Cultura
19 de Septiembre de 2016La vieja polémica Lihn-Teillier, medio siglo después: La tradición del prejuicio
Desde que Jorge Teillier hablara de la “poesía lárica” y Enrique Lihn le contestara en un artículo igualmente canónico, el enfrentamiento ha tenido sucesivas secuelas: lo que para algunos es una poesía arraigada en su entorno inmediato, para otros es una pose pastoril que insiste en arcaísmos artificiales. Hoy, cuando en distintas ciudades del país –Arica, Valparaíso, Talca, Punta Arenas, entre otras– han emergido grupos de poetas identificados con su contexto provincial, el poeta y editor Felipe Moncada retoma la discusión y alega que el prejuicio antiprovinciano permanece, sin haber ofrecido a cambio, desde sus pretensiones de modernidad, mejores respuestas a los problemas del presente.
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Ya han pasado más de 50 años desde que Jorge Teillier publicara su artículo Los poetas de los lares en el Boletín nº 56 de la Universidad de Chile (mayo de 1965), donde incluía poemas de Efraín Barquero, Alfonso Calderón, Rolando Cárdenas, Carlos de Rokha, Pablo Guiñez, Floridor Pérez y Alberto Rubio, y mencionaba a otros tantos como potenciales integrantes de una antología más completa. En ese artículo observó que durante “los últimos 15 años” (1950-1965) muchos poetas habían retornado a los temas terrestres, mundanos, como contraparte de una poesía fundamentada en la teoría y en la literatura. Más que a una poesía definida a la manera de los manifiestos, Teillier apuntaba a una sensibilidad afín a muchos autores: “Los poetas nuevos han regresado a la tierra, sacan su fuerza de ella. Y este movimiento lárico ha tocado curiosamente a los poetas de generaciones pasadas, como Teófilo Cid y Braulio Arenas que fueran iniciadores del movimiento surrealista en Chile, creadores de paisajes mentales, que sin embargo tomaron a la larga conciencia de la tierra y la reflejan en sus últimas obras”.
El término “lárico”, lo toma Teillier de una carta de Rilke, en la que comenta la pérdida de sentido de los objetos producidos en serie, frente a lo manual, lo tradicional, lo creado como individualidad. De allí extrae Teillier una analogía entre la artesanía –que impregna de significado único a los objetos creados, con un carácter ritual– y la palabra del poeta, que tendría como una de sus tareas conservar el mito hasta mejores tiempos.
Hay que notar que la definición que hace Teillier del grupo es bastante amplia y que, sobre todo, es una reacción ante el desarraigo de algunos poetas de su generación (como aclara en artículos posteriores) que buscaban en los viajes a Europa una especie de validación y consagración, más allá del desarrollo de una obra. Así, su tentativa selección de poetas apunta a quienes, como él mismo, problematizan el desarraigo, sin hacer por ello una apología tradicionalista de lo local (basta recordar su trabajo como traductor y difusor de muchos poetas extranjeros).
Pero si hay algo que parece persistir en nuestra historia literaria, es la eternización de ciertos prejuicios como forma de invisibilizar poéticas e instalar el propio esquema. En su artículo de 1965, el ambiente de la época lleva a Teillier a escribir, como si debiera justificarse ante el prejuicio: “(…) no se crea que los poetas que trataremos vuelven a escribir una poesía descriptiva y detallista y a realizar una mera enumeración naturalista que conduciría a una especie de criollismo poético, etapa quizás necesaria, pero superada en nuestra poesía como en nuestra narrativa”.
La aclaración no bastaría para erradicar los estereotipos.
