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Cuatro jubilados, cuatro realidades: los rostros que pocos quieren mirar en medio de la discusión por la reforma de pensiones

Mientras la reforma de pensiones aún se encuentra en la Comisión de Trabajo y Previsión Social a la espera de ser discutida, en Chile hay 1.072.403 personas jubiladas que reciben la PGU y su pensión de vejez. A pesar de que la mayoría trabajó entre 20 y 35 años, la jubilación promedio que reciben es de 408.398 pesos, un monto levemente menor al salario mínimo del país. ¿Cómo viven los jubilados chilenos? The Clinic reunió distintos perfiles: un pensionado subvencionado por sus hijos, una mujer que continúa trabajando ocho años después de retirarse, una jubilada que hace "pololos" para alcanzar a comer y una mujer que vio bajar dramáticamente su estándar de vida después de jubilada.

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Al gobierno del Presidente Gabriel Boric sólo le queda un año para cumplir uno de los proyectos fundamentales que prometió en su campaña: la reforma de pensiones. Por ello, este martes la ministra del Trabajo y Previsión Social, Jeannette Jara, emplazó a la comisión del Senado encargada de avanzar en el proyecto: tienen hasta enero próximo para que la reforma se despache a su tercer trámite constitucional.

Si bien la ministra declaró que no ha visto señales de que el plazo no se cumpla, igualmente presionó a la comisión del Trabajo y Previsión Social. “Hemos visto una tramitación lenta y eso nos preocupa”, enunció.

El empuje de la ministra vino cuatro días después de que se viviera una escena de película en una sucursal de la AFP ProVida, en la comuna de Las Condes. Allí, pasado el mediodía, Marco Antonio Solís (55) amenazó a una ejecutiva con dos cuchillos cocineros y la secuestró casi toda la tarde.

Los medios de comunicación reconstruyeron sus motivos: Solís era viudo y recibía poco más de cinco mil pesos mensuales de la cuota morturaria de su esposa fallecida. La vez que ingresó a la sucursal, buscaba que le dieran todo el monto ahorrado de un millón de pesos. Sin embargo, la ejecutiva se negó, pues la ley no se lo permitía. Eso hizo que Solís explotara: la agarró del pelo y la amenazó con un cuchillo en el cuello. Así la mantuvo durante seis horas. 

El caso suscitó el debate de los chilenos. En redes sociales, algunos empatizaron con la desesperación pero no así con el modo violento de Solís –hoy en prisión preventiva y apuntado en la formalización por abusar sexualmente de una familiar previo al secuestro–. La sensación de frustración con les pensiones pareció generalizada. Más allá de las sensaciones, los datos revelan que hasta septiembre de este año, el monto promedio que recibe un jubilado chileno –que percibe la Pensión Garantizada Universal (PGU) y su pensión previsional–, es de 408.938 pesos al mes, según la Superintendencia de Pensiones. Hasta hoy, hay 1.072.403 pensionados que están a la espera de la reforma, por lo que sólo queda preguntar: ¿Cómo viven los jubilados en Chile? 

Para responderlo, hay que tener en cuenta que las mujeres son la población que recibe menor jubilación. Según la Superintendencia de pensiones, el monto promedio que recibe cada una de ellas como pensión es de 321.089 pesos. Este es en el mejor de los casos, cuando reciben la PGU y una parte de sus ahorros previsionales.  

Una de esas mujeres es Nury Iberbe (72), quien no come porotos, su comida preferida, hace casi un mes. Desde que se jubiló, hace 12 años, su estándar de vida bajó considerablemente: cuando trabajaba como profesora de lenguaje en una escuela pública de Calama llegó a ganar más de un millón de pesos, pero ahora junto con su esposo no logran a reunir un monto mayor a los 700 mil entre los dos.

Así, lo primero que se vio afectado en su día a día fue la comida: si antes comía un surtido de alimentos, consistentes en verduras y carne, ahora sólo cocina carne una vez a la semana. Los pescados y los porotos solo los come al principio del mes. “La verdura acá en el norte cuesta tan requete cara, entonces estamos casi con puro arroz y fideos todos los días”, cuenta Iberbe.  

