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Opinión

7 de Septiembre de 2024

¿Es posible un consenso en torno al estallido social?

Foto autor Álvaro Ramis Por Álvaro Ramis

"Es urgente asumir que la defensa incondicional de la protesta social alentó una polarización peligrosa, que relativizó el sentido emancipatorio del estado de derecho", escribe Álvaro Ramis, a punto de cumplirse cinco años del estallido social.

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En política lo que menos abunda es el juicio crítico sobre uno mismo, o sobre la propia obra. Menos en esta época. Lo que impera es la actitud del troll, de la arrogancia, de la autoafirmación, de la falsa seguridad de quién dice saberlo todo y nunca se equivoca. Lo que luce es negar al oponente la mínima parte de razón. Por eso me alegró mucho leer una columna reciente de Cristóbal Bellolio que se tituló “El peligroso consenso de la derecha en torno al estallido social”.

Lo que analiza es la complacencia de ese sector político con su interpretación de los sucesos de 2019, que se reduce a culpabilizar a la izquierda, a una conspiración internacional y a las políticas del segundo gobierno de Bachelet. Eso es lo que afirmó Cristian Larroulet al decir que “Hoy hay una especie de consenso de que (el estallido social) fue un intento de golpe de Estado fallido”. Bellolio advierte con mucha lucidez el riesgo político que reviste para la derecha plegarse en forma acrítica a este tipo de “consensos” cómodos, desprovistos de evidencia y sobre todo, donde está ausente la evaluación de quienes ejercían cargos de gobierno.

No es necesario profundizar en los argumentos del profesor Bellolio. Basta citar la frase con la que cierra su argumentación: “Lo más fácil para Evelyn Matthei y su entorno es suscribir al “consenso” de Larroulet. La pregunta es si acaso una mirada tan reduccionista del estallido les deja espacio para comprender que el pasto sigue seco, y que es poco inteligente ignorar las chispas que se encienden por aquí y por allá”.

Dejemos a la derecha hacer su propia introspección. Lo que me interesa es seguir las consecuencias del argumento de Bellolio y sus conclusiones lógicas. ¿Es posible que en la izquierda también se haya instalado un “consenso” tan peligroso como el de Larroulet en la derecha? Me parece que este es un asunto central, que requiere mucha sinceridad. Es evidente que también la izquierda no ha asumido todos los aspectos perniciosos de los eventos de octubre de 2019 que llevaron al estallido social. 

Reconocerlos no niega la necesidad de demandar la responsabilidad política y judicial a las autoridades del gobierno de Sebastián Piñera, por su papel en las violaciones graves y masivas a los derechos humanos. Tampoco implica desconocer la legitimidad del derecho a la protesta, a la manifestación pública, y la reivindicación de las innumerables causas pendientes, que se expresaron en forma masiva y pacífica en todo el país. Pero es necesario que la reivindicación del lado luminoso de octubre no deje de advertir sus ángulos ciegos y sus bordes oscuros.

Es urgente asumir que la defensa incondicional de la protesta social alentó una polarización peligrosa, que relativizó el sentido emancipatorio del estado de derecho. El ejercicio a la manifestación, el resguardo al orden público y el libre desplazamiento por la ciudad son todos derechos fundamentales y realidades jurídicas que de modo natural tienden a colisionar. Pero en ese proceso de clarificación no colaboró la absolutización de una postura, la justificación de prácticas incívicas y la relativización de la violencia urbana.

No se promovió una visión de la acción policial en tanto coacción legítima, que de modo alguno se puede identificar, de forma mecánica, a represión y violencia. Todas las críticas a la gestión del Ministerio del Interior y al mando de Carabineros nunca debieron llevar a una denigración general y absoluta de las instituciones policiales. Expresar rechazo y hacer referencia a hechos de brutalidad cometidos por personal antidisturbios durante el transcurso de las movilizaciones no justifica los discursos de odio contra la función pública de la policía, que tiene como principal objetivo mantener la seguridad común y la convivencia.

Asociado a lo anterior es necesario revisar todas las formas de estetización de la violencia que circularon en el período del estallido social. Entender y analizar las fuentes de la rabia acumulada y la indignación de la ciudadanía es una cosa, pero sublimarlas como recursos inevitables, e incluso deseables en aras de la transformación social, fue un error. Esta estetización de la protesta afectó especialmente la representación del proceso y enturbió el juicio sobre los aspectos catárticos del estallido.

