Opinión
5 de Octubre de 2024Entre las vacaciones en casa, el turismo de masas y el cansancio brutal
En esta columna, Rita Cox reflexiona sobre quedarse en casa durante las vacaciones, mientras el mundo parece disfrutar de viajes exóticos. "Quedarse en casa, disfrutar de un Santiago vacío, silencioso a nivel pandemia, fue la mejor decisión que puede haber tomado. En vez de parrillas y copete, devoré podcast, series, leí, caminé, dormí y descansé. Me nutrí. Y, antes que todo eso, me reencontré con mi casa, que, a esta altura, dada la carga laboral y la tramitología que exige la vida, es de lunes a viernes una suerte de casa-dormitorio", escribe.
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El psiquiatra y psicoanalista argentino José Abadi define la envidia como “la imposibilidad de soportar que el otro tenga lo que a mí me falta”. La frase se la escuché en La Cruda, podcast que amo, a pocas horas de terminar Envidiosa, la chistosísima y aguda serie de Netflix. Estaba en la cocina picando lechuga cuando me di cuenta de la coincidencia. Me enrollé. Pensé que era una señal. Un aviso para revisar mi propia relación con la envidia. Lavando platos hice una lista de personas por las que siento envidia y las razones. Con cierta amargura (no es fácil reconocerse envidiosa), en modo random cuestioné mi decisión de no moverme de mi casa durante las vacaciones del 18 de septiembre.
Nueve días entre fines de semana, feriados y días libres pedidos en el trabajo. Libertad total, ni un solo compromiso, hija de viaje y las llaves de una casa en la playa que me prestaron guardadas en la cartera. Secaba los vasos y se me venían a la cabeza, como ráfagas, los cientos de fotografías que había scrolleando en Instagram de gente amiga, conocidos y desconocidos pasándolo increíble en los lugares más soñados imaginables. Comilonas en Lima; bikinis en Río de Janeiro; sol en Nueva York; cafeterías en París; bares en Londres. Y yo en Santiago. ¿Sentía envidia? Sí.
Definitivamente me provoca envidia la energía vital de los millones de personas que se subieron a un auto para dejar la ciudad, lo mismo que los cerca de 728 mil que emprendieron vuelo dentro (375.722) y fuera (352.324) de Chile. A mi simplemente no me dio el cuero. Llegué al 18 con la lengua afuera de cansada, sin gota de batería para planificar una salida y hacer un bolso. ¿Muy perdedora?
Quedarse en casa, disfrutar de un Santiago vacío, silencioso a nivel pandemia, fue la mejor decisión que pude haber tomado. En vez de parrillas y copete, devoré podcast, series, leí, caminé, dormí y descansé. Me nutrí. Y, antes que todo eso, me reencontré con mi casa, que, a esta altura, dada la carga laboral y la tramitología que exige la vida, es de lunes a viernes una suerte de casa-dormitorio. ¿Les pasa también? Volver a habitarla fue volver a mí. Ordenar el closet, arreglar maceteros, mirar por la ventana sin apuros fue la meditación activa que me urgía. Reconocer que no me “fui” de vacaciones a ningún lado, sino que me “quedé” de vacaciones en mí hogar y mi barrio porque era lo que necesitaba y quería también me hizo bien.
Lo había hecho antes, en enero, durante 15 días, en que decidí lo mismo. Ya con dos experiencias similares comienzo a entender que me está costando la “industria de la vacación” y me está acomodando el “staycation”, un término en inglés que une las palabras stay (quedarse / estar) y vacation (vacaciones). Suena de una siutiquería tremenda, lo sé, pero en español no encuentro el sinónimo de este término acuñado, al parecer, por el Washington Post en 2005. Es bueno aclarar que el “staycation” se refiere a la determinación de quedarse en casa por las ganas o por falta de presupuesto. Mi caso, el 18 fue por la primera razón y el verano pasado por la segunda. En ambos casos fui feliz en Santiago.
En junio de 2023, el mismo diario detallaba que durante agosto (el “febrero” gringo), el principal destino de los estadounidenses fue la playa, seguido por la opción de quedarse en casa, según las cifras de una encuesta de la empresa de servicios financieros Brankrete. Entre las razones estaba que salir es para muchos simplemente prohibitivo, como lo es en Chile, a pesar de la democratización del viaje a través del crédito y de la competencia de tarifas, lo que nos lleva a otro asunto: el turismo de masas.
