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30 de Agosto de 2022¿El hombre más tatuado de Chile?: La historia en la piel de Eduardo “Calaka” Pizarro
Eduardo “Calaka” Pizarro fue el primer chileno en tatuarse los globos oculares. Eso, además de un centenar de dibujos sobre su piel, hicieron que la prensa lo catalogue como la persona con más tatuajes del país, aunque él discrepa. Lo cierto es que hoy continúa con su pasión, pero con más calma y mayor madurez. Así es como reflexiona sobre su vida: “es un tipo de libertad diferente”, cuando los años le permiten analizarse mejor.
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Lo pensó durante dos días. Fue en 2016 cuando el diario “El Observador”, de La Ligua, lo contactó para narrar la historia del primer chileno en tatuarse los globos oculares. Por ese entonces, había desembolsado 1.000 dólares para que el tatuador venezolano Emilio González le plasmara de por vida una profunda mirada negra, que lo hizo cumplir su anhelo: parecer una calavera.
“Desde niño siempre me gustaron un poco las cosas extremas, visualmente, como las cosas grotescas. Siempre ese ha sido mi estilo”, explica a The Clinic.
Calaka, como lo llaman, comenta que a raíz de esa primera entrevista fue contactado por diversos medios de la Región de Valparaíso, mientras trabajaba como tatuador en Viña del Mar en el estudio de un amigo. Tras eso, en cuestión de horas lo buscaron desde Santiago.
“Me llamaron de La Cuarta, y pusieron un título chistoso, pusieron puras hueás, me cagué de la risa. De hecho, lo tengo hasta guardado. Al día siguiente, me empezaron a llamar de todos lados, de Chilevisión y toda la hueá, yo estaba super nervioso”, recuerda.
Eduardo Pizarro -ése es su nombre formal- llama la atención. A sus 27 años, ya perdió la cuenta de la cantidad de tatuajes que se ha hecho. En su momento, la prensa habló que tenía más de 100. Pero él afirma que hoy es imposible contarlos, porque además se ha ido tapando tatuajes con otros nuevos o se ha hecho una sola pieza grande con varios juntos. Para los nuevos diseños, explica, prefiere el estilo bio-orgánico, que simula tejidos, huesos o musculatura.
A pesar de que la prensa lo catalogó como el hombre más tatuado de Chile, él duda. Aún le queda espacio en las piernas, abdomen y costillas. Es su proyecto a largo plazo, dice que no quiere llegar a los 40 años y no tener nada más que tatuarse. “Sería fome”, reconoce. “Ya no tengo esa desesperación que tenía cuando estaba más cabro, antes me desesperaba, me iba a tatuar como tres veces por mes”, explica, mientras ríe.
“Yo considero que hay gente más tatuada, sólo que yo me fui al extremo de tatuarme la cara y los ojos”, opina Calaka.
A los 13, el primer tatuaje
“Fue cuático. Tenía siete años u ocho años, andábamos en Viña del Mar con mi vieja y mi mamá quería hacerse un tatuaje. Había un cabro que estaba lleno de tatuajes, pero así brígido, o sea, onda en la cara, tenía expansiones demasiado grandes. A mí me llamó mucho la atención. Brígido. Y yo le dije a mi mamá: ‘¡oh, mamá, me gustó, se ve muy genial!’”, detalla Pizarro.
Durante su infancia y adolescencia, que transcurrieron en Cabildo, Región de Valparaíso, el interés de Eduardo en los tatuajes fue aumentando a medida que sintonizó programas de televisión estadounidenses, que lo acercaron a personajes como María José Cisternas, conocida como la “Mujer Vampiro”. Así, cuando cumplió 13 años decidió tatuarse por primera vez. Se trataba de un pentagrama del porte de una moneda de 100 pesos en la muñeca.
“Por ese tiempo me acompañó mi madre. De hecho, mi mamá me acompañó a hacerme como hasta el quinto tatuaje”, recuerda Calaka, sobre sus inicios en el mundo del tattoo.
Desde ahí no paró. Cuando cumplió 17 años compró sus primeras máquinas para hacerlo él mismo, al percatarse que no era tan inaccesible como pensaba. Incluso, se auto-tatuó una flor en una pierna, que posteriormente tapó con otro diseño porque no le gustó el resultado.
Yo tenía siete años u ocho años, andábamos en Viña del Mar con mi vieja y mi mamá quería hacerse un tatuaje. Había un cabro que estaba lleno de tatuajes, pero así brígido, o sea, onda en la cara, tenía expansiones demasiado grandes. A mí me llamó mucho la atención”.
Se internó tanto en el universo del tatuaje, que abandonó sus estudios de Gastronomía en el liceo técnico. Fue cuando estaba en tercero medio. Sin embargo, dice que fue producto del estigma al que se veía expuesto por parte de algunas autoridades del colegio, que lo terminaron agobiando.
“No le gustaba al director, ni al orientador, que de su colegio saliera un alumno de la especialidad de Gastronomía con tatuajes, porque eso no podía ser, porque en ninguna parte me iban a dar trabajo, que la hueá se veía sucia, que no se veía profesional”, comenta.
