión

21 de Agosto de 2020

Columna de Carlos Ruiz: “Edwards: la banalidad de la ‘banalidad’”

El problema que tenemos es mucho más grande y reclama el concurso amplio y variado de manos y mentes. La sociedad ha cambiado, es un paisaje nuevo de clases y grupos sociales, que no se reduce al manido ideologismo de unas nuevas clases medias y, es también una geografía cultural nueva. Sebastián Edwards no lo entiende, absorto en retratos de cosmopolitismo.

Carlos Ruiz Encina / Fundación Nodo XXI
Carlos Ruiz Encina / Fundación Nodo XXI
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Hace rato que Sebastián Edwards dispara a las bandadas, sobre todo desde que estalló la crisis. Extravió el tono más mesurado que antes ensayaba y sucumbió a la tentación de esta suerte de capitalismo de opiniones, que sobrevino con la propia revuelta social, desatando las mismas ansiedades que critica y de las cuales no es más que otra presa. La crítica -como otras suyas que crecen en este tiempo- aletea en la caricatura, como si más banalidad sirviera para remediar la banalidad que acusa.

Vastas tradiciones intelectuales han planteado el problema de la responsabilidad de la inteligencia. En especial, ante agudas crisis como la que vivimos, en las que las élites siguen aferradas en forma peligrosa a su sordera. Esta responsabilidad, remite a aquello que Aron apuntaba como conciencia histórica, pero aquí, Edwards no sólo no ayuda, sino que es parte del problema. Infla soluciones parciales para parchar una decadencia que no aguanta y dilata así la urgencia de construir respuestas a las enormes dimensiones históricas de la crisis abierta.

Desde un manojo de cosas que son ciertas -no todo, así funciona el algoritmo de este tipo de infundios que no da para arte- se alza el payaso. Nada original, el recurso viejo y gastado es agregar a registros reales y cúmulos de poses retóricas. 

Foto referencial – Agencia Uno

Puedo coincidir -lo he hecho en múltiples críticas privadas e incluso públicas- en que el Frente Amplio rehúye reiteradamente definiciones mayores. Que ni el refugio en el discurso de la empatía ni las medidas simbólicas, sustituyen el silencio sobre el dilema del modelo de desarrollo. Agrego que eso se extiende a la vieja izquierda donde la solución para todo no puede ser el Estado, ante un individuo que reclama derechos sociales universales a la vez que mayor autonomía individual.

Que el problema del orden público y la seguridad de la población, ha de ir más allá de los derechos humanos (por cierto, entienda Edwards que, si no los contiene, no habrá solución) y que la modernización, que tanto alega, debe abarcar también la superación de los viejos criterios que definen a la policía y fuerzas armadas chilenas, un verdadero partido militar, más enfocado en la política interna que en la “soberanía nacional”.

Que pensar una nueva modalidad de crecimiento no puede llevar a los brazos del viejo proteccionismo, en un mundo económico más internacionalizado, pero tampoco al aggiornamento de un patrón exportador de recursos naturales, que es el que produce a estos Edwards y su neoligárquica ansiedad de cosmopolitismo que, aunque lo desea, no logra desanclarse de una tradición largamente productora de subdesarrollo.

Que una redefinición de las formas de propiedad que termine con la protección política de esos privilegios monopólicos de las rentas de recursos naturales (¿dice algo su modernidad de ello señor Edwards?) no se le puede oponer la simple propiedad estatal, que los experimentos que lo redujeron a ello en el siglo XX bajo el nombre de socialismo, engendraron burocracias que acabaron en nuevas clases propietarias de esas prótesis estatales.

“Desde un manojo de cosas que son ciertas -no todo, así funciona el algoritmo de este tipo de infundios que no da para arte- se alza el payaso. Nada original, el recurso viejo y gastado es agregar a registros reales y cúmulos de poses retóricas”.

Hay una altanería aristocrática de fronda, que de moderna tiene muy poco. Pero más allá de eso, los enormes dilemas que plantea la crisis, exigen abrirse a formas de integrar la sociedad en el crecimiento, para así pensar el desarrollo. Por ejemplo, las propias formas de propiedad que deben ser diversificadas más allá del viejo dilema entre el monopolio oligárquico privado y el monopolio estatal. La integración social que requerimos exige reducir la desigualdad extrema en la distribución de los frutos del crecimiento, los ingresos, patrimonios y oportunidades. Del mismo modo que requiere integrar a las fuerzas armadas y policiales a la sociedad, hacerlas parte y desarmarlas como instrumentos políticos de presión corporativa.

