Opinión
11 de Octubre de 2024“El lugar de la otra”, la película de Maite Alberdi para Netflix: Mirarse para ser vista
En su debut en la ficción, Maite Alberdi apuesta por una narrativa sobre la libertad femenina en El Lugar de la Otra. En su columna Cristián Briones analiza la película de la directora dos veces nominadas a los Oscar por sus documentales. "Alberdi sigue teniendo debilidad por la historia íntima, una vocación de crónica al nunca pretender enjuiciar a sus personajes y un pulso en el relato que acompaña, quizás en un excesivo formalismo, al desarrollo de los eventos. Pero las diferencias entre narrar con registros y crear registros para narrar con ellos, son muchas", escribe.
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-El tema es: ¿Le disparó de pie porque era más fácil? ¿O porque quería tomar distancia de su víctima?
-A lo mejor quería que la vieran.
Maite Alberdi debuta en largometrajes de ficción con ‘El Lugar de la Otra’. En Netflix este fin de semana, posterior a un breve paso por salas de cine, o mejor dicho “sala”, en singular. En conjunto a las guionistas Inés Bortagaray y Paloma Salas, recogen parte de la investigación de Alia Trabucco Zerán que fue publicada como ‘Las Homicidas’. Pero mientras en el libro, bajo la categoría de no-ficción, la abogada y ensayista se enfoca en el entorno y el impacto sociocultural, e incluso político, de sus victimarias, Alberdi recurre a una perspectiva mucho más enfocada. Y para conseguirlo, parten de un personaje ficticio que dará seguimiento a la historia judicial, y con ello, postular qué tanto tenían en común esas mujeres en el Chile de hace 70 años, tanto entre ellas, como con el Chile de hoy.
En 1955, la escritora María Carolina Geel (Francisca Lewin) le dispara 5 tiros a quemarropa a su amante en medio del salón del lujoso Hotel Crillón, causándole la muerte. Mercedes (Elisa Zulueta) es la secretaria del juez a cargo del caso (Marcial Tagle) y quien debe encargarse de cualquier aspecto que requiera la sensibilidad de una fémina en la investigación. Providencialmente gracias a ello, llega al departamento de la encarcelada escritora y de a poco comienza a ocupar ese espacio como una necesaria huida del hogar propio, que comparte con su esposo (Pablo Macaya) y sus dos hijos.
Es justo esa búsqueda de un espacio personal, el aludido “cuarto propio” de Virginia Woolf, la clave de esta película. La autoexploración, el autoconocimiento. Todo el viaje de Mercedes consiste en ir cambiando su forma de ver su mundo, gracias a observar y participar de cómo vivía el suyo María Carolina. El lugar, la ropa, el perfume, la inquietud creativa, el tiempo a solas. La libertad.
“Todas estamos en búsqueda de espacios de libertad. Acá hay una historia de una mujermirando a otra que ya tiene conquistada su libertad, incluso desde la cárcel, porque esa libertad es el espacio personal. La libertad es relativa, la vamos construyendo nosotros y eso se arma a través de dos mujeres que se miran.” – Maite Alberdi
Esta declaración llega incluso a ser un tanto innecesaria, principalmente por lo transparente que es la película con su tema y aproximación al mencionado incidente. Y bueno, también porque se puede sacar a la directora de los documentales, pero no se puede sacar a la documentalista de la narración. Alberdi sigue teniendo debilidad por la historia íntima, una vocación de crónica al nunca pretender enjuiciar a sus personajes y un pulso en el relato que acompaña, quizás en un excesivo formalismo, al desarrollo de los eventos. Pero las diferencias entre narrar con registros y crear registros para narrar con ellos, son muchas. Algunas de ellas le juegan a favor a la cineasta. La atención a los detalles, por ejemplo.
