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Opinión

16 de Septiembre de 2013

Jorge Teillier

En numerosos poemas y crónicas dejó Jorge Teillier testimonio de su franca afición al trago. Incluso cuando se ponía apocalíptico, se veía a sí mismo como un borracho imperturbable: “Cuando todos se vayan a otros planetas/ yo quedaré en la ciudad abandonada/ bebiendo un último vaso de cerveza,/ y luego volveré al pueblo donde siempre regreso/ como el borracho a la taberna”. El poeta que confesó haber gastado sus “codos en todos los mesones” reivindica aquí el Bar Unión y pasa revista a sus tragos de juventud.

Archivo The Clinic
Archivo The Clinic
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FOTO: ÁLVARO HOPPE

Confieso que me duele la desaparición de los bares tradicionales de mi “lugar metafísico” que es el centro de Santiago, que prefiero a los barrios modernos, así como prefiero las casas con tres patios a las Torres y los Caracoles. Bares que no son “tumbas que parecéis fuentes de sodas”, como escribe Nicanor Parra, sino lugares llenos de humo y ruido como grandes navíos, largos mesones, mesas de madera, viejos parroquianos que se conocieron allí desde la adolescencia, y donde llegan raras veces mujeres y casi nunca niños. Lugares como eran el “Roxy” y “El Comercial”, situado precisamente al lado de este diario, y cuyo edificio fue puesto recientemente a remate. O el “Monterrey” de la Galería Antonio Varas, ocupado ahora por una oficina del Banco del Estado. Curiosamente los viejos bares desaparecen junto con las librerías de viejo.

LA INCREÍBLE “UNIÓN CHICA”
Pero quedan algunos sobrevivientes como el “Bar Unión”, situado en la londinense calle (ahora paseo) Nueva York, frente a la Bolsa de Comercio, en lo que Dickens llamaba “la City”. En el “Bar Unión”, entre sus parroquianos, vi tomar su aperitivo, gallardamente de pie junto a la barra, a nuestro octogenario Premio Nacional de Literatura Sady Zañartu, bebedor de pie, como lo era Juan Emar. Y ya que se trata de confesiones, diré que miré con cierta envidia a don Sady, pues creo que jamás llegaré a los ochenta años ni obtendré, por lo tanto, el Premio Nacional, deseo secreto de todos los escritores chilenos menos de Braulio Arenas.

LOS ALCÓHOLICOS DE “el TRIÁNGULO DE LAS BERMUDAS”
En la “Unión Chica”, cuyos feligreses son en gran parte empleados públicos y eternos jugadores de dominó, suelen formarse tertulias literarias a eso del mediodía. Claro que a veces se cae en el “Triángulo de las Bermudas” báquico y la reunión se prolonga en términos que descalificaría un bebedor moderado habitual. Pero ésas son raras ocasiones, en verdad. Y la verdad es, también, que la “Unión Chica” es uno de los pocos lugares donde suelen reunirse escritores, costumbre que se ha ido perdiendo con el tiempo. Pero ése es un tema para sociólogos.

DONDE POETAS Y PROFETAS SE REÚNEN
En la “Unión Chica” conocí por casualidad al novelista norteamericano Richard Cunningham, que estaba pidiendo un trago ya extinguido en el Centro: el “jote” (vino tinto con Coca-Cola, mezcla repudiable, por cierto). Y allí suelo ver con alguna frecuencia a Eduardo Molina Ventura, que en el verano llega de “panamá”, así como Jonás llegaba de calañés o incásico “cuyo”. Y al “Embunche” Rolando Cárdenas, a Hernán Cañas (gran jugador de dominó), a Roberto Araya (autor de El Sorolimido, obra de ciencia ficción), o Enrique Valdés (también cellista de la Sinfónica), a Carlos Olivárez (que ahora bebe exclusivamente y por propia voluntad agua mineral), a Juan Cameron, que es el poeta chileno más parecido físicamente a Dylan Thomas, a Augusto Morales, ex Inspector de Sanidad y uno de los pocos lectores de poesía que va quedando, gran admirador de un poeta simbolista belga ya olvidado hasta en su país: Max Elskamp. Cabe hacer notar que es bien recibida Stella Díaz Varín, la cual quién sabe por qué misteriosas razones nunca es poseída en este local por Belona, diosa de la guerra.

La “Unión Chica” fue fundada hace cerca de medio siglo, y su actual dueño, Wenceslao Álvarez, mantiene la tradición hispana de su padre, fundador del lugar. Por supuesto, no sólo se bebe, sino se come en abundancia, y los platos fuertes de la casa son los callos a la madrileña y el puchero a la española, excelentes según los conocedores. Y tras el mesón están José Luis, joven director de un grupo teatral en la iglesia de su barrio, y Juanito, tal vez el más antiguo de los barman santiaguinos.

Y termino esta crónica para dirigirme a la “morada irreal”, como dicen los budistas zen, o sea, un lugar donde uno se sitúa en otro tiempo y en otro espacio, en este caso un viejo bar.

CONFIESO QUE HE BEBIDO (fragmento)*
Confieso que he bebido. ¿Y por qué no? “Los poetas son ánforas sagradas/ donde se guarda el vino de la vida”, escribía Hölderlin. Claro que las ánforas terminan a veces por romperse prematuramente.

LOS LIBROS, EL COLEGIO Y EL BAR
Confieso que he bebido desde mis tiempos de estudiante de Liceo en la Frontera. Uno empezaba a probar la inocente chicha dulce de manzana, que de pronto empezaba a “bramar madurita en las bodegas” como decía Pablo de Rokha, con los peligros subyacentes. Se seguía con la malta con huevo o harina (por sus virtudes alimenticias) y en el verano con la pílsener y el “clery” por sus virtudes refrescantes.

Y aunque el estudiante anduviera con pantalones cortos –que por aquellos tiempos se llevaban hasta los quince años– siempre estaba el recurso de acudir a un “clandestino”, donde se expendían bebidas alcohólicas en la trastienda de una frutería o almacén, cuya existencia no era mucho más que una bilz, un zapallo y un frasco de caramelos junto a un gato en el mostrador.

*Publicadas en “Prosas” de Jorge Teillier, Editorial Sudamericana, 2000.

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