A pesar de que trabajó de empaquetador desde los 14 años, decidió dedicarse de lleno a tatuar antes de cumplir la mayoría de edad. Actualmente lleva un año y medio en su propio local en Concepción, llamado Calaka Tattoo Studio, donde traza retratos de animé o animales en las pieles de sus clientes, bajo estilos como “black and grey” o “sketch”.
Pero los tatuajes que recuerda con más cariño son aquellos que le ha realizado a su madre.
“A mi vieja le he hecho caleta, la he tatuado mucho, puras cosas tiernitas. Una chinita, un colibrí, una lechuza, caballito de mar, tiene una caricatura de mi cara, tiene flores, puras cosas así, como “‘nanai’”, explica.
Crisis existencial
Para Calaka, definir qué es el tatuaje le resulta inefable, pero comenta que en un principio fue una “coraza”. Un “escudo”, que lo ayudó a sobrellevar una depresión. Cuando tenía 15 años se enteró de algo que le cambiaría por completo la vida: “Mi vieja había sufrido un abuso y yo nací producto de eso”, revela.
“Me tatué la cara por eso… Necesitaba cambiar mi visión de mí mismo y sentía que la única forma de hacerlo era tatuándome entero, o tatuarme harto la cara y cambiar mi apariencia”.
“Fuck you” dice el primer tatuaje que se hizo en la cara, a los 17 años, arriba de la ceja izquierda. Desde ahí su objetivo fue expandir la tinta sobre su cara y asemejarse a una calavera.
Me tatué la cara por eso… Necesitaba cambiar mi visión de mí mismo y sentía que la única forma de hacerlo era tatuándome entero, o tatuarme harto la cara y cambiar mi apariencia”.
En la adolescencia, reconoce, encontró en los tatuajes una forma de escape. A eso se sumaban los prejuicios por parte de su establecimiento educacional y, luego, el suicidio de su padrastro, quien es el padre de su hermano menor y quien le dio el apellido mientras vivían en Cabildo.
“Cuando me tatué los ojos fue cuando ya me sentí conforme. Fue el momento en que mi cara cambió. Yo amo a mi vieja, pero cuando mi vieja me vio y me dijo: ‘Ahora cambiaste mucho’, ahí yo dije ‘bien’, porque era lo que yo quería. Me ayudó a superar esas cosas”, comenta.
Las reflexiones de Calaka
Un grupo de amigos con los que tatuaba lo apodaron “El niño calavera”. Él era el menor de todos, con apenas 18 años. Cuando creció empezaron a llamarlo Chico Calaka, y finalmente quedó como Calaka (Calaca), en alusión a las figuras de esqueleto que se usan en México para el Día de los Muertos.
Bajo ese apodo se ha hecho conocido como tatuador, y ha sido espectador sobre cómo ha evolucionado la sociedad respecto a tatuarse. “Se ha ido aceptando más, yo siento que la sociedad de ahora vive muy influenciada por las redes sociales, por la tecnología, cualquier medio de comunicación ayuda a expandir esa visión de que el tatuaje no es malo y que cualquier persona lo puede tener, de todas las edades”, explica.
“Antes nunca había salido una propaganda de una crema que fuera para tatuajes, ahora sale en la tele ‘Eucerín Aquaphor, tatuaje’. Sale en la televisión y dicen que es para tatuar, y salen personas con tatuajes, y en todo salen hueones con tatuajes, el presidente tiene tatuajes, no sé, como que todo se normalizó. Antes era como ‘no, feo’, o prejuicios, estigmas”, señala Pizarro.
En todo salen hueones con tatuajes, el presidente tiene tatuajes, no sé, como que todo se normalizó. Antes era como ‘no, feo’, o prejuicios, estigmas”.
Aclara, eso sí, que él tiene sus límites. Recuerda cuando una adulto mayor trajo a su nieta de 12 años para que él la tatuara. “Señora ¿qué le pasa?”, pensó en ese momento. No hizo el trabajo.
A pesar de lo joven que él mismo empezó a tatuarse, Calaka ve las cosas distintas a cuando tenía 13 años y decidió hacerlo por primera vez. Ahora, tiene un hijo de ocho años y como padre piensa qué haría si su hijo quisiera tatuarse. “Tendría que darme razones de por qué se quiere tatuar. Yo estando tan metido en el mundo del tatuaje, me voy a saber dar cuenta si se lo quiere hacer de puro mono nomás, o se lo quiere hacer por algo cuático. Porque imagínate que justo muere un familiar muy cercano a él y me diga ‘me quiero hacer un tatuaje’. Ahí ya cambia un poco el contexto”.
De la misma forma, hace su análisis sobre su escolaridad incompleta.
“Quiero llegar a tener, no sé, 70 años, tener nietos y decir: ‘No tengo cuarto medio, me he dedicado toda la vida a lo que yo quiero, me siento libre‘”, afirma. “No digo que está bien dejar de estudiar ni esas cosas. Por ejemplo, yo no quiero que mi hijo se salga en tercero medio y no saque su carrera o por lo menos cuarto medio”.
En todo caso, Calaka sabe que él tuvo suerte en encontrar su lugar en el mundo en el tatuaje. “Es como un tipo de libertad diferente, porque nunca más tuve que pensar en ‘tengo que pedir trabajo, entonces no me puedo tatuar’. Me hice todo lo que me quería hacer”. Y asegura que seguirá en eso, pero sin la prisa de antes.