El apodo de los hijos, como se devela que su personaje tiene una mirada propia sobre un oficio, el cómo nos enteramos de la maternidad de la escritora, y el que es por lejos el momento de mejor ritmo de la película: la secuencia de entrevistas a los testigos del crimen.
Otras, sin embargo, le juegan en contra. Porque en el documental, el estudio de los registros para construir un relato es pieza fundamental de descubrir el corazón del mismo. En tanto en la ficción, el camino es más sinuoso. Y que una obra se sienta “estudiada”, muchas veces le resta. Por poner un sólo ejemplo: los paralelos con las enceradoras se vuelven demasiado evidentes. Y, quizás lo que encapsula la obra: se queda corta en exprimir a su protagonista de un rango bastante indispensable al momento de validar el punto de vista en el que la instala. El descubrimiento y crecimiento nunca cala realmente en la interpretación de Zulueta, y es la misma Alberdi quien debe rodearla de ese desarrollo.
Y lo hace pecando de una redundancia: la saca de su entorno. Y la sitúa no sólo en aquel departamento que empieza a ocupar como refugio. La lleva a libros y a tinas quietas. A bailes y tentaciones. Y finalmente a ese lugar en que la sociedad arrojaba a las mujeres que cometían crímenes, porque cualquier otro proceso sería dotarlas de un visibilidad inmerecida. No una cárcel propiamente tal. Un hogar. Un asilo. Un acto de piedad cargado de desprecio y prejuicios.
Y allí conoce a uno de los personajes que más evidencia el traspié en este viaje: Rosa “lo degollé como a un perro” Janequeo (Rosario Bahamondes). A muchos este puede parecerles un personaje anecdótico, pero quiero creer que a Alberdi no. No por nada más tarde, en una secuencia onírica, vuelve hacerla notar como aquella incapaz de seguir un ritmo. Rosa está encarcelada por las mismas razones que María Carolina, pero bajo ningún punto está las mismas condiciones que la escritora, quien goza de una habitación propia para escribir sus novelas. No tiene un abogado para su caso, e incluso la misma protagonista le desestima una fotografía con un chasquido del paladar. Para la escritora, en cambio, hay tiempo hasta para encuadrar una pose. Y de pronto, es necesario volver a la total extensión de la frase que martilla el ensayo de Virginia Woolf:
“Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”.
Mercedes puede haber encontrado su libertad, hay un valor intrínseco e innegable en ello. Pero ese cuarto, tal como su autonomía, es tan solo imaginario. Carece de un elemento fundamental con el que la sociedad cobra la entrada a ese aposento independiente. El mundo no cambia allá afuera de esa habitación, tanto la física como la mental en donde ella puede refugiarse. Por mucho que tenga un lugar en donde no ser nadie, y por lo tanto, ser ella misma, en el mundo sigue siendo la Meche, o la Mercedita. Y tarde o temprano, y por mucho que la ganada libertad sea un estado mental, deberá volver ahí. Quizás el personaje que mejor encarna esta verdad es el Juez Aliro Veloso. Mientras los pares de Mercedes pueden percatarse de los cambios en este proceso de autodescubrimiento y empezar a notarla a ella misma, para él sigue siendo Mercedita. Está por debajo en rango. Perfumes, vestidos y maquillaje nuevos, igual sigue estando en otra clase. Una inferior. Y de eso, el personaje de Mercedes pareciera no dar cuenta. Y a menos que seamos generosos, tampoco la película.
Puede que más de alguien cargue con esto a la autora, a la productora o a la prácticamente inexistente industria nacional, pero lo cierto es que el comentario de clase ya casi no existe en el Cine. Este año perdimos a Laurent Cantet, Ken Loach anunció su retiro y a Hollywood el tema nunca le interesó mucho, y aún así, pequeños atisbos como la filmografía de Sean Baker asoman de vez en cuando.