¿Vale realmente la pena ir a Buzios para no encontrar un poco de arena libre para extender la toalla o hacer una fila para tirar una moneda en la Fontana di Trevi? No es que me cargue la gente, pero tampoco me fascina al punto de trasladarme para sumirme en una experiencia como esa. Tampoco les apetece a los lugareños. Roma, hace unos días comenzó a restringir, a partir de una entrada de dos euros, el acceso a la preciosísima pileta inaugurada en 1762. Venecia congeló el ingreso de cruceros a su casco histórico y cobra peaje a los turistas para ordenar el flujo de entrada. Amsterdam, por su parte, estudia qué hacer con el Barrio Rojo, escenario de desmadres de fin de semana por la llegada de foráneos y despedidas de solteros, y entre las medidas que adoptó fue la de frenar la construcción de nuevos hoteles.
El sentido común, entonces, dirá “bueno, no vayas a esos destinos ultra turísticos”. El problema es que los nuevos paisajes son también una real fiebre de potencial consumo. Lo refleja un titular que me llamó la atención esta semana: “Cómo es Canoa Quebrada, la exótica playa de Brasil que se volvió furor tras su aparición en una serie británica”. La nota explica que “después de su aparición en “Celebrity race across the world”, este paraíso escondido ha capturado la atención mundial, incrementando las búsquedas en internet y atrayendo a viajeros deseosos de conocer sus maravillas”.
La lógica indica también que entre más lejano y exclusivo, más caro.
El camino podría ser contraprogramar, elegir destinos en temporada baja. ¿Los habrá? ¿Se podrá recorrer Cinque Terre, la franja de ciudades en la Riviera italiana, sin padecer las hordas de turistas y los precios por las nubes por la demanda?
No tener presupuesto, ni energía ni ganas. No querer enfrentar al gentío. Hay más razones para que viajar no esté entre mis prioridades, cómo sí estuvo durante décadas, como ideal y curiosidad desde la niñez. Hoy pensar muy bien si es que tomo o no un avión para vacacionar me enfrenta a una duda asociada a la crisis medio ambiental. No es muy popular decir que a uno le angustia la huella de carbono que genera un paseo, pero es lo que experimento desde 2018.
Fue probablemente la socialización de la agenda Greta Thunberg y hombres y mujeres más bien jóvenes que he conocido y que me han contado sobre su determinación de acotar los viajes en avión. Las conversaciones con el cineasta Andrés Waissbluth, de mi edad, también han “editado” mi comportamiento. Fue hace unos veranos que me dijo que, dado que su trabajo incluía mostrar sus películas en festivales internacionales, aprovechaba esas instancias para tomarse unos días extras para conocer la nueva ciudad. Le encontré toda la razón. Entonces, de no ser posible ese 2×1, habría que autoexigirse y hacer una buena planificación del costo medioambiental del trayecto. No se trata de no viajar, sino de viajar en modo crisis climática.
La aviación comercial contribuye en un 2,5% del total de las emisiones globales de CO2 y en un 1,9% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero. Le pido un ejemplo a Daniela Silva, editora y conductora de Clima de Cambio en Radio Pauta, con un Santiago-Buenos Aires-Santiago. “La huella de carbono de un vuelo de ida y vuelta varía según varios factores, como el tipo de avión y la clase en la que se viaja. En promedio, un vuelo de ida y vuelta en clase económica emite aproximadamente 0.3 toneladas de CO2 por pasajero. Este cálculo se basa en la distancia de vuelo entre las dos ciudades, que es de aproximadamente 1,148 km por trayecto. Las emisiones pueden ser mayores si se viaja en clases superiores debido al mayor espacio ocupado por pasajero”.
¿A qué equivale?, le pregunto. “A conducir un automóvil a combustión unos 1.200 kilómetros; el consumo durante un mes de electricidad en un hogar estadounidense. O a la producción de cerca de 75 kilogramos de carne de res”.
Vuelvo a la envidia, arranque inicial de esta columna. Envidio no tener una lista de “peros” para armar maletas y partir. También envidio demasiado no sentir lo que llaman “eco ansiedad” y que en ningún caso me posiciona como una persona efectiva contra el cambio climático y menos como una santa en esta o cualquier otra materia. Envidio aún más a quienes no sienten gota de pudor al contar que no visitaron ningún destino magnífico, que les resbala el estigma de “perdedores” y, como yo, esperan con ilusión los próximos 31 de octubre y 1 de noviembre para estar en casa en modo avión.