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Reportajes

25 de Diciembre de 2022

El regreso quitado de bulla de Tololo Ugarte Parra: “Cuando más chico estuve muy expuesto y esa no era mi esencia sino más bien un mandato, un rol que tuve que cumplir”

Camilo Delpin

A los 19 años recibió el Premio Cervantes en representación de Nicanor Parra y desde entonces la vida de Cristóbal Ugarte Parra (30), su nieto más cercano, tuvo una figuración pública de la que logró zafar tras la muerte del antipoeta y la disputa entre sus herederos, en 2018. “Sentí que debía hacer un duelo y quedarme callado en todo sentido”, dice el arquitecto y músico en su primera entrevista en cinco años. De vuelta en Chile luego de estudiar un magíster en Madrid, acaba de lanzar Carrusel, su tercer álbum, y además prepara Pequeños Monumentos, su primera muestra de esculturas. Aquí, Tololo ahonda en sus obsesiones y pudores, en su esquiva relación con el escenario y la huella personal de su abuelo: “Él era un pilar donde agarrarse siempre, pero está bien que se haya ido y encontrar el pilar en uno mismo”.

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Al final del jardín hay una réplica de la Venus de Milo que resplandece como un ánima flotando sobre fondo verde. “Es una de las varias que compró mi abuelo, le fascinaban”, dice Cristóbal Tololo Ugarte (30), arquitecto, músico y el nieto más cercano a Nicanor Parra. 

Hay que caminar unos cuantos metros y subir varios escalones desde la entrada para llegar hasta su casa, una de las tres construcciones que existen en la parcela que el antipoeta y autor de Artefactos compró en 1958 en la calle Julia Bernstein, en lo más alto de La Reina, en Santiago. La casa fue diseñada por su madre, la arquitecta y música Colombina Parra, y tiene la forma de un cubo de dos pisos, con grandes ventanales y una primera planta donde están la cocina y el living comedor –que al mismo tiempo es su taller, sala de ensayo y oficina–, además de un amplio patio decorado con muebles rústicos. En éste último transcurre esta entrevista.

Tololo se reinstaló allí hace unos meses luego de vivir dos años en Madrid, mientras cursaba un magíster en Restauración del Patrimonio Arquitectónico en la Universidad Politécnica. Se fue en plena pandemia, en septiembre de 2020, y volvió a Chile a fines de agosto de 2022, días antes del plebiscito de salida del rechazado texto constitucional. “Fue impactante llegar y ver cuánto había cambiado todo aquí en poco tiempo”, comenta. 

Una de las primeras cosas que hizo al volver fue recuperar el jardín después del invierno. Tiempo después, cuando se afirmó el calor primaveral, partió al barrio Meiggs, en Estación Central, y compró varios patos pequeños. “Intento mantener de alguna forma la vida y la energía que había en este lugar antes”, dice Tololo. 

Desde mediados de la pandemia, ha estado también haciendo maquetas de rascacielos en miniatura inspiradas en los Arquitectones del artista y teórico del arte vanguardista ruso Kazimir Malevich. Diminutos y bellísimos moldes de cartón, yeso y vidrio que proponían una nueva arquitectura, y que Tololo está reimaginando como pequeñas esculturas hechas de mármol. Una docena de ellas formarán parte de Pequeños Monumentos, muestra que expondrá en 2023.

“Cuando estábamos todos encerrados y nadie sabía qué hacer, para matar el tiempo fui a comprar un montón de cartones y me puse a hacer maquetas. Quería explorar el primer y último año de arquitectura de nuevo y volver a pasar por el proceso de aterrizar proyectos. En mi título trabajé a partir de Malevich y su arquitectura sin escala y comencé a crear estos edificios en miniatura que se iluminan por la noche como cualquier otro, pero que no están pensados para ser habitados”, dice el arquitecto. 

Tololo acaba de publicar también Carrusel, su tercer álbum como cantautor bajo el sello Beasts Discos. Producido por Cristián Heyne, el disco presenta un puñado de siete canciones donde confluyen el piano y su voz en un recorrido por distintas emociones, estados de ánimo y atmósferas. Carrusel está disponible desde hace unas semanas en plataformas como Spotify y Apple Music.