En fin, dilemas que remiten a los enormes déficits de integración de una sociedad chilena atravesada por esas fracturas gigantes que Edwards y otros de la especie, nunca apuntaron mientras generaban rentas que los satisfacían y hoy, simplemente, añoran que la sociedad siga, como en los años noventa, secuestrada por aquello que Lechner llamaba “el temor a la regresión autoritaria”. Pero esa ensoñación elitaria y utópica de una política y una economía sin sociedad estalló.

Ahí, Edwards no tiene qué hablar. Es que, en realidad, no es un economista de talla, sólo es un administrador. Su campo de raciocinio se reduce a naturalizar modalidades que en las últimas décadas produjeron sociedades fracturadas, de donde emergen crisis de las que resulta tan esquiva esa responsabilidad de la inteligencia. Una tradición de economistas como Keynes, que se plantea el problema de la economía desde los dilemas de la paz, la reconstrucción de la sociedad azotada por la crisis y luego la guerra, alumbra una estirpe de pensadores de la economía que entendían a ésta como un proceso social; no simplemente como administración de una única variante de crecimiento (hay muchas) con ignorancia de sus efectos sobre la forma en que se produce y reproduce la sociedad. Hasta que estalla, señor Edwards.

“Ahí, Edwards no tiene qué hablar. Es que, en realidad, no es un economista de talla, sólo es un administrador. Su campo de raciocinio se reduce a naturalizar modalidades que en las últimas décadas produjeron sociedades fracturadas, de donde emergen crisis de las que resulta tan esquiva esa responsabilidad de la inteligencia”.

Alegar un puñado de “modernizaciones” que no resuelven un cambio sustantivo, revela la incomprensión de las dimensiones históricas del dilema que tenemos delante. No contribuye y es más bien parte de esas resistencias que, expresadas como desdibujamiento en este caso (a diferencia de la negación frontal de un Sutil, por ejemplo), son más bien parte del problema. Porfían en las viejas limitaciones. Su exaltación reiterada de Velasco, como la figura más cosmopolita a la que Chile podría apelar ante su crisis, acaso ignora en ese clásico complejo provinciano de nuestras élites que se troca en excitación bananera, que el propio Velasco, como Ministro de Hacienda, inaugura la sordera ante este curso de malestar social que despuntaba el año 2006 de la llamada revolución pingüina, amenazando a los jóvenes que reclamaban pase escolar e inscripción a la PSU gratuitas.

Alegaba Velasco que, tal gasto social los haría responsables de cancelar el bono de ayuda para los adultos mayores aquel invierno, mientras tanto el gobierno adquiría nuevos aviones de guerra F-16. Si eso no es ignorancia, incapacidad de ver a la sociedad, pensar como administrador y no como economista, baste mirar las dudosas credenciales del cosmopolita ex-ministro, propenso a opacas prácticas de control político que arrasaron su propio intento por formar un partido que no fuera algo más que un traje a la medida.

Foto referencial – Agencia Uno

El problema que tenemos es mucho más grande y reclama el concurso amplio y variado de manos y mentes. La sociedad ha cambiado, es un paisaje nuevo de clases y grupos sociales, que no se reduce al manido ideologismo de unas nuevas clases medias y, es también una geografía cultural nueva. Edwards no lo entiende, absorto en retratos de cosmopolitismo. Pero esto es harto más complejo. Remite al hecho que, esta nueva y más extendida y extrema heterogeneidad social que sembró la experiencia neoliberal que ya va para medio siglo, abrió problemas de agrupación de intereses ineludibles para repensar la representación política hoy en crisis, esto es, una genuina reorganización de la política.

Conquistar unos horizontes democráticos que limiten los opacos acuerdos de las elites es un desafío que no logra entender la “economía” administrativa de Edwards y sus ajustes parciales. La hondura de la crisis es inédita y, el alcance de las soluciones que requiere, de una magnitud similar. No es simple restauración, eso sería alumbrar a la criatura en una funeraria. El desafío a la imaginación es mayor.

Valga apuntar, apretadamente aquí, algunos de esos dilemas que aluden tanto a las posibilidades y horizontes de la situación abierta, como a sus riesgos que responsablemente es preciso tomar en cuenta.

Aparte de lo escaso que son los economistas reales, lo son asimismo los genuinos liberales políticos de la plaza, con la excepción de algunos intelectuales poco escuchados en la política. La otra pose de Edwards entra en esa ambigüedad del liberalismo político criollo. Sin otro horizonte de libertad que aquella de carácter mercantil, entorpecen más que facilitan un diálogo que aborde las dificultades actuales de la política para acoger un horizonte deliberativo suficientemente amplio sobre la salida de la crisis.

