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24 de Agosto de 2020

PODCAST | Cuentos en Cuarentena: Y la vida se nos pausó

En marzo la pandemia apretó el botón de "stop" en la vida de todos, o bueno, casi todos. En este cuento, escrito por Catalina Fernández, hablamos de cómo el reloj de un amigo especial siguió corriendo, y nadie les avisó. Este es uno de los cinco cuentos seleccionados para ser llevados a podcast, para escuchar, activa el sonido del video en la portada.

Por

Tal vez era un mal momento para decidir poner nuestras existencias en orden. Tal vez aplazamos tantos proyectos que el mundo se encargó de mandarnos este diminuto, pero poderoso virus para enseñarnos de forma casi irónica que nunca tuvimos el control de nada… Al menos eso es lo que pienso cuando son las dos de la mañana y estoy bajo los efectos del mágico somnífero que me va a quitar la ansiedad generada por este encierro. Cuando pienso estas cosas no lo hago con tristeza, pero mi mente comienza a divagar y crea estos hilos de pensamientos en los que trato de justificar todo lo que está ocurriendo. Intento buscarle un significado cósmico incluso para convencerme de que todo es parte de un mismo plan, pero sé que no es así. Simplemente, a veces la vida carece de lógica y parece mejor aferrarse a cualquier esperanza, por más débil e inverosímil que pueda ser realmente.

El “¡Feliz año nuevo!” acompañado de múltiples fuegos artificiales retumba mucho en mi mente desde mediados de abril, desde que me di cuenta que esto no era un simple resfriado que nos tendría como máximo tres semanas encerrados en nuestras casas. No. Desde aquel entonces viene a mi cabeza ese recuerdo a visitarme con frecuencia. Es un recuerdo que viene cargado de nostalgia, a pesar de que no es la remembranza de un lejano recuerdo perdido en el pasado. “Que este 2020 sea mejor que el anterior”, dice mi hermana cuando mi mente decide darle play a las memorias del 31 de diciembre. Recibimos la nueva década a los pies de las Cataratas del Niágara, abrazadas y con una botella de champagne cada una, vimos el show de fuegos artificiales sonriendo hasta que la cara se nos puso tiesa, lloramos de emoción y vislumbramos un futuro cercano colmado de éxitos y pequeñas victorias personales. No veo a mi hermana desde el 18 de enero. No la veo desde que me despidió en un aeropuerto de Canadá para devolverme a Chile. A los pocos días de mi llegada a Santiago, tuvimos conocimiento de los primeros casos en Wuhan.

Mi hermana dejó el país hace un año y se embarcó en una prometedora aventura que la impulsaría a buscar un mejor futuro. “Me niego a creer que todo sea tan malo”, suele decirme a través de Skype cuando conversamos sobre la pandemia. Cada una habla desde su encierro; ella desde un clima que de a poco promete ser más amigable y menos gélido, mientras que yo le converso acerca del frío que ya estamos sintiendo en la casa. Entre medio nos reímos del puro asombro que nos provoca la contingencia que atravesamos como especie humana. Yo sé que si bien está sola, es quien más segura se encuentra porque aparentemente la parte complicada ya pasó y Montreal dejó de ser un epicentro de contagios. Sí, está viviendo lejos de su familia, pero el otro día pudo disfrutar del sol  en el parque mientras saboreaba un helado que se compró cerca de su departamento. Ella está volviendo a disfrutar de esos pequeños placeres mundanos que para nosotros parecen ser un lujo o el recuerdo de algo muy lejano que anhelamos cada vez que vemos el nuevo balance de fallecidos por coronavirus en el país. 

Pronto volverá a trabajar presencialmente y retomará aquella rutina diaria que la llenó de tantos colores desde que llegó a Canadá. Verá a sus amigos y podrá tomarse unos traguitos después de la pega junto a ellos, tal vez conversarán acerca de sus respectivos encierros y celebrarán todos los cumpleaños no festejados durante la cuarentena. Mi hermana me cuenta sus planes post-pandemia en largos audios de WhatsApp y el corazón se me hincha de felicidad al saber que la angustia va desapareciendo de su mente para dar espacio a nuevas primeras veces: la primera salida después de la cuarentena, el primer carrete, el primer día de clases, el primer abrazo. En cierto modo, sus planes me llenan de esperanza a mí porque pienso que también viviré lo mismo. Eventualmente la vida dejará de estar en pausa y nuestras historias retomarán su curso natural.

