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Opinión

27 de Marzo de 2016

Columna: Bruselas y el Nacionalismo 4G

De todas las impotencias que estos atentados revelan, la intelectual puede ser la más irreparable. Hace ya más de dos décadas, los mejores y peores intelectuales de Occidente han intentado explicarse de todas las formas posibles la violencia y la sangre. ¿Por qué nosotros? ¿Por qué ellos? ¿Por qué ahora? Las respuestas han sido abundantes […]

Rafael Gumucio
Rafael Gumucio
Por

Brucelas

De todas las impotencias que estos atentados revelan, la intelectual puede ser la más irreparable. Hace ya más de dos décadas, los mejores y peores intelectuales de Occidente han intentado explicarse de todas las formas posibles la violencia y la sangre. ¿Por qué nosotros? ¿Por qué ellos? ¿Por qué ahora?

Las respuestas han sido abundantes y al mismo tiempo estériles. Se ha culpado de esos crímenes a la tolerancia excesiva y a la excesiva intolerancia, a los árabes, a los judíos y a los cristianos, a la abundancia y a la pobreza, el velo y al desvelo. Mientras tanto ISIS y Al Qaeda siguen matando, y sigue la extrema derecha, en cada uno de los lugares donde la sangre regó la semillas, cosechando leyes de exclusión, selección de inmigrantes y otras fantasiosas prohibiciones.

A nadie se le ha ocurrido leer literalmente lo que los terroristas literalmente dicen. Matan, insisten ellos, en nombre de un Estado que no existe. Un país con bandera, himno y hasta historia y mito. Un Estado, el Islámico, que no tiene límites definidos, ni ejército (porque todo él es su ejército), ni embajadores, ni ministros. Un Estado contra el que se puede hacer la guerra infinitamente, pero con el que no se puede llegar a la paz.

Asistimos al nacimiento de lo que podríamos llamar el nacionalismo 2.0 o 4G. Un nacionalismo que no necesita de una tierra en concreto, sino una tierra virtual. Esa tierra que alguna vez fue Afganistán, que luego fue Palestina y que ahora es un pedazo de desierto entre Siria e Irak.

Como todo nacionalismo, el fundamentalismo islámico piensa que la nación y solo la nación puede suspender la lucha de clases. Las diferencias sociales o individuales son simplificadas hasta caber en dos posibilidades, ellos o nosotros, ellos que no son nosotros, ellos que no nos dejan ser nosotros.

La política abandona así el hacer o el estar para centrarse en el ser, definido a su vez como sagrado e inevitable. Se trata de conseguir esa imposibilidad siquiátrica que no cabe más que llamar narcisismo colectivo. Se trata, como en el narcisismo individual, de probar a través de la muerte de los otros que no eres esos otros, que no estás hecho de la misma materia que el resto de la humanidad. Se trata de erigir barreras imaginarias entre lo que es humano y lo que solo tiene la forma humana, pero no sus derechos ni deberes. Se trata de morir, incluso, para demostrar que eres inmortal, no como individuo sino como ente de una nación que lleva mil años esperando convertirse en país y llevará otros mil luchando con el recuerdo de lo que alguna vez fue y ya no será. Se trata, como en todo nacionalismo, de administrar esa nostalgia y gobernar esa perpetua falta que otro, un otro que cambia de nombre y apellido pero que es siempre igualmente imperdonable, impide ser.

El fascismo, el nazismo, el peronismo, el falangismo, el catalanismo, ETA y los suyos, comparten la mayor parte de esa visión de mundo. Pero nacen en el contexto de repúblicas laicas y poderosas. Sus enemigos eran el liberalismo y el comunismo, ambos internacionalistas. El enemigo del fundamentalismo islámico es un liberalismo internacional que solo es superficialmente ateo en Europa y profundamente religioso en Estados Unidos. Tienen al frente la mística del mercado que odia tanto como ellos las repúblicas democráticas. Por eso atacan al rock, los bares, las Torres Gemelas o Bruselas, la capital de la Europa sin fronteras. Lo que atacan es justamente la idea de que esta gente sin fronteras establezca las suyas en Irak. Lo que reivindican es la idea de que ellos también tienen derecho a un Estado sin fronteras, ni parlamentos, ni elecciones, sino con una perpetua asamblea de fieles, un comité de sabios a lo más.

No reivindican, entonces, el derecho a creer en otras cosas que el resto, sino el derecho a no creer, tampoco ellos, en lo que nosotros ya no parecemos creer: la separación de poderes, la igualdad de los ciudadanos, la soberanía del individuo por sobre el mercado.

Es cierto, lo que ellos llaman su religión es una mezcla confusa de frases viejas y odios nuevos. Lo único que los justifica es que nuestra fe, nuestra idea de la democracia, la paz o el derecho, también lo es.

Atacan a Europa porque saben que un par de golpes arrasará con su unidad. Actúan contra la música, la alegría y el humor porque saben que estamos dispuestos a entregar esos rehenes que nos incomodaban de todos modos antes. Su fe no se parece a la nuestra, pero su falta de fe sí es nuestra. Su victoria consiste en que sus enemigos están, en esto y solo en esto, de acuerdo con ellos: acabar con la incerteza, terminar con la duda y dejar solo flameando la bandera, el himno, el llanto de las metralletas.

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