No es novedad consignar que la protesta social por sí sola tiene un horizonte de obstrucción, incluso de juicio, más que de construcción propiamente tal, ante los problemas que abre y es por sí sola insuficiente. No obstante, es pueril ignorar esta potencialidad democrática embrionaria. Es una suerte de soberanía del veto popular, de la primacía de grupos de interpelación, de la emergencia de formas políticas no convencionales, que tienen la cualidad de poner de relieve la vida inmediata de la democracia, esos “patios traseros” de los que hablaba Lechner, ante la sordera de las élites.

“Aparte de lo escaso que son los economistas reales, lo son asimismo los genuinos liberales políticos de la plaza, con la excepción de algunos intelectuales poco escuchados en la política. La otra pose de Edwards entra en esa ambigüedad del liberalismo político criollo. Sin otro horizonte de libertad que aquella de carácter mercantil, entorpecen más que facilitan un diálogo que aborde las dificultades actuales de la política para acoger un horizonte deliberativo suficientemente amplio sobre la salida de la crisis”.

En momentos de acentuada heterogeneidad social y cultural no hay lugar para la sorpresa con esta diversidad “inorgánica” del malestar, que supera las viejas formas de representación de sindicatos y gremios de empleados públicos y las formas tradicionales de relación con la política. Una política ensimismada que por décadas ha permanecido negada a la marcha de estos fenómenos por canaletas secundarias, se enfrentó ahora al gigantesco aluvión en el que coinciden en un solo evento, y que recupera el espíritu de control democrático sobre sus gobernantes, abriendo la posibilidad de volver a vincular horizontes de libertad y soberanía colectiva tan reducidos por una visión minimalista de la democracia.

Es imposible desconocer que sin el estallido y su enorme costo social no se habrían abierto las puertas para repensar los patrones de crecimiento bajo una perspectiva de desarrollo más integradora y las constricciones políticas que protegen esos privilegios. Hubo que llegar a eso. Es el papel histórico de una soberanía crítica completamente ininteligible ante ojos como los que aquí comentamos.

Es preciso poner en marcha dispositivos democráticos de limitación de poderes, institucionalizar genuinos poderes de control ciudadano que permitan la democratización del Estado, revertir el cúmulo de agencias estatales que están blindadas del escrutinio ciudadano, como la autonomía del Banco Central para consolidar ciertos privilegios económicos, o la del Consejo Nacional de Televisión, para naturalizar discriminaciones culturales. Claro, cuestiones como éstas alteran la siesta de las élites. 

“Es imposible desconocer que sin el estallido y su enorme costo social no se habrían abierto las puertas para repensar los patrones de crecimiento bajo una perspectiva de desarrollo más integradora y las constricciones políticas que protegen esos privilegios. Hubo que llegar a eso. Es el papel histórico de una soberanía crítica completamente ininteligible ante ojos como los que aquí comentamos”.

Por cierto, un ensalzamiento unilateral de estas dimensiones corre el riesgo de reificar, aunque sea de modo involuntario, la propagación de una desesperanza nihilista, naturalizar una suerte de democracia de la sanción y el rechazo, en fin, una soberanía negativa del pueblo, que no facilita ni el entendimiento ni la dilucidación de una marcha consensuada a seguir por la sociedad. En fin, hace peligrar la instalación plena del principio político de la autodeterminación democrática de la sociedad, al que es tan esquivo el liberalismo criollo. Lo que se ha abierto, entonces, es una oportunidad histórica de tal autodeterminación que no está exenta de riesgos como éstos, donde la visión desilusionada de la política actualmente existente, puede terminar convirtiéndose en una visión desilusionada de toda política.

El desafío hoy es tomar por las astas esta oportunidad de construir una democracia que supere la radicalidad del dedo simplemente acusador de la denuncia, y restituya un ensanchamiento de la política como el campo de deliberación legítimo en el que resolver esta encrucijada histórica, sin delegarla en administradores con credenciales de “expertos” y pretensiones de reemplazar a una ciudadanía efectiva.

Ensanchar la democracia implica volver a situar esa política que las élites volvieron opaca y metieron en una cocina, como un horizonte que no posee un fin determinado a priori pero que cobija el empeño, nunca acabado, la porfía permanente de la condición humana por instalar una conversación racional sobre la gran pluralidad de seres, el desafío que significa poder vivir juntos con dignidad y compartir la manida libertad. En esa promesa pendiente de la democracia se juega la posibilidad de no volver a repetir la imagen de un pueblo atropellado.

“El desafío hoy es tomar por las astas esta oportunidad de construir una democracia que supere la radicalidad del dedo simplemente acusador de la denuncia, y restituya un ensanchamiento de la política como el campo de deliberación legítimo en el que resolver esta encrucijada histórica, sin delegarla en administradores con credenciales de ‘expertos’ y pretensiones de reemplazar a una ciudadanía efectiva”.

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