Todo eso a pesar de que trabajó la mayoría de su vida, incluso desde que fue niña. Iberbe aún recuerda cómo cocinaba con su madre churros y empanadas para vender a sus vecinos en Chuquicamata. Cómo, a los diez años, también cuidaba a los hijos de una señora y le ayudaba a limpiar la ropa. Incluso, ya cerca de los doce años, cómo empezó a hacer clases particulares a varios niños del campamento. “Yo era agradecida de eso, porque nos daban comida, ropa. A veces nos daban dinero, pero se lo dábamos a mi mamá”, cuenta Iberbe.  

Ese último trabajo, de hecho, hizo que siempre tuviera en mente el convertirse en profesora, y cuando la enviaron a Antofagasta a estudiar en un internado de monjas, ese sueño tuvo más probabilidades de hacerse realidad. Si bien no destacaba mucho en otras asignaturas aparte de castellano, pues siempre le apasionó leer, logró entrar a la universidad cuando tenía 18 años. Así, egresó de la carrera de Pedagogía en educación básica con especialidad en castellano cuando tenía 21, y empezó a trabajar apenas pudo. 

Al principio, encontró trabajo de profesora en una escuela en Antofagasta, en la que enseñaba solo el mediodía. En ese tiempo, ganaba 50 mil pesos, los que imponía cada mes en sus ahorros. Pronto, Iberbe se casó y tuvo dos hijos en un par de años, pero ni siquiera ahí dejó su empleo para criar: “Mi esposo trabajaba en el ferrocarril, y ahí nunca se ganaba muy bien. Entonces, yo necesitaba trabajar”, explica Iberbe.  

Sin embargo, empezaron a tener mucha necesidad económica: apenas podían pagar el terreno dónde hicieron su casa, que fue construida con tablones de cajas de manzana. Para palear esos momentos de precariedad, la mujer vendía portadocumentos a sus colegas o a veces salía a vender adornos de navidad con sus hijos a la feria.  

Estuvieron así, a duras penas, hasta que se fueron a vivir de allegados con sus padres en Calama y arrendaron el terreno que tenían. Era la década de los 90, y como Iberbe y su esposo podían apoyarse económicamente en su familia, su calidad de vida mejoró. Ya no debían pagar crédito ni arriendos, los gastos de agua, luz y comida se compartían. Iberbe recuerda que, en ese tiempo, pudo comer como se le antojaba: frutas, pescado o porotos. “Me cambió la vida”, cuenta Iberbe.  

Pero el sueño duró hasta que sus padres fallecieron, alrededor de la época en la que tuvo que jubilar. Sus hermanos y ella decidieron vender la casa de Calama, e Iberbe volvió a Antofagasta. En eso calculó mal: regresaron a una ciudad cara, y además quisieron ampliar su casa. Pero con el monto de la jubilación, todo eso quedó a medias hasta hoy. 

Así, la mujer decidió ir a una aseguradora, para cerciorarse de que la pensión le durara hasta su muerte. Actualmente, Iberbe cuenta que la mayoría de ese monto se le va en comida, en la que gastan cerca de 300 mil pesos. La luz le sale 40 mil, mientras que el agua 30 mil. También paga el medicamento para la diabetes, que le sale 13 mil pesos y debe comprarlo cada 15 días. Y por esa misma condición, gasta en cremas para su piel, pues así evita que se le reseque y se le hagan heridas. 

Por lo mismo, Iberbe cree que lo que recibe es una injusticia. “Uno que se sacrificó tantos, tantos años… Y mal que mal, uno no atendía bien a sus hijos por estar trabajando, tratando de lo mejor y sacrificándose horas, y es injusto que no haya recompensa”, reflexiona.  

Nury Iberbe (68) afuera de su casa en Antofagasta.

***

Sergio Sánchez (94), quien vive en San Felipe, tenía una salud de un “cabro de 15” hasta finales del 2022. Durante esa época, el hombre que nunca había sufrido los achaques típicos de la edad como la hipertensión o la diabetes, sufrió un infarto. Por primera vez, Sánchez cayó en el hospital y no pudo caminar durante meses. Eso le impidió continuar a sus frecuentes idas al centro de Santiago, en dónde asistía a remates de sillones y autos, y partidas de dominó, en las que a veces lograba ganar un pequeño monto de 100 mil para vivir. 