Tololo debutó en la música con Analfabeto (2013), una placa musical compuesta solo de melodías en piano. Le siguió Pérdida total (2017), donde se alió por primera vez junto a Heyne y en el que además incorporó su voz. 

Entre este álbum y el anterior pasaron cinco años, los mismos que se cumplirán en enero próximo desde la muerte de Nicanor Parra. “Fue una pausa necesaria y sentí que tenía que hacer un duelo y quedarme callado en todo sentido. Pero es algo natural; cuando reaparecen las ganas, vuelves a grabar y ningún problema”, dice Tololo. 

“El primer disco lo tuve guardado porque me daba pudor soltar esas emociones, sentía que eran muy personales. No tanto lo que dicen las letras sino la emoción misma, pasada a la grabación. Y fue complicado, porque en realidad no quería publicarlo. Me convencí de hacerlo porque era un proyecto en el que invertí tiempo y recursos, involucré a más gente, entonces ya no es solo tuyo. Por pudor estuve a punto de no lanzarlo y finalmente lo hice. Yo creo que este disco nuevo es seguir con esa exploración”, agrega. 

¿Cómo defines Carrusel

–Es una especie de loop, un círculo vicioso que tiene movimiento, como un carrusel de niños que tienen esos caballos que suben y bajan. Metafóricamente, veo al carrusel como el motor del disco, a los ornamentos en la producción de Heyne, y la voz, el susurro y las emociones eran el caballo que sube, baja y pasa por distintos estados. Eso es carrusel, un mantra también. 

¿Vives así, entre mantras y loops?

–Yo entro en loops un poco obsesivos y les doy hasta que siento que hay que soltar y salir de ahí. No es que esté toda la vida en el mismo loop; salgo de uno, entro en otro. Los discos, los proyectos en general, son loops. Con este disco me pasó algo similar que con el primero y fue que cuando solté ese loop sentí que era cada vez más ajeno a ese disco. Lo trabajé mucho, me comprometí al máximo, pero en el momento en que me salgo siento que se tiró no más y me dan ganas al tiro de seguir en otra cosa, y ya estoy en eso, trabajando nuevas canciones para otro disco. Quiero, ojalá, hacerlo todo más rápido. 

Hablabas del pudor que te da mostrar tu música. ¿Qué te da pudor en relación a eso?

–Bueno, supongo que mostrarme un poco frágil. Mis canciones hablan harto de eso, de nostalgia, de melancolía, y son una forma, un mecanismo de defensa casi que tengo: cantar y tocar música. Es como escribir un diario de vida, un lugar donde me desahogo, donde estoy cómodo y seguro, pero abrir ese diario de vida ya es exponerse. Y yo creo que a muchos sino a todos los músicos les debe pasar, en algún grado. Mi música tiene esa esencia más secreta que tiene el diario de vida, más privada, que no debiera tener un destino tan público. Y yo creo que por eso también lo he hecho así también: he tocado muy poco en público estas canciones y en realidad casi todas. 

¿Te da pudor también el escenario, ahora que cantas?

–Muchísimo. Me sentía más cómodo cuando éramos solo el piano y yo. Después incluí la voz y fue más que suficiente. Ya lo otro es subirse al escenario y es una coordinación de muchas fuerzas que es muy hermosa, pero siempre vuelvo a lo que tengo más a mano, que es el piano y mi voz; son como mi papel en blanco. Mi música es más para desahogarme que para mostrarla e interpretarla en vivo, un diálogo más conmigo mismo, y creo que por esa razón he sido yo quien ha ido cerrando la posibilidad de ser masivo. No estoy esperando ni buscando que alguien me escuche. Mis canciones me sirven a mí mismo para entender ciertas cosas que me pasan y que quizás no las entiendo sino cuando vuelvo a escuchar en una canción y las cosas que digo ahí tienen sentido. Por lo general, cuando las estoy cantando y salen de mi boca pienso que no lo tienen. Hay grandes músicos que tampoco tocan en vivo, como Brian Eno, y su proyecto es hacer música y liberarla para que la escuche el que quiera. Es una autoexigencia del medio. 