Pero la vida se nos pausó, se nos pausó a todos menos al perro de la casa, el Black, un labrador viejo de casi quince años. Cuando lo miro menear su cola cada vez que nos observa durante los desayunos y se da cuenta que volveremos a quedarnos en casa por otro día más, él se convierte en el ser más feliz del mundo. “¿Cómo amaneció el niño de la casa?”, le pregunto cada vez que bajo a la cocina a preparar su desayuno. Es una pregunta sin respuesta verbal, claro, pero su colita me demuestra que está atento al sonido de mi voz. Me observa, mueve su cola y pareciera como si su hocico formara una leve sonrisa perruna, ahí es cuando sé que está  listo para la primera comida del día. Desearía que su vida también se encontrara en pausa y el tiempo no avanzara para él. Para nosotros es un día más en la casa con miles de proyectos en espera, pero para el Black significa un día más cerca de la muerte. 

Foto de la autora; Catalina Fernández

“¿Cómo amaneció el niño de la casa?”, le pregunto una helada mañana de día miércoles. No levanta su cabeza. Me quedo helada al notar que está con los ojos cerrados y no emite ningún tipo de sonido perceptible. “¿Black?” insisto, con ansiedad en mi voz. Me acerco lentamente hacia él con temor a lo que puedo descubrir. Me agacho, le acaricio sus orejas y me doy cuenta que aún respira. Suelto un suspiro de alivio máximo. Solo está durmiendo. Continúo hablándole e insistiendo en que despierte, pero está demasiado cansado así que me pongo nuevamente de pie, preparo su desayuno y dejo el plato de comida junto a él. Desayunará cuando decida que tenga hambre, pienso.

Su vida avanza y no se detiene. A eso de las 18:00 horas empezamos a comprender la realidad de la situación: el Black se nos está yendo, se apaga lentamente como una vela que alguna vez brilló fuerte e iluminó habitaciones enteras con su resplandor. Apenas ha comido, se pone de pie con suma dificultad y decide salir al patio, entre medio se tambalea hasta caerse, pero como es terco vuelve a pararse, avanza medio metro y vuelve a caer. Mi mamá y mi hermano corren hacia él y acarician su hocico canoso. “Ya, tranquilo. Quédate tranquilo”, le dice mi hermano mientras usa toda su fuerza para tomarlo en brazos y entrarlo de vuelta a la casa. Enciendo la estufa y espero que con eso empiece a sentirse mejor, pero no pasa nada, sigue echado con la mirada perdida y emite pequeños suspiros de cansancio. El Black se está yendo. “Hay que avisarle a tu hermana”, dice mi mamá mientras me mira. Así es, aparte del mismo hecho de estar en cuarentena, debemos concertar una reunión online para comunicar la difícil situación que se nos avecina.

Entre llantos le mando un mensaje a mi hermana. “Tienes que conectarte a Skype ahora. Urgente” le escribo al WhatsApp. Me responde a los pocos minutos, así que me apresuro al escritorio para prender el computador y entrar a la videollamada. Cuando las cámaras se conectan, ella nota la tristeza en nuestros ojos y el vestigio de un llanto que aún no ha cesado por completo. Mi hermana está preocupada y nos pregunta si alguno de nosotros fue diagnosticado con coronavirus. Mi mamá le explica que no, que nos encontramos bien de salud… todos menos el Black. Hablamos alrededor de una hora y entre sollozos concluimos que debemos decidir pensando en lo que será mejor para quien ha sido el regalón de nuestra familia durante casi quince años. La llamada fue agotadora tanto mental como emocionalmente, así que me encierro en mi pieza, prendo la tele para distraerme un poco, pero en todos los canales nacionales están hablando de la cuarentena en el Gran Santiago. Apago la tele, es hora de desconectarse y volver a tener aquellos flashbacks de año nuevo cuando todo parecía ser más esperanzador.