En el tiempo en el que estuvo en cama, su hijo mayor con quien vivía, se dedicó a cuidarlo. Durante esas semanas, Sánchez perdió su independencia que tanto gozaba: empezó a utilizar pañales, recibía la comida molida por parte de una mujer a la que le pagaron por cuidarlo cuando su hijo no estaba y lo bañaban con compresas mojadas.  

Ese padecimiento hizo que sus descendientes se organizaran para que pudiera vivir cómodamente: su hija menor comenzó a enviarle 300 mil pesos, mientras que el otro apoyaba monetariamente con lo que podía y ayudaba a rehabilitarlo. Tuvieron que hacerlo porque la única pensión que recibía era la PGU, pues en su juventud nunca impuso. “Nunca confié en que los políticos me podían ayudar. Yo prefería que la plata fuera mía, y que los otros no tuvieran que estar metiéndose allí”, explica Sánchez.  

Esa independencia se reflejó en cómo trabajó durante su vida: desde los ocho años trató de ganarse la vida como podía para ayudar económicamente a su familia. En un principio, empezó como ayudante mecánico en un garaje de autos en Talca, en los que aprendió cómo a desabollar y pintar autos. Durante ese tiempo, los pagos que recibía fueron “a lo compadre”: le cancelaban por cada trabajo hecho y en efectivo. 

Así, cuando ya había aprendido cómo funcionaba el negocio, partió a Santiago apenas cumplió la mayoría de edad, para conocer la ciudad y hacerse una vida propia. Allí, conoció a su esposa y rápidamente tuvo tres hijos, por lo que decidió que debía generar dinero de manera rápida y fácil. Empezó a ir varios garajes de autos, en los que ofrecía sus servicios. 

Pero lo que ganaba en esa época no fue suficiente. Su esposa tenía trabajos esporádicos siendo modista, por lo que Sánchez empezó a asistir a remates de diversos productos: sus hijos recuerdan que a veces llegaba con piezas de autos, sillones o joyas.  

Por lo mismo, su familia vivió épocas de bonanza y de escasez. Por ejemplo, cuando faltaba el dinero sus hijos tenían que hacer durar las zapatillas, y cuando había abundancia se iban de vacaciones al litoral o contrataban un furgón para que los niños fueran a la escuela. Durante ese tiempo, su hija recuerda cómo su mamá peleaba con su padre para que trabajara en algo formal y así tuviera ahorros para la vejez.

“Mi mamá le discutía siempre, pero mi papá era llevado a sus ideas y nunca le dio la razón. Le echaba la culpa al sistema, y mi mamá le decía que eso no tenía nada que ver con la pensión”, recuerda su hija Carolina.  

Aun así, Sánchez recuerda que siempre hizo lo posible para que pudieran vivir bien, y en la década de los 90, él y su esposa empezaron a vender tejas. La familia tuvo ganancias como nunca: pudieron pagar una educación universitaria para todos. “Sé que debí juntar mi plata, pero yo la junté para mis hijos”, dice Sánchez.  

Sergio Sánchez (94), fotografiado en la pensión donde vive en San Felipe.

Pero como siempre sucede con los negocios, la venta tuvo un ocaso y el hombre volvió a los remates y a revender lo que compraba por un precio más alto. Según sus hijos, quien llevó la batuta de la casa siempre fue su esposa: ella ahorraba cada peso que podía, y al contrario de Sánchez, impuso cada vez que trabajaba formalmente.  

Sin embargo, en 2015 ella enfermó y quedó postrada: el hombre tuvo que vender su máquina de coser y una televisión vieja, porque lo que ganaba en esos remates no rendía. Durante esa época, sus hijos recuerdan que la edad ya empezaba hacer mella en él también: una vez se quedó solo en la casa, y mientras cosía brócoli, se quedó dormido. La olla se quemó y la comida quedó achicharronada.  

