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Opinión

7 de Febrero de 2025

“Aún Estoy Aquí”: Una historia que vimos, vivimos y compartimos

Foto autor Cristián Briones Por Cristián Briones

El columnista de cine de The Clinic, Cristián Briones ("Fílmico"), escribe sobre el estreno en salas chilenas de la cinta brasileña más exitosa y celebrada de las últimas décadas, nominada a tres premios Oscar, incluyendo mejor película y mejor actriz.

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No existen los “robos” en los Premios Oscar. Siempre decimos que sí, es parte del espectáculo también, de una noche de papeletas y aficiones. Y lo decimos porque queremos que gane alguien que creemos merece más la estatuilla. Pero lo cierto es que el sistema de votaciones sectoriales deja un grupo de nominados demasiado cerrado para hablar de robos. Si los actores y actrices de la Academia eligen sólo cinco intérpretes en cada categoría, entonces que cualquiera de ellos se distancie mínimamente de los demás, mal podría ser considerado un “robo”.

Excepto la noche del 27 de febrero de 1999, cuando Fernanda Montenegro perdió ante Gwyneth Paltrow, ese año con Shakespeare enamorado. Ese fue “un robo”.

Montenegro fue nominada a mejor actriz, por su rol en la película “Estación Central”, una actuación completa, total y absolutamente extraordinaria. Un rol construido a golpe de trazos finos, detalles y sutilezas que van marcando el camino a una película que retrató la enormidad de su nación, sus problemas, sus virtudes y por sobre todo, como una gota constante de esperanza, cala hasta el corazón más endurecido. Estación central, de Walter Salles, fue también el último filme brasileño en ser nominado al Oscar a en la categoría de Mejor Película de Habla no Inglesa.

Tuvieron que pasar 26 años para que Brasil volviera a instalar uno de sus largometrajes en ‘Mejor Película Internacional’. Y ahora consiguiendo un logro todavía mayor: una nominación a Mejor Película, primera para el país. Otra vez con Walter Salles detrás de la cámara, y otra vez una Fernanda consigue quedarse entre las cinco mejores interpretaciones femeninas del año. Esta vez Fernanda Torres, hija de Fernanda Montenegro. Uno de los tantos aspectos de una obra que retrata la voluntad férrea de supervivencia y el legado que un sub-continente entero se empecina a que no caiga en el olvido.

Aún estoy aquí” (Ainda Estou Aqui, 2024) es la historia de Eunice Paiva. Es la historia de Brasil. Es la historia de toda Latinoamérica. Una que vimos, vivimos y compartimos. Una que demasiados dicen que no vale la pena ser contada. Sobre criminales que se escondieron tras un uniforme, en un mito de bienestar económico, en las armas y la violencia. De torturadores y asesinos.

Y es también una que Salles se resiste abiertamente a contar. Sus elementos reconocibles están. Sabemos de ellos. Hombres que llegaban a una casa y se llevaban a un esposo, a un padre o a un amigo, en este caso, el ex-diputado y disidente Rubens Paiva (Selton Mello). Atisbamos las detenciones en lugares ocultos, los arrestos y las ilegalidades. Pero son solo vistazos. El cineasta no quiere estampar la crónica de los criminales. Y tampoco de las víctimas. Es sobre algo más grande y más potente: aquella fortaleza que hace incluso más que sobrevivir.

La misma vieja historia deja de ser la misma cuando la cuenta alguien más. Cuando es otra la perspectiva. Otra dimensión. Y esta es la de Eunice Paiva. Encarnada por una Fernanda Torres simplemente soberbia. Una esposa, una madre. Que resistió el embate del horror. Que marcó los días en las paredes de un calabozo. Que escuchó cantar a alguien que “la samba agoniza, mas no muere”, antes de que un culatazo le acallara. Que cuando salió de la prisión buscó a su marido y cuando se dió cuenta que no volvería, tomó a sus 5 hijos y frente en alto partió de vuelta a la universidad. De los discos que escuchaban, de los registros y las fotografías de la familia. De esa casa llena que fue su hogar. De la playa que les bañó. De los amigos y los que ya no lo fueron. Y por sobre todo, una mirada a la entereza.

Porque en Aún estoy aquí no vemos la historia a través de los ojos de Eunice. La vemos en sus ojos. En cada lágrima que no cae. En cada esbozo de una sonrisa. En cada inspiración para darse fuerzas y seguir adelante. En cada guiño de mujer enamorada. En cada retazo de información guardada. En cada atisbo dedicado a esos traidores que le dieron la espalda a su dolor. Lo de Fernanda Torres no es un personaje en el relato, es el relato.

Salles acierta en un acto de genialidad al eliminar todas las tomas en que ese personaje lloraba, porque lisa y llanamente no lo necesitaba. Cada emoción que la audiencia requiere llevar a su butaca está en su rostro, en sus gestos, en sus diálogos temblorosos, y en aquellos en que no titubea. Enfatizando que incluso en la más convencional de las narraciones, puede haber algo mucho más profundo. Que repetimos que nos sabemos de memoria, pero es justamente por eso que debe ser contada, por el peligro de ser olvidada. Y Torres se hace uno con su personaje para decirnos que no es recordar solamente. Es vivir.

Es una declaración de principios, un acto de preservación personal y social. Que resistió. Que no fue derrotada. Que aunque la justicia nunca llegara porque los miserables se refugiaron en pactos de silencio. Que aunque sigan desaparecidos mis madres, mis padres, mis hermanos, mis amados, mis hijos o hijas. Sus recuerdos son mucho más que fotos guardadas en un cajón, puestas en una pancarta o iluminadas en un museo. Son la declaración más viva que siguen aquí.

Por el simple hecho de que Aún estoy aquí. Y sonrío.

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