Hoy las prioridades en las perspectivas son otras: raciales, generacionales, de orientación o de género, que es el caso de ‘El Lugar de la Otra’ que asume su discurso feminista sin tapujo alguno. Pero no es que estas miradas debieran ser excluyentes la una de la otra, Ken Loach se despidió con ‘El Viejo Roble’ (The Old Oak, 2023) en dónde mezclaba migración, raza, clase y tradiciones en la forja y decadencia de una comunidad bajo el peso de un sistema con solo las ganancias como objetivo.
Tampoco es una obligación el usar cualquiera de esas aproximaciones. La artista tiene la libertad para narrar de lo que se le antoje, e incluso más, evidentemente es un pecado el presuponer las intenciones de una cineasta. Lo que ella pueda decidir plantear puede perfectamente no llegar a la pantalla, o mutar en la misma. Esa es también la belleza de un arte tan vivo y por definición, colaborativo, como el cine. Y por ello es obligación el solo referirse a lo que está en la película. Pero el tema es que justamente acá, Mercedes es una madre de clase trabajadora que vive hacinada con su esposo y sus dos hijos. Una mujer invisible en su hogar y en el mundo laboral. Relegada más allá de sus talentos. Imposibilitada desde cada rincón de esa casa que es la sociedad.
Hasta que entra a ese departamento iluminado con ventanales y bibliotecas. Acá me quiero detener en un mérito del que creo que poco se va a hablar en esta película, y es su estética. Y no me refiero a los elogios que vendrán para Sergio Armstrong por su impecable trabajo fotográfico. Sino al uso narrativo que le da Alberdi.
Nos enfrentamos a una de esas obras en que su primer acto está plagado de evidencia: la diferencia entre las luces y los colores del mundo de una y otra protagonista. Mientras el de Mercedes es casi un calco de esa estética deslavada que bien se ha valido el apodo de “filtro netflix”, el de María Carolina brilla por todo lo alto. Sin embargo, mientras avanza la película, y Mercedes se va descubriendo en ese nuevo espacio, la luz y los colores se le van quedando. Y así, ni sus pasos por las escalinatas del Club de la Unión, ni su mecanografía en los tribunales son ya tan planos. Mercedes imagina y sueña en los colores de “la otra”, pero empieza a vivirlos en el día a día. Se impregna del tinte de su libertad. Y eso es puro ojo de una autora que quiere imbuir a su protagonista de esa tan ansiada libertad.
¿Pero qué era esa libertad? Claramente no estaba ahí para romper el contrato social y cometer crímenes a plena luz del día, a sabiendas de quedar impune. Eso no es libertad. Es la mismísima corrupción del término. Mercedes lo sabe, y en un punto, hasta busca una pantomima de justicia, aunque por razones egoístas. Pues era 1955. Y como bien lo explicita el juez interpretado por Marcial Tagle, “de vez en cuando aparece alguien que es inmune a la Ley. Y la Justicia queda muda”. ¿Podía Mercedes realmente aspirar a la libertad que gente como María Carolina detentaba? Al parecer, la película nunca se plantea siquiera esa pregunta. Y si lo hace, la desestima en aras de una mirada más íntima de ese concepto tan manoseado como gigantesco.
No le falta talento a Maite Alberdi para contar su ficción inspirada en hechos reales, pero se echa de menos la ‘sed de sangre’ que asomaba en su encarnación documentalista. Enamorarse de una tesis que surge del mismo relato, y perseguirla por el valor en sí mismo de la cacería narrativa. ‘El Lugar de la Otra’ cierra de manera tan relativa como su propio relato. Correctísima en sus formas, pero ausente del hambre necesaria. Encasillada en una perspectiva que no deja que el relato explote por sus propias cualidades.
Lo cierto es que Mercedes no podía estar en el lugar de la otra, cuando mucho podía conformarse con encontrar uno propio. Y ese intercambio final de miradas pareciera ni asumirlo. Era 1955. En donde algunas ocupaban un lugar y todas las demás, otro. Mucho ha cambiado en Chile en 70 años, ¿cierto?