Ahí fue cuando sus hijos decidieron cuidarlo, y a la vez, ayudarlo económicamente. Desde los 65 años, Sánchez sólo recibía el dinero del Pilar Solidario, que pasó a convertirse en la PGU en 2022. Si bien el hombre vivía con un poco más de 150 mil pesos que ganaba en sus negocios, la mayoría del dinero con el que vivía venía de sus hijos.

Sánchez aún recuerda lo triste que sintió, pues esas fueron las primeras veces que sintió desaparecer su independencia: “Es difícil no poder hacer lo que uno sí hacía antes. Cuando uno lo que menos quiere es estorbar”, cuenta Sánchez.  

Esa autonomía desapareció por completo en 2023, cuando el hombre cayó enfermo. En ese tiempo, vivía con su hijo mayor en Cerrillos, pero este último se mudó a San Felipe para vivir con su actual pareja. Si bien, para ese entonces Sánchez ya podía caminar un poco y comer normalmente, aún necesitaba ayuda. Así, sus hijos unieron fuerzas y decidieron pagarle una estadía en una pensión en la que vive actualmente, al frente de la casa de su hijo mayor. 

Todos los gastos que tiene, como pañales, comida y remedios, y además la dueña de la pensión que se encarga de cuidarlo, le salen aproximadamente un millón. Si bien sus hijos lo hacen con gusto y por el cariño que le tienen, Sánchez lamenta no haber guardado dinero y que se hagan cargo de él. “Es que lo de ahora no tiene mucho sentido. La vocación de un padre es esa: ayudar a los hijos, no al revés (…) Pero cuando uno se enferma, agarra todos los achaques y no queda de otra”, se lamenta Sánchez.

***

Valeria Miranda (67), cuenta que hace ya doce años atrás fue a una sucursal a tramitar su pensión de invalidez. Allí, la ejecutiva de Chile Atiende la miró desde la cabeza hasta los pies y le dijo:  

–Pero usted es joven, puede trabajar po’. 

Si bien a Miranda le sorprendió el tono de la respuesta, rápidamente le contestó sin pelos en la lengua. La vida en la calle le había enseñado, según ella, que no tenía por qué aguantar los comentarios de nadie:  

–Sí, no hay problema, si yo puedo trabajar. Pero en ningún trabajo me reciben por dos días –contestó Miranda, mientras se bajaba la bufanda y revelaba el catéter que tenía en el pecho.  

La razón por la que tenía esa vía fue por una insuficiencia renal y dos infartos que le habían aquejado hace nueve meses. Miranda recuerda que ese mismo día, le costaba caminar unos metros sin perder la respiración y el cansancio se le hacía insoportable. Cuando fue al consultorio para atenderse, la mandaron a la posta. Pero al momento de salir del establecimiento, le empezó a doler el pecho y se desvaneció.  

Recuperó la consciencia tres meses después, cuando despertó de un coma y no podía mover su cuerpo de la cabeza para abajo. Estuvo en el hospital seis meses más, cuando pudo rehabilitarse y volver a caminar. “Por eso vengo para acá yo, si no, no vendría”, le dijo Miranda a la ejecutiva cuando explicó la situación. 

Al contestarle, la ejecutiva se avergonzó. “Es que como la vi a usted tan bien”, le respondió. Así, finalmente, le tramitó su pensión de invalidez, que en ese tiempo fue de 55 mil pesos. Si bien esa jubilación subió hasta los cien mil, ese monto le duró diez años. Actualmente, Miranda se mantiene solo con la PGU.  

Ella, como muchas mujeres, impuso poco más de 20 años.

Antes de trabajar estuvo viviendo en la calle, desde los 15, porque se llevaba mal con su tía. Allí, en medio de la intemperie, nacieron su segunda y tercera hija, con las que sobrevivió durante un año gracias al Hogar de Cristo y a su habilidad de ganarse la vida como fuera.  

Así, llegó a un campamento que recién se estaba gestando en La Florida, cuando tenía 17 años. Al principio, usaba cartones para protegerse con sus hijas del frío en la noche, y durante el día voluntariaba en el hogar para comer y hacía el aseo en la casa de personas conocidas. Una de estas últimas, al ver que Miranda trabajaba bien, le ofreció una mediagua que tenía en su patio. Esa fue la primera casa que la mujer tuvo.  

