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Opinión

3 de Julio de 2011

Julián Conrado, Chávez y la lealtad

Desde su pueblo Turbaco, desde donde aseguraba se veía Santa Marta hasta La Sierra Nevada, Julián Conrado hizo un largo recorrido. Contaba que antes de terminar la escuela ya lo habían amenazado de muerte y sindicado de comunista. Aseguraba que de tanto señalarlo lo transformaron de simple estudiante con predilección por la bohemia y la […]

Manuel Olate
Manuel Olate
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Desde su pueblo Turbaco, desde donde aseguraba se veía Santa Marta hasta La Sierra Nevada, Julián Conrado hizo un largo recorrido. Contaba que antes de terminar la escuela ya lo habían amenazado de muerte y sindicado de comunista. Aseguraba que de tanto señalarlo lo transformaron de simple estudiante con predilección por la bohemia y la música vallenata en un militante de las causas de Tirofijo.

Malo para los tiros, buenísimo para acertar con sus letras sobre los ancestrales enemigos de su Colombia natal. Lo entrevisté en febrero del 2008 en la selva ecuatoriana, no supe más de él hasta hace unas semanas atrás.

Subían a grabar a la montaña los mejores vallenateros de la época, me comentaba. Acordeonistas, guacharacheros y guitarristas grababan clandestinamente sus acordes para que Julián pudiese hacer sus pistas.

Conrado es el más rebelde entre los rebeldes. Cuando en el Caribe le llamaron la atención porque en algunas canciones usaba un lenguaje demasiado coloquial, se rebeló y decidió no grabar si insistían en llamados de atención muy parecidos a la censura. Por supuesto, se resolvió a su favor. El pensamiento crítico y la disidencia en ciertos temas, como en las canciones -y sobretodo en las canciones, tema demasiado serio para tomarlo a la ligera- siempre será bienvenido dentro de cualquier revolución.

Hace unas semanas fue detenido en Venezuela, en la patria bolivariana, el comandante Julián Conrado. Contrariando su naturaleza, no cantó. Se pasó dos días en silencio, seguramente tratando de entender cómo era posible que precisamente ahí, donde desde principio del siglo pasado patriotas venezolanos como Carlos León señalaban que la libertad y la revolución no tienen patria, él perdiera la primera por abrazar la segunda.

Es posible que revolución no sea lo mismo para los chamos que para el resto de la izquierda latinoamericana. Que palabras como compañero, revolución, socialismo o muerte y esa serie de lugares comunes que tanto nos gusta en la izquierda no tengan el mismo significado. Sólo así se podría entender lo que pasa en Venezuela.

Con Julián Conrado sumarán seis compañeros que la revolución bolivariana entrega a Colombia, la democracia más antigua de América según Bush y tercer país del mundo en recibir ayuda militar de parte de los gringos. Saque cada cual sus conclusiones.

El líder de esta patria bolivariana suele compararse con Allende, abusa al decir que su proceso es atacado por la derecha y la izquierda, tal como la UP. Será necesario aclararle a nuestro líder que Allende ni entregó revolucionarios, ni se dejó presionar por las famosas razones de Estado. Para Salvador Allende, su gobierno socialista entraba en abierta contradicción con los intereses del imperio.

El ejemplo más claro es el de los guerrilleros argentinos que llegaron a Puerto Montt en 1972, segundo y frágil año de la UP; la derecha clamó a los cuatro vientos que Chile era refugio de extremistas, pero Allende no transó. Éste es un gobierno socialista, mierda, aquí no entregamos compañeros, dijo. Claro, el Chicho tenía antecedentes: unos años antes, siendo Senador, fue a recibir a los guerrilleros que le sobrevivieron al Ché en Bolivia. No, Allende no transó, como aún se suele cantar en las marchas, y así pasó a la historia nuestro porfiado compañero.

Dirán que eran tiempos diferentes, y por supuesto que sí. En aquella época la solución del imperio eran dictaduras sangrientas y asesinas; hoy asustan con paquetes económicos.

Chávez no es Fidel, ni Marulanda, y definitivamente no es Allende. Espero con sinceridad que la historia le guarde un lugar o que lo absuelva. Mientras tanto, intento explicarme la tremenda distancia entre el discurso y la práctica revolucionaria, y como autocrítica militante reconozco que he guardado un respetuoso silencio más parecido al pudor. Sin embargo, el silencio y la obsecuencia son otras formas de aumentar las distancias entre discurso y práctica, categorías que mi padre me enseñó, siempre van juntas.

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