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28 de Abril de 2021

Escribir el Futuro | Andrea Jeftanovic: Soñar el futuro en red

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SOÑAR EL FUTURO EN RED

Habitar la incertidumbre cansa y requiere ejercicios de imaginación.

Al desayuno nos contamos los sueños como si fuéramos una ronda de maestros chamánicos encargados de descifrar las claves descabelladas del futuro. Si bien los sueños parecen venir del pasado, le damos una proyección de horizonte y nos atiborramos de imágenes cifradas.

El padre sueña que le jalan mechones de pelo desde la nuca a la frente, y que luego, se los insertan en su oído izquierdo como pequeños juncos. Otras noches, sueña con un río abultado que trae muebles, en el barro aparecen sillas, poltronas, bancas. Un tsunami mobiliario que desemboca en una playa desierta de agua cristalina. Un sofá destartalado figura entre la arena blanca y fina y es rodeado por un semicírculo de cocos abiertos.

El hijo mayor sueña que está en medio de un bosque que se consume por un fuego que arrasa hasta que las llamas caen al océano. Se ve a sí mismo en medio de pastizales que crepitan. Se agacha y toma un puñado de cenizas. Luego, sueña con la escena del carnaval brasilero que presenciamos en las últimas vacaciones. Describe la escena tras el festejo, compuesta por las máscaras desajustadas en las cabezas, la comida vertida sobre los manteles y clava un cuchillo, con su mano derecha, en la opulencia de la papaya caribeña con su franja de pepitas diminutas. 

El hijo pequeño dice que sueña con una jauría de perros. El resto del día dibuja con su mano zurda cuerpos y cabezas de galgos, pastores alemanes, bóxer en feroces coreografías. Ha tomado ideas de las enciclopedias virtuales sobre el mundo animal en las que indaga durante el confinamiento, a veces para sus tareas escolares, otras para comprender el itinerario de los pumas que han descendido a la ciudad. Dice que extraña la manada, ser un grupo aislado en la intemperie. Pinta escenas y le pone títulos. A la última, la nombra “Cacería” y esboza a los catorce perros del barrio rodeando a un puma cachorro y en una esquina un Cebú blanco con ubre cargadas de leche. Hay mordidas, entrañas y vísceras, salpicadas en un naufragio lácteo.

Yo, la madre, me sueño una y otra vez sobre una hamaca y desde ahí regreso al sol alto sobre nuestras cabezas, a la mirada de mis hijos con sus pestañas salpicadas de arena, apoyados uno contra el otro en la orilla del mar Nordestino. Sé que, cada vez que me tiendo en la hamaca, estoy meciendo angustias, dejándome envolver en una sensación uterina. En mi patio el tejido alargado y tupido cuelga de las extremidades de dos árboles y es la última imagen que me obligo a ver desde la ventana antes de que caiga la noche. 

Como tribu endogámica somos las únicas cuatro personas con las que interactuamos en tres dimensiones. De las únicas que sentimos el olor entre la ropa sucia mezclada en los canastos, para los demás hemos perdido el olfato. El mundo ya no huele, ya no hiede. Vamos perdiendo experiencias sinestésicas: por ejemplo, abrazar a un amigo o chocar en la calle con el hombro de un desconocido y pedir disculpas. Nos sentimos rehenes de un secuestro del que nadie pagará rescate. Decidimos ir a habitar la hamaca colgada en el jardín. En casa hemos dejado el museo del SARS-CoV-2 con la exhibición de la mascarilla de tres pliegues, el envase difusor con amonio cuaternario, la banqueta con los zapatos desamarrados junto a las pantuflas. 

Una hamaca acoplada a una y a otra forma un enorme paño tejido que sirve de cama y de columpio, alternadamente. Ahora soñamos las mismas imágenes, nuestros inconscientes se han trenzado en las cuatro escenas matrices de un río de muebles en una playa, de un incendio del bosque con una mesa repleta de restos de comida del carnaval, de una jauría de perros con un Cebú observando con sus ojos elípticos y de un día soleado entre los manglares de un río amazónico. Descubrimos que, al permanecer en estado de quietud, que en la repetición de un puñado de pequeños detalles se gesta un cambio, un nudo marinero. Ya hemos acumulado mil días fuera de la vorágine del mundo exterior, replegados en movimiento oscilantes e interacciones mínimas. Somos un único cuerpo ensamblado que se sincroniza para tareas domésticas y escenas oníricas. La hamaca es la vibración del futuro, para cuando culmine el encierro y la catástrofe: nos susurra que hay formas que mueren, mientras otras luchan por nacer.

*Andrea Jeftanovic es académica y escritora. Autora de las novelas “Escenario de guerra” (2000) y “Geografía de la lengua” (2007), además de los ensayos “Conversaciones con Isidora Aguirre” (2009) y “Escribir desde el trapecio” (2017).

Revisa todos los capítulos de “Escribir el futuro” AQUÍ.

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