“Yo me hice amiga de esas personas que arreglan la calle, porque yo soy re buena para hacer amigos”, ríe Miranda, mientras está sentada en el living de su casa en San Bernardo. “Y ellos mismos me sacaron la media agua, la instalaron e hicieron unos hoyos de pozo”.  

Encima de uno de los agujeros, la mujer puso una taza de baño. “A mí siempre me ha gustado… Como ustedes ven, no tengo tan lujoso, pero me gusta tener bonito, limpio”, recuerda Miranda.  

La mujer trabajó haciendo aseo de manera informal hasta que tuvo 28 años. Para ese entonces, ya había tenido dos hijos más y empezó a trabajar limpiando en centros médicos. Desde ahí comenzó a imponer por primera vez y estuvo en diferentes centros, en los que aprendió a usar máquinas de esterilización para limpiar los insumos. Recuerda que siempre recibió el sueldo mínimo o un poco más.

Así, logró ganarse un subsidio para comprarse una casa y pudo postular a una vivienda social en San Bernardo, en dónde actualmente vive. Con el tiempo, lo que ganaba lo invertía para mejorarla: compró un televisor, unas cocinillas para hacer comida, en un momento construyó un segundo piso. “Uno tiene que superarse, no quedarse en el mismo lugar. Tiene que surgir. Yo siempre le enseñé a mis hijos, como yo hice de papá y mamá, que había que surgir”, dice Miranda.  

Cerca de los 55, la mujer terminó haciendo aseo en una empresa telefónica. Ahí empezó a enfermarse, pero aún no sabía que tenía. Lo asoció a “los achaques del tiempo” hasta que cayó en el hospital.  

Una vez que pudo recuperarse, Miranda comenzó a vivir de la pensión de invalidez, que no le alcanzaba para mucho, pero lo hacía durar con la ayuda de sus hijos y con ropa que vendía como colera en la feria. A los 60 años empezó también a recibir la PGU, pero la pensión de invalidez se acabó.  

Hasta hoy, ese es el único monto que recibe de parte del Estado son los 214 mil de la PGU. Con él, solo compra lo que puede de comida para ella y su gato, paga el gas y su plan telefónico, pues su hijo se encarga de la luz y el agua por vivir en el segundo piso de la casa. “[La plata] La trato como chicle”, explica Miranda.  

Sin embargo, hay meses en los que se queda corta por algún improvisto. En esas ocasiones, fía comida con unos amigos que son dueños de una fiambrería o trata de vender sus atrapasueños tejidos en la diálisis. Nunca le confiesa a sus hijos cuando está en una mala situación. “Yo siempre he sido sola, y tampoco voy a molestar a mis hijos ahora por eso”, explica la mujer. “Es que esa es la vida del pobre, pues, niña. El pobre va a ser más pobre y el rico va a ser más rico”, sentencia. 

*** 

Susana (68) -quien prefirió no mencionar su apellido en este artículo, pues sigue trabajando-, recibió 300 mil pesos cuando se jubiló hace ocho años, lo que la obligó a volver a trabajar. La mujer aún recuerda cómo fue la mañana en la que supo cuánto iba a recibir de pensión: era el primer lunes, en casi 40 años de servicio como profesora en pedagogía general básica, que no se pondría sus tacos ni su ropa formal. Se despertó un poco tarde, pasada las 10 de la mañana, emocionada porque ese día se juntaría con su mamá y su hermana para almorzar en el centro del Calama.  

Su intención era invitarlas con el primer monto de su pensión, ya que gracias a las cuatro décadas en las que trabajó había llegado a ganar 1.200.000 pesos. Estaba segura que iba a poder jubilarse tranquila. Así, esa mañana desayunó y decidió revisar su correo: ese también sería el día en el que su AFP enviaría la cartola con el monto de su pensión. 

Al abrirlo, lo vio: iba a recibir una pensión cercana a los 300 mil pesos. Susana canceló todos sus planes, y durante el resto del día, no salió de la cama. “Me quedé todo el día mirando el techo y defraudada total, porque la jubilación viene del júbilo de que uno ya no va a hacer nada. ¿Pero qué iba poder hacer yo con eso?”, cuenta Susana. 