¿Por qué se nos pausó la vida a todos menos a él? Pienso días después, sentada en una silla del patio mientras lloro al sostener su collar rojo.

Como todas las mañanas, me despierto y me dirijo a la cocina a preparar el desayuno de nuestro familiar canino, solo que ahora me encamino con el corazón hinchado. Yo lo veo, pero siento que él no me ve. Ni siquiera intenta ponerse de pie, todo lo que hace es emitir pequeños quejidos cargados de dolor y agotamiento. La visita está programada para las 15:00 horas, así que tratamos de hacer que esté cómodo hasta ese momento y a eso de las 14:57 sentimos que tocan el timbre. Es un hombre con mascarilla que carga un pequeño maletín, el veterinario ha llegado. Entra y examina a nuestro viejo regalón, nos explica sobre la displasia de caderas en perros seniles y lo degenerativa que es. Black tiene una displasia de cadera muy avanzada, además de un gran problema auditivo a raíz de su edad. Yo me quedo con él y acaricio su pelaje mientras mi hermano se dirige a buscar el computador para conectarnos con mi hermana a través de videollamada. El veterinario es muy gentil y empático, comprende lo doloroso de estas situaciones y nos concede el tiempo que necesitamos para terminar de asimilar y convencernos de la decisión a tomar. “Gracias por amarme” es todo lo que puedo formular mientras abrazo y acurruco su cabecita en mis piernas. Le doy besos a sus orejas peludas y trato de no llorar porque recuerdo que los perros perciben el cambio de emociones en sus humanos y se alteran. Mi hermana le habla sobre sus aventuras de cachorro y le manda infinitos besos. Black tiene sus ojos clavados en nosotros, ojos negros que poco a poco van cerrándose para sumergirse en un sueño eterno.

¿Por qué se nos pausó la vida a todos menos a él? Pienso días después, sentada en una silla del patio mientras lloro al sostener su collar rojo. La casa se siente tremendamente vacía y me cuestiono la intensidad del dolor si nos hubiese tocado en otro momento con rutinas establecidas. Ahora todo lo que tenemos son días eternos en nuestra casa y el dolor de su partida se siente como un gran balde de agua fría. No quiero sollozar tan fuerte, pero no puedo evitarlo.

“¿Lloras por tu perrito?”, me pregunta una dulce voz a través de la pandereta. No le respondo porque sigo llorando. “¿Tú sabías que todos los perros se van al cielo? Ahí está tu perro”, continúa hablando. Tomo aire, lo boto lentamente para calmar el llanto y solo puedo responder que lo extraño mucho. Mi vecina dice que los perros también vienen a visitar a sus familias y que Black hará lo mismo, luego emite unas palabras que no logro entender. “¿Qué cosa linda? No te entendí” le pregunto. Me dice que hizo un dibujo del Black para nosotros. Se para en una silla y estira su diminuta mano porque quiere pasármelo a través de la pandereta que separa nuestras casas. Apenas asoma su cabeza para entregarme su obra de arte. Cuando recibo el trozo de papel distingo un perro dibujado en crayones, se supone que dice “Black”, pero mi vecina tiene cuatro años y no sabe escribir. Me quedo observando el dibujo durante mucho rato y vuelvo a pensar que la vida se pausó, pero quizás no para todos. Mi vecina Flo tiene cuatro años y no sale a jugar a la calle desde mediados de marzo así que ahora se dedica tardes enteras a pintar con crayones y a manchar con acuarelas. Dice que cuando el coronavirus se vaya y la cuarentena se acabe se convertirá en pintora. ¿En qué me convertiré yo? No lo tengo claro, solo sé que quiero hacerme un té bien caliente, analizar este dibujo durante mucho rato y no ver más noticias relacionadas a la pandemia durante el resto del día. Tal vez solo quiero enfocarme en que quizás sí hay esperanza de que podamos convertirnos en algo más cuando todo esto acabe. Y la vida se nos pausó, pero eventualmente retomará su curso con un play para seguir contando la historia de nuestras vidas.

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