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Opinión

17 de Agosto de 2024

Viña o cuando falta la tierra

Foto autor Hugo Herrera Por Hugo Herrera

"Viña, sin duda, perdió algo valioso con la demolición del Sanatorio. A cambio, los niños tuvieron que ir a atenderse a Gómez Carreño. La distancia con el mar es larga. Sólo se lo ve de lejos. Hubo muchos años en el lugar del antiguo sanatorio simples ruinas. Hoy quedan, como digo, unos paneles de una construcción al parecer detenida y la fealdad", escribe Hugo Herrera en su columna de hoy. 

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En Viña del Mar había un lugar donde las aguas del cielo se topaban con las aguas del mar y la tierra parecía desaparecer entre ambas. La verdad es que ese lugar era toda la costa en los días de temporal, en los años setenta y ochenta, en los que fui niño en Viña. Esos tiempos resultaron pródigos en precipitaciones y mal tiempo.

Quizás por lo mismo, un sueño recurrente en mi infancia no era sólo el de maremotos. Ese vino después y adquirió una especie de cotidianidad: era casi como un desafío, a veces colectivo, sortear la inundación y ascender varias decenas de metros hacia el aire o volverse a Santiago perseguidos por olas que amenazaban todo el valle central. 

El sueño del que hablo es otro, uno que se parece mucho más a la situación bíblica, cuando las aguas no estaban todavía separadas y las del cielo y las de la superficie conformaban una cierta unidad. Por mi sueño sé que ha de haber existido alguna diferencia entre ambos tipos de aguas. Aunque difícil de discernirlos, el “arriba” era “arriba” y el “abajo”, “abajo”. Y me era posible, por ejemplo, ver escampar a veces en la bóveda celeste. En el mar, en cambio, era agua y sólo agua.

Pero el lugar del que estoy hablando no es el mundo de los sueños, sino uno bien real. Era un edificio firme y bien construido, provisto de cierta hermosura, de una pequeña capilla cuyo cielo muy bien iluminado siempre me dio la impresión de tener el color y la acogida del cielo de la redención. Un cielo seco y de seres maravillosos. Celeste y abovedado. Me refiero al Sanatorio Marítimo. San Juan de Dios era la continuación del nombre. 

En su tiempo era como el símbolo de las tempestades, desde donde podía vérselas, sentirlas habitando uno la ciudad, sintiéndose incluso seguro.

Hoy, como de muchas cosas en Viña, sólo quedan las ruinas y algo que al parecer se pretende construir, en tensión, por supuesto, con la llamada “ley Lorca” y el interés general de los ciudadanos que pierden así vista. 

El Sanatorio era bajo. Tenía arquitectura. Desde dentro era una experiencia. Iba a menudo, pues mi doctor, el que me veía el asma, tenía su consulta en ese edificio, de modo que me era habitual pasar por su interior. 

No se me olvida la sensación del invierno, en la tarde semioscura, de tipo cinco y media o seis. Leo mentalmente el aviso de una enfermera vestida de celeste, con su dedo cruzado sobre su boca y la leyenda “Silencio: La medicina que no fabricamos”. También había una réplica del fatídico cuadro “El niño que llora”. Contra los ventanales se ensañaban no pocas veces la lluvia y el mar estruendoso sonaba afuera como queriendo salirse de sus límites.

Viña, sin duda, perdió algo valioso con la demolición del Sanatorio. A cambio, los niños tuvieron que ir a atenderse a Gómez Carreño. La distancia con el mar es larga. Sólo se lo ve de lejos. Hubo muchos años en el lugar del antiguo sanatorio simples ruinas. Hoy quedan, como digo, unos paneles de una construcción al parecer detenida y la fealdad.

Es cierto que se ha avanzado en poner paseos peatonales y la llamada Playa Los Marineros, que antes era un peladero casi abandonado, hoy es profusamente ocupada. Pero también es cierto que los vendedores ambulantes han copado cada espacio que se ha liberado. Son ambulantes a los que se suma una especie híbrida: los ambulantes con toldos y puestos. El asunto es que llenan la tierra, los escasos espacios libres de tierra.

No es posible caminar por Viña en el eje fundamental de la Av. Perú-ocho norte a quince norte-Las Salinas (después el camino se come las veredas y el asunto se transforma en expedición). 

¿Qué destino tiene una ciudad que organiza así su espacio? ¿Que se quita a sí misma su tierra disponible para el uso común? 

A veces surgen ánimos destructivos y vengadores: el deseo de tormentas soñadas donde las aguas combinadas del mar y el cielo barrieran con tanta fealdad, con tanto tugurio, con tanto puesto de “artesanía” que vende las mismas baratijas que se hallan en cualquier -cualquier- feria de cualquier pueblo de Chile. 

Después de todo eso, uno mira el hotel “Punta Piqueros”, piensa en quizás a qué arreglo llegaron con la municipalidad respectiva; y dirige, en sucesión casi inmediata, la vista a las dunas construidas con desdén no sólo estético sino ingenieril, con desprecio franco por la tierra, y mejor dejo hasta aquí esta columna, porque las tentaciones que me vienen a la mente se asemejan mucho a la fuerza destructiva y eventualmente redentora de mis sueños. 

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