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Opinión

31 de Marzo de 2015

Columna: Casi una tragedia

Resulta hasta cierto punto enternecedor como cada cual encuentra en la vida un final que se le parece. La UDI y sus financistas, los Pentaboys, murieron por despreciar a sus empleados, o más bien por tratar como empleado a quien se consideraba un socio más. No pensaron que Hugo Bravo tenía derecho también a eso […]

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
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Resulta hasta cierto punto enternecedor como cada cual encuentra en la vida un final que se le parece. La UDI y sus financistas, los Pentaboys, murieron por despreciar a sus empleados, o más bien por tratar como empleado a quien se consideraba un socio más. No pensaron que Hugo Bravo tenía derecho también a eso que les parecía era su privilegio: el honor, el buen nombre, las fundaciones, la caridad, el club de golf. El cadalso de la UDI y sus financistas fue la promesa, siempre incumplida, de una UDI popular, llena a rabiar de capataces, de sapos del alcalde en época de Pinochet, de almaceneros que se cansaron de fiar. Gente que pensó que tenía derecho de entrar en el mundo de los patrones, de los eternos jefes ni más inteligentes ni más educados que ellos, pero sonriendo al final en la foto mientras los Bravos del mundo seguían limpiando los trapos sucios.

La centro izquierda consiguió que su verdugo fuera aún más íntimo. Para los Penta y la UDI la familia es una sucursal de la oficina, no hay intimidad mayor que la del negocio. Su imaginario sentimental se reduce a las sociedades de responsabilidades limitadas o no. La presidenta Bachelet, que se dedicó en los años de dictadura a los niños maltratados, encontró justamente en un niño olvidado, en un niño lleno de rencores ocultos, en un niño que no quiso ni pudo crecer del todo, a su verdugo. La pediatra que nos hablaba a todos un poco como se les habla a los niños golpeados, vio de manera patente, fría y terrible hasta qué punto el niño que le tocó a ella educar, desprecia hasta la médula todo lo que ella ha construido y creído la vida entera.

Una familia rota en la cima del Estado. Un país que se entera así de que la presidenta es también una madre. Un hijo que nos recuerda lo que nos gustaría olvidar, que el poder se puede canjear por millones y que también el prestigio, cualquier prestigio, puede disolverse en esos millones. Todo eso tiene la apariencia de una tragedia pero no lo es. Edipo no sabía que se casaba con su madre ni que mató a su padre. Las tragedias para ser tales tienen que ser tramadas por los dioses, no por los hombres solamente. El caso Caval es un accidente, pero cuando se maneja a 140 kilómetros por hora da lo mismo si se cruza uno con un gato, una rama o la calzada mojada. El caso Caval hace visible algo que solo el triunfalismo y la soberbia del equipo presidencial no quiso ver: A este gobierno, para ser populista, solo le falta ser popular. El personalismo, la visión de que los programas se encarnan en personas, la idea de que la centro izquierda solo puede respirar si la presidenta agita sus pulmones, resultó a todas luces fatal. El programa sigue sin ella. El país, a pesar de que sus guardianes están en la cárcel, sigue vivo y sano. El infalible carisma personal de la Bachelet era un veneno y no un bálsamo de amor, un veneno incluso para ella misma que ha quedado, con todo su talento e inteligencia, inmovilizada en un drama personal que su testarudez y desconfianza patológicas convirtieron en un drama político.

El caso Caval desnuda otra verdad más incómoda aún. Mientras Dávalos escuchaba y aprobaba los discursos de su madre contra la desigualdad y el abuso empresarial, iba especulando y firmando contratos con toda suerte de ex CNI y UDI del montón. Su caso exagera hasta el ridículo una verdad que no es solo suya: el discurso de la Nueva Mayoría no solo contradice el que la Concertación terminó por acordar, sino la vida misma, íntima, personal, que hemos terminado por tolerar y también disfrutar. Como a los Penta, como a Ponce Lerou, a Dávalos se le dijo de pronto que era sucio, feo y hasta corrupto lo que ayer era normal, común y hasta bueno. Dávalos apenas hacía lo que cinco o diez años atrás resultaba loable para casi todos: no dejarle el mercado y los negocios a la pura derecha, ser capaces también los hijos de exiliados y torturados de invertir, de negociar con militantes de la UDI. ¿No era eso la reconciliación?

Dávalos hizo visible que para muchos cercanos a la Bachelet, el programa de gobierno y todo su discurso refundacional no son más que una fiebre momentánea, y que a la larga se van a terminar haciendo las cosas con piloto automático. Más que un asunto de voluntad perversa, es una fatalidad hasta fisiológica. El equipo de la Bachelet está compuesto de leales funcionarios que funcionan, pero que no crean, inventan o improvisan nada. La presidenta ha preferido la lealtad sobre cualquier otra consideración. Pero Caval nos demuestra cuán primaria y deficiente es su visión de la lealtad.

El gobierno se ha desvivido por dejarle en claro a la elite –porque no le habla más que a ella de un tiempo a esta parte– que todo va a ser distinto y que todo va a ser igual. Ha aclarado en todos los tonos que las reglas del juego tienen que cambiar pero también que ellos no pueden ni quieren hacer que cambien. Presentan reformas audaces que complican lo suficiente para asegurar la continuidad de que solo algunos puedan entender el enjambre y traducirlo en beneficio propio. Para evitar que la gente o los fácticos decidan, les entrega el paquete humeante a los expertos. Dávalos, adelantándose quizás a los tiempos, comprendió que de este enredo nada muy claro iba a salir al final. Antes de que fuera demasiado tarde, cobró su propia indemnización por años de burlas, de olvidos, de sospechas fundadas e infundadas que pesaban por ese cuerpo hinchado e incómodo que es el cuerpo del nuevo Chile. Ese país que pasó de la desnutrición a la obesidad sin disfrutar nunca el sabor de lo que rellena su hambre.

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