La mujer se había sentido un poco estafada: su papá le había dicho que la clave para surgir era tener una educación. Por eso, apenas cumplió la mayoría de edad y salió de la escuela, decidió estudiar pedagogía en inglés en Antofagasta. Pero cuando le quedaba un año para terminar la carrera, tuvo que dejarla. Su padre, quien siempre la apoyó, cayó enfermo y murió. Susana debió volver a Calama, y la esperanza de tener una educación se desvaneció por un tiempo.  

Si bien estuvo de luto durante esa época, Susana buscó trabajo en la ciudad apenas pudo. “Siempre fui busquilla”, justifica. Así, sin título y sólo con carisma, logró que le dieran trabajo como reemplazante en un liceo técnico. Recuerda que durante ese año no impuso y le pegaban “a lo compadre”. “Ni pensé en si había qué imponer o no, había una ignorancia en ese sentido”, explica Susana. 

Pero al año después, la contrataron. Tenía apenas 23 años y comenzó con un sueldo que hoy valdría 350 mil pesos, haciendo pocas horas a la semana. Durante ese año, se casó y pudo ingresar a un programa de la Universidad Arturo Prat que le permitía titularse como docente en pedagogía general básica. Una vez que tuvo el cartón, la asignaron como profesora jefe de un curso completo. En esa época tuvo dos hijos, y para rellenar las horas que tenía libres, llegó a enseñar inglés en tres lugares distintos. 

Durante todo ese tiempo, Susana impuso y dos años antes de jubilarse llegó a ganar más de un millón. Sin embargo, cuando se retiró de las escuelas en 2016, recibió una pensión de 300 mil pesos, cuando el sueldo mínimo de esa época era 214 mil. Se resignó como nunca, y estuvo viviendo con su esposo de la pensión que cada uno recibía. No hacían más de 700 mil pesos entre los dos. 
 
Estuvieron así tres años, en la que veían cómo los precios subían: de 100 mil que gastaban en comida, llegaron a consumir 50 mil más. Tenían que vivir justos, pues la pensión se iba en luz, agua -les costaba 100 mil-, en el plan del teléfono y medicamentos para la hipertensión. Estos últimos, más el cardiólogo particular que pagaba, le llegaban a costar más de 70 mil pesos.  

Susana recuerda que tuvo que dejar de ir a cumpleaños, bautizos o a cualquier fiesta, pues implicaba comprar un regalo con dinero que no tenía. “Pero ahí uno no saca nada con quejarse: ‘¡ay, subió el azúcar!’. Uno tiene que comprar el azúcar igual. Suba lo que suba”, dice Susana. 

Un día, mientras estaba sentada en su living, se puso a pensar en lo achacada que se sentía. “Empezó a subir todo más caro, y un día dije: ‘ay, ¿qué estoy haciendo acá?’ Es decir, soy profesional. Así que de los problemas, ocúpate, no preocúpate”, cuenta Susana.  

En pocos días, consiguió trabajo en una escuela particular subvencionada. A pesar de que no le costó volver al ritmo de hacer clases nuevamente, esta vez encontró nuevos desafíos a los que no estaba acostumbrada. Por ejemplo, en la nueva escuela en la que empezó a trabajar debía estar muchas más horas y educar a niños con discapacidades intelectuales, a pesar de que no tenía las herramientas.  

Si bien Susana dice que no está cansada, sí cree que debería tener la libertad de escoger cuándo retirarse. Pero sabe que la pensión que recibe no se lo permite. “Uno cuando jubila no debiese trabajar más. A lo mejor uno podría trabajar esporádicamente y cosas así. Pero tener que levantarse temprano, estar corrigieron pruebas y todo, son trabajos que te cansan”, dice Sandra.  

Aun así, dice que se alegra de poder trabajar, ya que volvió a tener su vida de antes. Por ejemplo, ahora gana 1.200.000. Mientras se ríe, enumera los beneficios de tener aún energías para seguir trabajando: “Puedo ir a la peluquería. Puedo comprarme ropa, ir en avión a Santiago”. 

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