A comienzos de 1966, Enrique Lihn contesta con un ensayo titulado Definición de un poeta, que contiene opiniones que han permanecido como lugar común durante muchas décadas:
“Este falso provincianismo de intención supralocal, desprovisto de una ingenuidad que lo justifique históricamente, quiere reivindicar una poesía que naturalmente no tiene ya nada que decir, en nombre de otra, artificiosa, cuyo supuesto y cuya falacia estriban en que, ante un mundo moderno de una complejidad creciente, desmesurado en todos sentidos y en tan grande medida peligroso, la actitud poética razonable estaría en restituirse a la Arcadia perdida, pasando, en un amable silencio, escéptico, minimizador, los motivos inquietantes de toda índole que acosan al escritor actual abierto al mundo y oponiéndole a este un pequeño mundo encantatorio, falso de falsedad absoluta, con sus gallinas, sus gansos y sus hortalizas”.
Es decir, se condena a una poesía por no “tener nada que decir”. Es más o menos lo que ahora se le podría pedir a un paper académico, “algo que decir con respecto a un problema planteado”, pero que en el incipiente estructuralismo de la época –al que adscribe más tarde Lihn– suena natural, en el sentido de querer revisar el discurso ante la complejidad del mundo contemporáneo con un positivismo cercano a las ciencias duras. El tono caricaturesco de sus argumentos, sin embargo, invalida el propio método que defiende, aludiendo a la apariencia física de los poetas criticados (“pseudojóvenes que quisieran parecerse exactamente a Los Beatles, se declaran contra los peligros de una oscuridad presunta, y desearían que todo fuera tan claro en poesía como para cantarlo con acompañamiento de guitarra”), asignando una carga negativa al folklore, a la canción, a la infancia, a la memoria y realizando una arbitraria cronología según la cual los “verdaderos poetas” siempre han estado en el límite del entendimiento de la gente común. Lihn, en definitiva, considera imprescindible la relación de la poesía con la libertad, siempre y cuando ella no tenga rasgos de retorno a otro punto de la historia. Libertad que es una especie de salto al vacío del futuro, sostenido por una brillante maquinaria retórica:
“Hay quienes, frente a los progresos de la cibernética o de la astronáutica —fuentes, por lo demás, para ellos, de una inspiración melancólica—, neorrománticos de chaleco, intimistas y fantasistas, prefieren el refugio de la aldea; en la medida, no obstante, en que creen estar garantizados, por obra de una encubierta erudición literaria lo suficientemente exquisita y gracias a una publicidad adecuada, contra el peligro de integrar la cohorte de sus protegidos: los poetas olvidados, vale decir, genuinamente provincianos”.
Y bien, otros 50 años han transcurrido desde entonces; la cibernética y la astronáutica han seguido consolidando al primer mundo. A pesar de cientos de teóricos de izquierda, han triunfado todos los propósitos del capitalismo, en las universidades campea el postestructuralismo, el paper es el formato de la validación intelectual y la complejidad resultó fácilmente traducible a dominación económica y control social mediante el ruido de los medios de masas. Poco deslumbramiento queda ante un futuro que solamente promete más promesas, y sin embargo –y he aquí un fenómeno natural–se sigue publicando poesía en las provincias, y siguen apareciendo (y problematizando) los conceptos: aldea, pueblo, comarca, terruño, provincia, población, eriazo; símbolos de una habitabilidad a veces imposible, arcaísmo –si se quiere– que ha ido penetrando en oscuras capas del imaginario, como un refugio en medio de la totalitaria maquinaria de la economía.
Refugio que, como en la polémica entre Lihn y Teillier, y como antes en “la querella del criollismo”, sigue enfrentando los cargos de “no dar cuenta de los cambios del mundo”, mientras el mundo moderniza, sobre todas las disputas estéticas o filosóficas, sus mecanismos de dominación y homogeneización. Tendría más sentido, si de verdad nos urge buscar sentido en el presente, leer la creciente producción literaria de las provincias y su diversidad de registros como evidencia de formas de vida en resistencia, de complejidades locales y universales en pleno diálogo, como toda poesía –sin apellido y sin importar su origen– que “sucede” en el lenguaje, a la manera de una necesidad vital.
*Artículo basado en fragmentos del ensayo “Poeta de los lares en el siglo XXI”, incluido en el libro del autor “Territorios Invisibles. Imaginarios de la poesía en provincia” (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2016).