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Opinión

16 de Septiembre de 2013

La ley es nada, la sed es todo

Por Marcos Fernández Labbé Durante buena parte de la historia republicana de Chile –esa que celebra 200 años con el Bicentenario- la sociedad chilena ha mantenido una relación contradictoria con las bebidas embriagantes. Por un lado, las ha cultivado, producido, exportado, importado, bebido y disfrutado sin cesar. Por otro, ha cuestionado y castigado a los […]

Archivo The Clinic
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Por Marcos Fernández Labbé

Durante buena parte de la historia republicana de Chile –esa que celebra 200 años con el Bicentenario- la sociedad chilena ha mantenido una relación contradictoria con las bebidas embriagantes. Por un lado, las ha cultivado, producido, exportado, importado, bebido y disfrutado sin cesar. Por otro, ha cuestionado y castigado a los bebedores inmoderados. Junto a ello, se ha construido una serie de mitos de larga duración en nuestro sentido común: que estas bebidas –y en particular el vino- son de alta calidad y pueden competir sin ruborizarse con las mejores del mundo; y que el pueblo chileno –especialmente los varones de los grupos populares- es uno de los mayores consumidores en el mundo.

A partir de ambas imágenes es que se estableció en Chile, desde inicios del siglo XX con la primera Ley de Alcoholes (1902), un conjunto de medidas que por un lado exaltaron la producción de un tipo de bebidas, y por otro buscaron regular y castigar el abuso en su consumo. ¿Qué ha pasado 100 años después?

La industria del alcohol contó desde el siglo XIX con precios siempre bajos y una demanda interna muy poco exigente y muy sedienta. Por ello, a inicios de la década de 1930 se producían en Chile cerca de 600 millones de litros de vino, unos 400 millones de litros de cerveza y quizás 40 o 50 millones de litros más de destilados y aguardientes de origen agrícola. Estas cantidades, que no habían dejado de crecer desde la anexión de las provincias salitreras, provocaron en el Estado y los sectores más educados de la sociedad chilena una reacción de espanto, de temor y escándalo ya que se vio como la causa y consecuencia más evidente de la Cuestión Social. El alcohol, junto a los conventillos, las enfermedades venéreas y la mortalidad infantil, hacía de Chile un país habitado por una raza en extinción a causa de su miseria y sus excesos.

Consecuente con este diagnóstico, el Estado inició a partir de 1902 la implementación de medidas judiciales y policiales destinadas a reprimir el consumo inmoderado de alcohol. Con la pronto famosa ley “quince quince” se estableció el cierre de tabernas los fines de semana – con el objeto de que los obreros no dilapidasen los jornales que recibían cada sábado- y la prisión por ebriedad pública. Es decir, de ser una práctica habitual y prolongada, la ebriedad se convirtió en una conducta penada por la ley.

El efecto inmediato de ambas medidas fue, por un lado, el surgimiento y multiplicación de los “clandestinos”; por el otro, el abarrotamiento de los cuarteles policiales y cárceles con los más de 100.000 individuos detenidos cada año por ebriedad.

Junto a ello, se planificó la existencia de Asilos para Alcohólicos, establecimientos especiales dedicados a los reincidentes, los que con más de cuatro detenciones por ebriedad al año podían ser recluidos en un local anexo a la Casa de Orates, y que puso a los bebedores consuetudinarios en contacto no solo con las últimas técnicas de la rehabilitación, sino también con los escasos toxicómanos chilenos (cocainómanos y morfinómanos principalmente) y los locos de remate.

Con el tiempo este tipo de medidas fueron ampliándose y profundizándose, por ejemplo a través de la instalación de Zonas Secas en ciertas áreas del país, o por la aplicación de la Ley de Estados Antisociales a inicios de la década de 1950 que incluía entre los eternos sospechosos a los bebedores inmoderados, a los mendigos y a los adictos a substancias. Lo paradójico es que el consumo y la producción no dejaron de crecer hasta mediados del siglo XX, en que la limitación por ley de las hectáreas que podían dedicarse a las viñas se hizo realidad. Solo en 1990 se retomarían cifras de más de 100.000 hectáreas plantadas.

Hoy Chile mantiene tasas de consumo consideradas altas en el promedio mundial, en particular por la baja edad en que éste se inicia. La ley de alcoholes 1995 –publicada a inicios de 2004- prescribe asimismo horarios de cierre para los expendios, la posibilidad de que el Presidente de la República establezca Zonas Secas temporales y la prohibición del consumo público y la ebriedad manifiesta, que pueden ser castigados con la detención o multas, o trabajos comunitarios. Además, ante la reincidencia se propone la obligatoriedad de tratamientos de rehabilitación y la posibilidad –forzada- de internación hospitalaria.

Así, en más de 100 años las cosas poco han cambiado y el hábito del beber inmoderado parece irreductible, ajeno a los embates de las autoridades. Renovadas una y otra vez las mismas medidas de regulación, la producción, la importación y el consumo no dejan de crecer. Pareciera que, como dice una frase célebre: la ley es nada, la sed es todo.

* Historiador.

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