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Opinión

18 de Marzo de 2021

Columna de Alessia Injoque: Estado no violento

Agencia Uno

"Cada vez que la violencia nos sacude se alzan las voces que nos llaman a condenarla sin matices, venga donde venga, y los dedos acusadores se concentran en quienes no ponen suficiente convicción en el acto de virtud. Así, los golpes de pecho moralizantes y las guerras culturales contaminan la discusión y caricaturizan la no violencia".

Alessia Injoque
Alessia Injoque
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Han pasado 17 meses desde que la violencia cobró protagonismo en la discusión política. Con momentos de recrudecimiento y algunos periodos de calma forzados por la pandemia, está ahí como un ente amorfo del que todos hablamos pero nadie entiende, con vida propia, evoluciona y se adapta.

Cada vez que la violencia nos sacude se alzan las voces que nos llaman a condenarla sin matices, venga donde venga, y los dedos acusadores se concentran en quienes no ponen suficiente convicción en el acto de virtud. Así, los golpes de pecho moralizantes y las guerras culturales contaminan la discusión y caricaturizan la no violencia.

En marzo del 68 Martin Luther King expresó que no podía condenar la violencia de las protestas sin condenar al mismo tiempo las condiciones que llevan a individuos a creer que no hay otros caminos. Tal vez algunos políticos locales lo habrían acusado de violentista por creer que el Estado y la sociedad en su conjunto tienen responsabilidad cuando resurge la violencia y por sugerir que quienes administran el poder y la fuerza deben tener, al menos, la misma exigencia que hacemos a las personas más vulnerables.

Los grandes líderes de antaño están presentes en nuestro imaginario cuando juzgamos las acciones de movimientos transformadores, sus gestas no violentas se definen como mínimos aceptables para quienes impulsamos cambios. En contraposición escuchamos con frecuencia que el “monopolio de la violencia” le corresponde al Estado, una involución semántica de la afirmación de Max Webber quien se refirió originalmente al “monopolio en el uso legítimo de la fuerza”. Ese doble estándar está naturalizado en nuestra sociedad y en todas nuestras conversaciones.

Nos acostumbramos a escuchar políticos de todos los colores que proponen ser “duros contra el crimen”, estableciendo los antagonistas que debemos derrotar. Sin embargo estudiosos como Gary Slutkin han llegado a la conclusión de que la violencia no se comporta como una enfermedad congénita que nos clasifica irremediablemente entre buenos y malos, sino como un virus que se transmite: el mayor predictor para saber si una persona va a actuar violentamente es la exposición previa a violencia. Es así que alrededor del mundo se están desarrollando iniciativas para intervenir y aislar los focos de violencia a través de trabajadores sociales y otros profesionales de la comunidad, sin usar ninguna forma de violencia, sin intervención de las fuerzas del orden y reduciendo las las muertes violentas hasta en un 50% en las zonas intervenidas.

Donde no se logra prevenir, el siguiente objetivo es evitar el encarcelamiento. Con esta meta en el horizonte se han implementado alternativas como el grillete electrónico y soluciones como la justicia restaurativa, proceso de mediación que no se enfoca en el castigo que merecen los agresores, sino en aquello que necesitan las víctimas para sentirse reparadas. Además, mantener al perpetrador fuera de la prisión le permite mantenerse integrado a la sociedad, a su trabajo, a su familia y facilita los procesos de reinserción.

Aún así hay crímenes por los que no se logra el acuerdo restaurativo o corresponde la privación de la libertad, para esos escenarios países como Alemania y Holanda entienden las cárceles como un espacio de rehabilitación, no castigo. Los detenidos usan su propia ropa, cocinan su comida, las celdas individuales asemejan habitaciones y cuentan con un teléfono personal para que puedan mantener contacto con sus familias y las redes que van a necesitar para reintegrarse a la sociedad. Estas medidas pueden parecer extrañas, pero el hacinamiento carcelario que experimentamos en Chile contrasta con la reducción constante y significativa de los crímenes y detenidos en estos países.

También se abordan de forma diferente las interacciones con civiles, donde las fuerzas del orden tienen como prioridad bajar la intensidad del conflicto, en contraste en Chile muchas veces lo agudizan con graves consecuencias. Entre los casos recientes está la trágica muerte de Francisco Martinez, donde un innecesario control de identidad a un malabarista escaló rápidamente cuando el carabinero desenfundó su arma, y la dolorosa muerte de un niño de Maipú por la bala de un uniformado, cuando un asalto escaló a un enfrentamiento armado habiendo civiles en la zona.

Cuando enfrentan protestas toman distancia de la disputa política, no antagonizan y contienen a sus miembros, sabiendo que una respuesta inadecuada puede escalar una manifestación pacífica a un despliegue violento. Entienden que del otro lado está la ciudadanía que deben proteger. En contraste, nuestra máxima autoridad identificó como antagonista a un “enemigo poderoso” y las fuerzas del orden enfrentaron de forma represiva a manifestantes causando heridas, mutilaciones y graves violaciones a Derechos Humanos.

Desde el asesinato de Camilo Catrillanca por el Comando Jungla, la violencia le costó todo a este gobierno, representa un costo aún mayor para la sociedad día a día y en especial para las víctimas. Más violencia no va a reparar ese daño.

El camino de la no violencia es difícil y exigente. Complejo para un movimiento, representa un desafío aún mayor cambiar el accionar del Estado y el sentir del país, pero estamos en el momento idóneo para impulsar estos principios y que queden plasmados en nuestra carta magna para inspirar a las próximas generaciones.

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