Imagen: Camilo Delpin

En vivo

La última vez que Tololo se presentó en vivo fue a mediados de 2017, para el lanzamiento de su disco Pérdida total. Fue en los Dos Caracoles de Providencia y actuó junto a su amiga Valeria Jara al teclado. Su piano de cola fue instalado al centro, en el primer piso del edificio, y el público lo observaba desde las alturas.

“Sentí que fue tan perfecto ese concierto, estética y energéticamente, que me sentía pagado y que no tenía que volver a hacerlo nunca más”, dice Tololo entre risas. Vuelve a ponerse serio y añade: “Ahora siento que sí haría y que debo hacer otro proyecto de concierto”.

Hubo otro proyecto en vivo que no prosperó. Y nada más ni nada menos que junto a su madre, Colombina. “Preparamos un concierto para la Cumbre del Rock un año en que se canceló a última hora. Habíamos ensayado y estábamos muy contentos por cómo sonaba. Eran canciones de ella, yo tocaba el sintetizador. Y finalmente se canceló y no pasó nada con eso. No lo retomamos nunca pero sí quedó grabado lo que hicimos”, cuenta Tololo. 

“Yo no soy de la idea de que todo haya que terminarlo. Pienso que está bien que sean bocetos. Hay una belleza en lo inacabado, una sinceridad mucho más libre que la pintura del mismo boceto. Creo que en general los creadores le dan poca importancia a esto. Yo creo que mi música va en esa dirección; quiero que sea un gusano debajo de una piedra, que se descubra por equivocación y que esa persona ojalá le dé algún sentido y lo pueda apreciar. Gritarle al oído a la gente va en contra de mi pretensión como músico. Mi música es mucho más un susurro”, agrega. 

En algún momento fue un tema para ti lo del apellido, cuando decidiste que tu nombre artístico fuera Tololo a secas. ¿Aún le das vueltas a eso?

–Le di muchas vueltas en algún momento, no sé si tanto ahora. Muchos amigos y personas conocidas me preguntaban cómo me iba a llamar ahora que estaba haciendo música. Bueno, en Chile eso es tan típico, ¿no? Los poetas también se cambiaban el nombre. Neruda, la Mistral y tantos otros, no así mi abuelo, que fue uno de los que conservó su nombre siempre. Era algo que había que pensar y estudiar, y casi tenía un componente de marketing: tenía que sonar bonito, importante y al leerlo podía tener cierta estética y musicalidad también, y yo por supuesto me lo planteé. Entré harto rato en un loop de indecisión y opté por quedarme así, Tololo no más, sin apellido. Es un homenaje a mi abuelo, pero también a mi papá, él me puso así: Tololo. Mi abuelo me puso Cristóbal. 

Imagen: Camilo Delpin

Bajo perfil

Tololo llegó a vivir a la parcela de La Reina a los tres años y tras la separación de sus padres. Ahí se ha escrito la mayor parte de su vida: fue donde creció rodeado de bosques de olmos y pinos, de gansos que corrían libremente y de un entorno inserto y al mismo tiempo ajeno a Santiago. Hasta hace no tanto, ese sector de Santiago era esencialmente rural, una parcela tras otra, y no el exclusivo barrio residencial de enrejados condominios y grandes casas con pomposos antejardines y casetas de seguridad que es en la actualidad. El terreno de los Parra, sin embargo, conserva una atmósfera campestre y un aire de otra época que marcaron su infancia. 

A sus 30, Tololo se define como una persona solitaria, de pocos amigos y amante del silencio. A veces medita incluso, una práctica que aprendió en el colegio. 