Se trató de una sublimación de una subjetividad reactiva, que no advirtió sus aspectos perversos: la brutalización de la calle, el despotismo de masas, el desprecio por los manifestantes que no concurrían a esa práctica y que fueron sistemáticamente expulsados del espacio de la protesta. Se debió denunciar más fuertemente la “testosteronización” de un espacio que, teniendo una legitimidad social de origen, fue secuestrado por formas angustiantes de sometimiento irracional. 

Ligado a lo anterior, se debe revisar el victimismo, entendido como la utilización de la condición de víctima para justificar o legitimar actos de violencia, ya que constituye una distorsión peligrosa y ética de la realidad. Aunque es innegable que el sufrimiento exige empatía y comprensión hacia quienes han sido agraviados, recurrir al victimismo para excusar comportamientos violentos implica una inversión moral que debilita los fundamentos de la justicia y el respeto a los derechos humanos.

Esta práctica peligrosa estuvo muy presente en el Estallido y promovió una narrativa simplista en la que el daño sufrido por una persona o grupo se utilizó como justificación para infligir daño a otros, creando un ciclo de violencia revanchista. No sólo “Pelao Vade” abusó de este recurso estratégico. En lugar de abordar los conflictos de manera constructiva, el victimismo se usó como herramienta de legitimación de la división, mientras erosionaba la capacidad de la sociedad para encontrar soluciones pacíficas y justas al conflicto. Además, este relato desvirtuó el significado de ser víctima, trivializando el sufrimiento de aquellos que han experimentado verdaderas injusticias. Se debilitó así la confianza en las instituciones encargadas de proteger los derechos humanos.

En lo estrictamente académico, se sobreinterpretó el carácter estructural de las motivaciones colectivas que llevaron al estallido social del 18 de octubre, y se subinterpretaron otros factores, como la penetración y uso estratégico de estos acontecimientos por parte de actores ilícitos como el narco y del lumpen. Esta dimensión se rechazó en esos días, como una estrategia de despolitización de lo que estaba ocurriendo y una manera de denigración de las legítimas reivindicaciones de la ciudadanía. Se ha necesitado un tiempo para que este aspecto se pueda advertir y reconocer, sin que eso implique abandonar el estudio de las reclamaciones de fondo, que siguen manteniendo su plena vigencia.

Finalmente, se debe revisar cierto “angelismo político” que penetró en la izquierda durante ese período. Esa es una postura idealista o ingenua sobre la naturaleza de la política, en la que se persigue un ideal de pureza moral o de integridad absoluta, sin considerar las realidades complejas, las limitaciones o las imperfecciones inherentes a este campo de la vida humana. Esta actitud suele llevar a rechazar cualquier forma de compromiso, negociación o pragmatismo que se perciba como “manchar” esos ideales.

El escándalo que generó en diversos sectores el acuerdo del 15 de noviembre de 2019 fue una muestra de esta actitud. En transcurso del estallido se extendió un clima que tendió a ver la política en términos binarios de “bien” y “mal”, rechazando cualquier situación que implicara dilemas éticos o concesiones. De allí que se diera a los independientes un aura de superioridad moral sobre los militantes de partidos, no justificada. Hoy se necesita revalorizar la ética de la responsabilidad, en el sentido weberiano, ya que la política, por su propia estructura, requiere de acuerdos y de trabajar con quienes piensan de manera diferente para lograr objetivos comunes.

Estas observaciones no agotan la revisión crítica de lo sucedido hace casi cinco años en el estallido social. Es necesario profundizar este debate, incorporar más elementos en el análisis y escapar de los “consensos” fáciles y complacientes. Dudo que se pueda lograr un acuerdo general sobre lo que aconteció en ese período. Será el debate de los historiadores el que subsane lo que no es posible alcanzar en el debate político. Pero al menos, la experiencia de estos años nos debería llevar a una forma de ética mínima para actuar en la esfera cívica, que nos permita enfrentar futuras crisis desde un respeto más acentuado a los derechos humanos, entendiendo que el principio de legalidad le es inseparable. Octubre sigue siendo una pregunta abierta, que nos cuestiona como sociedad, y nadie puede sentirse ajeno a sus cuestionamientos.

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