“He intentado bajar a la ciudad y viví en otro lado un tiempo, rodeado de micros, de autos, de edificios y del ruido, pero no me acostumbré. Nunca tuve esa vida urbana hasta ahora, que viví en Madrid. Me gustó, también porque esa ciudad da para eso. Santiago, en cambio, no me parece tan amigable para andar y recorrerla a pie como me gustaría”, agrega.

El antipoeta tuvo siempre un estrecho y singular vínculo con su nieto: cuando éste nació le regaló su escarabajo blanco del año 62, que el poeta condujo hasta sus últimos años de vida; lo mencionaba constantemente en entrevistas, y a medida que fue creciendo Tololo se convirtió en su colaborador más próximo una vez que el fin del líder del clan estaba cada vez más cerca. 

Le pregunto ahora a Tololo por el escarabajo de su abuelo, que no se ve por ninguna parte: “Está en el taller ahora mismo, ya casi no anda”, responde. 

El máximo gesto de amor y confianza que su abuelo tuvo hacia él fue cuando tenía 19 y lo designó para viajar a Madrid y asistir en representación suya a la ceremonia oficial del Premio Cervantes, el mayor galardón a las letras hispánicas, que Parra obtuvo en 2011. Vestido con un elegante frac negro, el 23 de abril del año siguiente Tololo recibió la distinción de manos del Príncipe de Asturias y leyó ante la audiencia un improvisado discurso de agradecimiento escrito horas antes: “Los premios son para los espíritus libres / y para los amigos del jurado”.

“Yo siempre estuve al lado de él, ayudándolo hasta el final con su archivo y el orden de sus cosas. Sentía que tenía un sentido”, asegura su nieto. 

“Él siempre nos enseñó a todos el valor de la familia. Nos juntaba a escuchar la música de Roberto, de Lalo, de la Violeta, de la Hilda. Era como una universidad constante de lo que había sido ese clan, y lo hacía para que nosotros lo transmitiéramos porque no todos llegaron a conocerse. Está la Violeta, que es lo más conocido de la familia, pero también hay otros que tienen un valor increíble, como la madre de los diez hermanos, mi bisabuela Clara. Ella era artista también, cantante y la gallina madre que los guió. Mi abuelo la admiraba mucho. A su papá también; cuequero, profesor de música. Es interesante irse hacia atrás y ver de dónde salió todo. Hay mucha historia en los Parra antes de los Parra famosos”, agrega.

Después de pasar por la escuela de Arquitectura de la Universidad Diego Portales, finalmente se tituló en la Universidad Católica –cuenta Tololo–, y hace algunos años comenzó a asumir y a estar al frente de sus primeros proyectos profesionales. Uno de ellos fue la restauración del hotel Isla Seca de Zapallar, un edificio de los 80 con el estilo clásico de los 20, y un falso histórico que lo acercó de lleno al arte de la restauración. Otro, fue el diseño de una casa para su padre –el histórico líder de Upa!, Pablo Ugarte– en el mismo balneario de la V región. Le tomó cuatro años y la construcción estuvo a cargo del arquitecto Alfredo Oyarzún.

“Tardó mucho en concretarse, entre que pulía obsesivamente el diseño y otras circunstancias que hicieron que la casa no se construyera rápido. Al ser además mi primera casa, necesitaba apoyo de alguien con experiencia en construcción y ahí apareció Alfredo, quien tomó mi diseño y lo hizo aparecer”, comenta Tololo. 

“He visitado esa casa y es súper rico estar en un lugar que pensaste, pero al mismo tiempo te das cuenta de que hay un alto porcentaje en esto que es suerte o azar. Hay vistas que más o menos las puedes proyectar, pero hay otros factores que no puedes controlar y que mientras menos se maqueteen o planeen, a veces salen más interesantes. Eso pasa también en la música, en la escultura y en cómo uno mismo se expresa y desenvuelve”, agrega. 

Más significativa fue la restauración de la casa donde vivieron Nicanor y Nury Tuca, la abuela de Tololo, fallecida en 2014. Hecha completamente de madera, fue la primera en construirse en el mismo terreno de La Reina. Al comienzo era una cabaña que fue ampliándose con el tiempo. Esa fue también la casa donde Parra crió a sus hijos –Juan de Dios “Barraco” y Colombina, madre de Tololo y vocalista original de Los Ex–, donde el antipoeta recibió a Allen Ginsberg y también donde vio por última vez a su hermana Violeta. “Fue exactamente ahí”, dice Tololo apuntando con su dedo el lugar exacto donde sucedió ese último encuentro en el verano de 1967, horas antes de que la autora de Gracias a la vida se suicidara de un disparo. 

“De chico, yo vivía en la misma casa de mi abuelo. He vivido siempre en esta parcela, en realidad, un poco en esta vida ermitaña, conectada con la naturaleza siempre y rodeado de estas sonoridades, el canto de los pájaros, las hojas que crujen, los árboles meciéndose. A veces medito también, me gusta mucho el silencio”, dice. 

“Es la D de Dios”, decía Nicanor Parra para precisar la dirección de su refugio en Santiago, ubicado a solo pasos de la casa donde hoy vive su nieto. Fue precisamente ahí donde el Premio Nacional falleció el 23 de enero de 2018, a los 103 años. Esta última casa y otra segunda construcción, que originalmente era una capilla, permanecen cerradas y con acceso prohibido tras su muerte y después de que Catalina, la mayor de sus hijas, impugnara el testamento y la repartición de los bienes y derechos del autor. 

“No se ha movido nada aquí desde entonces”, asegura su nieto. 

Tololo prefiere no hablar del futuro de la ya constituida Fundación Nicanor Parra. Sí se refiere, en cambio, al proyecto que pretende convertir sus casas en antimuseos: “Esa voluntad es de él y habrá que ver si es también la voluntad de sus herederos. Y yo creo que sí, que todos sus hijos sienten un orgullo inmenso de Nicanor e independiente de cualquier cosa y cualquier roce, el sentido y el destino al final de todos es el mismo, que es proteger el legado de la familia. Lo he visto y me parece súper bonito que exista ese sentido común, sobre todo ahora que ha habido un acercamiento entre ellos”.  

Se cumplirán ahora en enero cinco años desde su muerte. ¿Qué es lo que más te ha hecho falta de tu abuelo?

–Lo echo de menos en todo sentido. Él era como un pilar donde agarrarse, pero está bien que se haya ido y encontrar el pilar en uno mismo. Eso he sentido en este tiempo. Echo de menos su lucidez también. Él siempre tenía una forma muy lúcida de entender la actualidad y eso daba mucha tranquilidad. A veces decía que no se entendía nada, pero en esa misma acción de decir que todo era un sinsentido, también había una esperanza. Ahora siento que faltan muchas respuestas que él daba automáticamente. Mi abuelo tenía una intuición que lo hacía un adelantado, siempre estaba uno o dos pasos más adelante que el resto. Tenía una juventud eterna en su cabeza. 

¿Has vuelto a Las Cruces?

–Sí, aunque no a la casa de mi abuelo. De todos modos, creo que en Las Cruces es donde más me conecto con él. Yo de chico viajaba a verlo, a los 14, solo. Antes iba obviamente en familia, con mi mamá, pero desde esa edad empecé a irme en bus y era una liberación total irme del mundo del colegio y después de la universidad y llegar donde este personaje que era mi abuelo y que era tan poco convencional, tan auténtico y que me enseñaba a dudar un poco de todo. Él decía que había que dudar de toda clase de discursos y me formó en esa escuela del escepticismo. Él me enseñó a no matricularme con nada y a estar en el mundo como un observador más, a no creerse el cuento. 

¿Así te sientes, como un espectador que no se cree el cuento?

–Sí, siento que desde la periferia o fuera del centro puedes ver todo mejor. Cuando más chico estuve muy expuesto y al centro, y esa no era mi esencia sino más bien un mandato, un rol que tuve que cumplir y que no era natural. Voy a repetir algo que ya dije pero yo siempre me he sentido un susurro. Y así me sigo sintiendo ahora: soy alguien escondido que ve y que quiere ver sin ser visto. 

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